Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
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Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

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СКАЧАТЬ peleando, aunque sólo como último recurso, me dijo, cuando las palabras no eran suficientes. Más que pelear le gustaba la estrategia implicada en evaluar a los otros, establecer la gravedad de su amenaza y controlar sus arrebatos, y únicamente les asestaba un golpe en casos extremos. Era muy bueno para eso. Aplicaba esa evaluación dondequiera que íbamos y hacía que me sintiera segura, como si tendiese ante mí una alfombra roja de protección. Tras una adolescencia en la que, en medio de un gran embrollo, había sorteado las turbias aguas de la atención masculina, esto era como tener mi propio servicio secreto.

      Me enamoré de K debido en parte a la leyenda sobre su origen, el cuento de un chico sensible a quien, a fuerza de golpes, se le inculcó cierta predilección por la violencia. No había nacido así, continuaba este relato, lo que me permitía creer que muy en el fondo había un alma buena. El cuento del bribón cariñoso encandila a muchas mujeres. Él había cultivado una estilizada masculinidad de Raging Bull (Toro Salvaje) que juzgaba romántico el estallido de un temperamento explosivo y la apasionada disculpa subsecuente. Todo esto, sin embargo, estaba reservado para alguien especial, aunque lo cierto es que él se la pasaba de flor en flor. Las mujeres eran para K trofeos de colección. Y debía saber cómo librarse de las demasiado pedigüeñas, empalagosas, locas o regaladas: era una mentalidad de “Péscalas antes de que ellas te pesquen a ti”. Insistía en que buscaba a la “elegida”, pero creo que ésta era su forma de no dar tregua a las mujeres, para que compitieran por ocupar ese puesto.

      Aun así, la abrumadora sensación que yo tenía de K era que me comprendía, que lo entendía todo. Parecía muy experimentado. Quizás esto se debía a que era mayor, o a que se mostraba más seguro que yo o cualquiera de los chicos que trataba, aunque también a que él era en cierto modo terreno conocido para mí. Percibía cierta continuidad en su naturaleza: había muchas semejanzas entre su sociabilidad, su humor de “Haría cualquier cosa por conseguir una carcajada”, y la actitud bulliciosa del lado materno de mi familia, lo cual me agradaba. En mis lluviosos años noventa de descontenta música grunge, él había aparecido con sus pantalones caquis y una radiante camiseta blanca, como salido de la costa este en la época de A Bronx Tale. Yo pensaba en cómo hacerlo reír, cómo referirle los sucesos del día. Cada canción tenía que ver con él. En un disco que compré a precio rebajado escribí Fifteen minutes with you / oh I wouldn’t say no, cita de una canción de los Smiths, y se lo regalé como tarjeta de cumpleaños.

      Justo en ese periodo de nuestra relación llegó de visita mi hermana Anya. Con sus largas trenzas rubias y su cara de niña, se veía demasiado joven para que la dejaran entrar a los bares, así que bebíamos alcohol y fumábamos marihuana en casa y salíamos a pasear y comer burritos. Nos echábamos en la sala a platicar y llorar por el divorcio de nuestros padres y los dramas de la adicción de Lucia, y le confié que estaba muy enamorada. También lloramos por eso: por el amor, la sola idea de él, que yo hubiera crecido tanto para encontrarlo. ¿Había algo más preciado en este mundo? Sé que parece una locura, gimoteé, pero siento que mi vida ha cambiado.

      Cuatro meses después de que me enamoré de K —ocho desde que me mudé a California con mis amigas—, el teléfono de la cocina sonó a medianoche. Era Anya, que castañeteaba notoriamente los dientes.

      ¿Dónde estás?, pregunté.

      En casa, le temblaba la voz. Yo

      ¿Qué sucede?, insistí. ¡Lucia!, pensé, con respiración entrecortada. ¿Qué es, Anya? ¡Dímelo!

      Lorenzo murió anoche, respondió. De sobredosis. No estaba con Lucia, no estaba en casa, pero ella está alteradísima. Mamá y papá acaban de marcharse a la ciudad para traerla.

