Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
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Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

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СКАЧАТЬ y mi falda, caminé hasta la puerta, la cerré con llave, di la vuelta al letrerito de abierto y guie a K a la bodega del fondo, donde tuvimos un rápido y jadeante encuentro sexual sobre una pila de cajas llenas de sujetalibros de cerámica envueltos en papel de seda y que, en forma de manos unidas en oración, yo desempacaría sonriendo al día siguiente.

      Tal como deben hacerlo los jóvenes, yo coleccionaba experiencias, las examinaba de revés, las superponía unas con otras, las comparaba. Y entonces llegó esto. La sensación de mi cuerpo al tensarse mientras la inmensa mano tatuada de un hombre (¡una mano tatuada!, eso no era muy común en los años noventa), su calor animal, se posaba en mi cintura y con un suave movimiento de dedos me empujaba para besarme. Mi vida empezaba al fin.

      Es difícil recordar la clase de placer que sentía durante un episodio sexual. Cuando era joven, siempre se me complicaba saber si disfrutaba de la experiencia o nada más me sentía deseada, lo que en ese tiempo era casi todo. Como las demás actividades atrevidas de mi existencia, el sexo producía una intensificación vaga, una excitación que era puro nerviosismo, el escalofrío del miedo y la incertidumbre. Era la misma estremecedora sensación de riesgo que me procuraba el punk rock, cuando veía tocar en vivo a ciertas bandas o cuando, en octavo grado, compré un casete de la banda Dayglo Abortions titulado Feed Us a Fetus y en cuya portada Nancy y Ronald Reagan sonreían frente a un platón con un bebé ensangrentado. Me gustaba que mi corazón se acelerara, esos simbólicos y privados actos de romper moldes, momentos en los que pensaba: ¿Tengo autorización para hacer esto? Me sentía levemente enferma cuando, sorprendida, me daba cuenta de que sí podía hacerlo, de que en realidad podía hacer lo que quisiera. Estar con K tuvo siempre esta cualidad salvaje. La ciudad la tenía. Quizá mis amigas y yo sólo teníamos dieciocho años y tiempo de sobra, y cuando salíamos de trabajar no había nada que nos reclamara, ni tareas ni entrenamientos de futbol ni padres. Esas horas de libertad eran como dinero extra que nos quemaba las manos. Ansiábamos tener dificultades, nuestra inminente edad adulta era un resfriado que deberíamos cuidar. Ahí vertíamos caramelos, cocteles, chicos, viajes a la playa y recorridos cortos en los que rogábamos que el pequeño Honda subiera las pendientes empinadas y sin barras de contención. Nos encariñamos con los sabores peculiares del mal arte del área de la bahía que se exhibían por doquier con aires de seriedad e íbamos a los grandes museos y veíamos buen arte, y al cine Roxie cuando salió Kurt & Courtney, y a las drag queens que serpenteaban por los acordonados accesos enfundadas en baby dolls y lápiz labial de ponche de frutas. Fumábamos hierba de la costa oeste, ofrecida en frescos y húmedos racimos de los que podías arrancar una pieza como si desprendieras un trozo de un pan. Igual que la flora y los productos del campo de California, parecía más verde, más viva que la de casa, y el viaje era tan fuerte que a veces yo tenía que encerrarme en el baño y verme al espejo, sentir mi cara, admirarme de la grasosa magnificencia de mi fealdad en tercera dimensión y pensar: Aguanta, aguanta, cálmate, esta sensación pasará. También pensaba: ¿Esto es grato? ¿Me divierto? Las cosas tenían entonces una apariencia ilegal, como si te estuviera vedado llamar para pedir ayuda. Había un entusiasmo quimérico y cierto temor en esa expectación, en ese no saber. El tiempo y la oscuridad eran de otra clase, ¿no? Sin teléfonos celulares, mensajes de texto ni mapas, salíamos a la noche con la esperanza de encontrarnos con lo mejor.