      Una punzada de temor me sobrecogió y dobló mi cintura. Lucia y Lorenzo vivían juntos. Estaban locos el uno por el otro. Tenían planeado casarse el mes siguiente. Parpadeé y lo imaginé azul, tieso. No como lo vi la última vez, descalzo y sin camisa, bronceado y feliz, mientras le daba una larga chupada a un cigarro en el departamento de la Tenth Avenue al que acababan de mudarse. Tenía veintiún años.

      Había escuchado en demasiadas ocasiones que mis padres reprendían o imploraban a Lucia para recordarle que bastaba con un solo tropiezo, que esto era cuestión de vida o muerte. Ahora había sido de muerte, la cual se había anunciado sola y nos advertía, en forma abrupta e irrevocable, que era mucho lo que estaba en juego.

      Mi padre pasó a recoger a mamá en la miniván Nissan negra que aún tenía, el auto familiar al que llamábamos el “coche de caballos”, y ambos iban de camino a Brooklyn. Mi madre temía que Lucia se quitara la vida en el ínterin. Miró a Anya a los ojos antes de que partiera con mi padre, le pasó el auricular y le dijo con tono solemne: No cuelgues este teléfono hasta que oigas mi voz al otro lado.

      ¿Así que hablaste con Lucia todo este tiempo?, pregunté.

      Sólo lloraba, dijo. Lloró tanto que no le entendí nada.

       ¿Estás sola ahora? ¿Te encuentras bien?

      Rebecca se iba a quedar a dormir, contestó. De repente le llamó a su mamá para que viniera a recogerla.

      ¿Querías que se quedara?, proseguí.

      Todo era demasiado raro… calló. No sé. Seguro se habría quedado, pero pronto regresarían con Lu, y ella está destrozada.

      Su sangre fría era inquietante. ¿O se trataba de insensibilidad? Quizás estaba en shock. Protegida contra los peores problemas de la familia, era probable que no habría visto venir esto. Aun así, hasta entonces no conocíamos a nadie que hubiera muerto joven. ¿Cómo podía estar sola en casa y pensar en el cadáver fresco del querido Lorenzo de Lucia sin sentir un temor que le calara los huesos? Pensé varias veces en esa conversación de mis hermanas, una pequeña burbuja en un trauma muy doloroso, aquellos cuarenta minutos entre las dos, a cinco mil kilómetros de mí. Una joven de dieciséis años que buscaba palabras para curar la herida de la pena más reciente de su hermana mayor.

      Volaré a casa, le dije. Voy para allá. Empacaré ahora mismo y estaré ahí lo más pronto posible. Pero no me cuelgues ahora. Te acompañaré hasta que lleguen a casa.

      No es necesario, dijo con un hilo de voz, cargada de firmeza pese a todo. Estoy bien. Acá nos vemos.

      En el departamento de San Francisco, me sumergí estupefacta en un baño de agua tibia bajo el reflejo deslumbrante de la débil luz del techo en las molduras nuevas. Rachel y Kat se sentaron en el suelo junto a la tina y no cesaban de mirarme. Mis padres llamaron cuando volvieron a casa, y luego él compró para mí un boleto de emergencia y llamó otra vez para darme los detalles. Las chicas me llevaron al aeropuerto y me despidieron con un fuerte abrazo. Llama cuanto quieras, dijo Kat y me apretó las manos por última ocasión. Llama todo el tiempo. Rachel tomó mi cara entre sus manos y me besó en la boca. Te quiero y sé que eres valiente, me dijo. A tan temprana hora, todo se movía en el aeropuerto. Un aroma a café ordinario llenaba el amplio y largo espacio. Compré un periódico y traté de resolver el crucigrama. Escribí en mi diario sobre la heroína, que ahora me sujetaba con su zarpa al otro lado del país y me reclamaba en casa. Mi idilio —la fantasía de distancia constituida por California— me había sido arrebatado por ella. Antes de salir, le llamé a K desde un teléfono público y le dije que no sabía cuándo regresaría ni si lo haría.

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      Capítulo cinco

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