      A pesar de todo su afecto, en mi relación con K había también un componente agresivo. El lado opuesto de su caballerosidad —con la que me hacía sentir especial y elevada, una dama de otro tiempo— era su machismo. Mantenía la creencia de que hombres y mujeres pertenecen a equipos contrarios y están condenados a no entenderse nunca y lastimarse entretanto. Esto no era algo inarticulado que yo dedujera de nuestra dinámica; lo proclamaba a los cuatro vientos, era un principio esencial de su visión del mundo. Cuando un amigo le llamó en una ocasión a altas horas de la noche para contarle que su novia lo había engañado, respondió escuetamente: Bueno, eso es lo que sacas por confiar en una mujer, frase que resonó con crueldad en mis adolescentes oídos y que me dejó atónita por más que ya supiera que los hombres hablaban así de nosotras, como si fuéramos agentes dobles o una fuerza invasora por repeler. Estaba acostada en su colchón y veía su espalda en lo que él oía los infortunios de su amigo. Un par de minutos más tarde volteó a verme, me hizo señas de que se aburría y entornó los ojos para indicar que la conversación era fastidiosa, intentaría concluirla y en breve estaría conmigo, una joven que no era de fiar. Veámonos mañana para que te compre un helado, le dijo, e imaginé que, sentados en una banca, ambos reirían y se compadecerían de tener que lidiar con las mujeres y su maquinaciones, mientras cada uno lamía su cuchara y reducía módicamente su contenido a una masa redondeada y tensa, como los hombres acostumbran hacer. Sentí celos de su amigo, que atrajera su atención y oyera su franca cantaleta sobre las relaciones, algo que yo jamás escucharía de él. Sentí igual los celos indefinidos que con frecuencia experimentaba por los hombres por el solo hecho de que lo fueran, que no tuvieran una voz cadenciosa ni plagada de signos de interrogación y vivieran tan quitados de la pena.

      Pero también sentí pena por K: no era culpa suya. Lo habían educado de ese modo. Cargaba las heridas de una niñez en la que su madre lo adoraba y su padre lo alentaba a ser fuerte. Su papá era un italiano de primera generación que creció en Filadelfia durante la Gran Depresión, jugó en las ligas menores de beisbol y tocó el corno francés en la Sinfónica de San Francisco, con lo que logró combinar casi a la perfección el deporte y el refinamiento cultural, aun cuando K fue el primero en recordarme que los músicos sinfónicos son como cualquier otro y no se distinguen precisamente por su finura. Era alto, amable y bien parecido y tenía una marcada vena malévola que su familia hacía lo posible por evitar. Sus estallidos de cólera aterraban a todos. K era su preferido, el hermoso primogénito de católicos italianos —básicamente un semidiós— en quien el padre había puesto todas sus esperanzas. Esto significaba que lo presionó para que adoptara ideas muy estrictas sobre la hombría. Lo animó a que cultivara la fuerza física por medio del deporte. Cuando cursaba la educación primaria, en una ocasión no fue capaz de derrotar a un compañero abusivo; su papá le había advertido que no se molestara en volver a casa a menos que el director llamara para reportar su altercado, pero lo único que consiguió fue golpear al chico con su lonchera de Land of the Lost. Su padre lo llevó a un gimnasio de los bajos fondos y lo lanzó al cuadrilátero para que aprendiera a pelear. Aunque ese día lo molieron a palos, no abandonó su adiestramiento hasta que él fuera quien molía a los demás.

      Al final de una cita en una pastelería italiana, me contó que sus padres se quedaron perplejos cuando descubrió el heavy metal y el punk rock en los años ochenta. Rio mientras describía el horror en el rostro de su padre cuando vio la huella de una bota en su espalda después de un concierto. Su papá ya rebasaba los sesenta cuando K era un adolescente, así que ignoraba los rituales de un mosh pit. “¿Qué clase de películas ves?”, le gritó. La brecha generacional entre ambos se intensificó a medida que K se hacía hombre y su padre perdía el control sobre él.

      Al cabo llegué a ese momento que todos los chicos tienen cuando creen que pueden darle una paliza a su papá, sonrió mientras se zampaba nuestros cannoli y lamía el azúcar en las puntas de sus dedos.

      ¿Todos pasan por ese momento?, inquirí incrédula. Asintió y masticó.

      Sí, ¿cuando estás harto de que abusen de ti y piensas que por fin eres lo bastante grande para enfrentar a tu viejo? Todos lo tienen.

      ¡Ah!, dije. ¿Yo qué podía saber? Era una joven aficionada al estudio que no tenía hermanos varones. ¿Y qué ocurrió cuando hiciste eso?, pregunté.

      Me le eché encima y me rompió la nariz de un puñetazo, se tocó el tabique por instinto y pasó el índice y pulgar sobre el punto donde se le había torcido.

      Retrocedí indignada. ¿Tu padre te rompió la nariz? Perdóname pero eso es abuso de menores, sacudí la cabeza. ¡Qué horror!

      No, СКАЧАТЬ