Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
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Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

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СКАЧАТЬ tintineo de su risa me espantó: ¿era una confesión o una provocación? ¿Ignoraba que eso me asustaría? Me di cuenta de que solía estar dopada cuando nos llevaba y traía de la escuela en el viejo Saab plateado de mamá, pero como no quería meterla en problemas le pedí que me enseñara a conducir. La distancia era corta, de apenas un par de kilómetros, y yo estaba cerca de cumplir los quince.

      Lucia era glamorosa. Se hizo muy buena amiga de una chica británica igualmente glamorosa cuyo padre era profesor visitante en Princeton y se divertían más que nadie en la escuela. Veían episodios de Absolutely Fabulous y teñían su cabello con los mismos colores que Patsy y Edina. Compraban cigarros a un metalero que rellenaba de cajetillas el estuche de una guitarra y fumaban donde lo hacían los chicos sofisticados, en el área que llamábamos Varsity Smoking. Lucia contrajo mononucleosis una primavera y permaneció en casa un mes, lapso que aprovechó para broncearse en la azotea y oír a St. Etienne en una radiocasetera enorme.

      En la única ocasión en que nuestros padres nos dejaron solas de noche, dio una fiesta en el jardín. Era verano y mis papás habían ido al norte a recoger a Anya de su primer campamento fuera de casa. Durante esa fiesta improvisada, los asistentes se multiplicaron como una nube de insectos —¿de dónde salieron tantas personas que yo no había visto nunca?—, mi novio y yo pasamos en medio del humo que envolvía a la gente y subimos a contemplar el libertinaje desde la ventana de una de las habitaciones.

      Cuidarán la casa y serán responsables, ¿verdad, preciosas?, había dicho mi madre esa mañana y Lucia asintió tan convincentemente que incluso ladeó la cabeza para cuestionar esa pregunta. ¡Claro que sí, madre!, respondió con acento santurrón. Ahora la veía en una silla del jardín rodeada de admiradores y encaramada en las piernas de un patinador.

      ¿Eres hermana de Lucia?, me preguntó un chico poco después de esa fiesta con una expresión que resumía todo lo que eso significaba para él. ¿Qué significaba? ¿Que yo era increíble, que era una chica fácil o que al fin había ya una casa para las fiestas?

      , contesté.

      Levantó las cejas y sonrió.

      A pesar de la incertidumbre y el temor que provocaba, Lucia era lista y brillaba con una astucia envidiable, así que cuando se trataba de que hiciera algo o de que obtuviese una buena calificación, lo lograba siempre a última hora. Hacía que las cosas parecieran fáciles. A menudo se sentaba ya tarde a la mesa del comedor, cuando la casa estaba en silencio, para tomarse la molestia de hacer sus tareas, y era tan lista que las terminaba en quince minutos. Una vez despertamos y descubrimos que durante la noche había horneado dos charolas grandes de magdalenas perfectas. ¿Qué es eso?, le pregunté. Es para la clase de francés, respondió con indiferencia. Tengo que hacer una presentación. Cuando llegó el momento de que ingresara a la universidad, puso todo su empeño en que se le admitiera en Tisch, la competitiva escuela de teatro de la New York University. La noche anterior a su audición no durmió, para aprenderse el monólogo de Ofelia en Hamlet —¡Oh, Señor, Señor, era tanto el miedo que sentía!, exclamaba en la cocina mientras yo guardaba mi almuerzo— y fue aceptada, claro está. Cuanto más se sumergía en la adicción, menos comunes eran episodios como éste, a pesar de que nunca perdió del todo su magia. Esto formaba parte de lo que mantenía viva la esperanza en nuestra familia.

      Capítulo tres

      Cuando tenía cinco o seis años, le pregunté a mi madre acerca de la religión. Me intrigaban las iglesias de la ciudad, a cuyo alrededor los fines de semana se aglomeraran adinerados feligreses de cabello rubio vestidos con prendas de lino o de color gris. ¿Qué es la iglesia?, dije y me contestó que era un lugar donde iba la gente a practicar su religión. ¿Y qué es la religión?, insistí, lo que volvió necesario que hiciera una pausa.

      Un montón de hermosas imágenes e historias, respondió por fin. Algunas de ellas son horribles. La gente las ha contemplado desde hace mucho, para darle sentido al mundo.

      ¿Son verdad?, pregunté.

      No, respondió sin pestañear.

      Años más tarde cambió de piel y dejó la vida doméstica para regresar a la escuela y hacer un posgrado en historia del arte. Algo se agitaba en su interior. Meses atrás había arrancado de una revista una reproducción de una piscina de David Hockney —de un azul monocromático, más lavanda que aguamarina—, que fijó con un imán en el refrigerador debajo de un recorte de periódico que decía: “Hay otros mundos”.

      Mientras ella leía o consultaba libros, mis hermanas y yo jugábamos a las escondidas entre los pupitres de la biblioteca de Rutgers, hacíamos excursiones al bebedero en el pasillo y en el trayecto arrastrábamos sobre la alfombra nuestros zapatos deportivos con velcro para producir estática y administrarnos pequeñas descargas eléctricas. Mamá nos lanzaba una mirada severa si hacíamos demasiado ruido, y en respuesta nos callábamos unas a otras. Después de cenar, a veces nos reclutaba para que la interrogáramos para sus exámenes, con base en una enorme pila de tarjetas en las que, con su eficiente y hermosa caligrafía, había escrito nombres de pintores, y al reverso, los de sus cuadros. En mi memoria, ese cúmulo de tarjetas me llegaba a las rodillas, pero es imposible que haya sido tan alto. Algunas imágenes de sus libros —todas esas bellas imágenes e historias de ángeles, pechos y fuego— eran las mismas a las que había aludido aquel día que hablamos de religión.

      Escribió su tesis sobre la forma en que las mujeres fueron representadas durante la expansión al Viejo Oeste, y por un semestre hubo regados por toda la casa o amontonados en la mesa del comedor libros que retrataban a esas almas agobiadas. Las luchas y los sueños de las mujeres eran un tema incesante en nuestra casa. Ahí estábamos las tres hijas —patitos que daban sus primeros pasos en fila— y nuestra madre y sus tarjetas, y todas teníamos un gran anhelo de eso. En su tesis de maestría, rescatada de una caja en una de sus mudanzas posteriores a su divorcio, ella intentó reconocer la profunda vida interior de mujeres que habían sido pintadas sin consideración alguna de su complejidad y humanidad. La valerosa familia pionera fue el principal agente “civilizador” en el centro de la violenta doctrina racista del Destino Manifiesto, pese a lo cual las mujeres al timón fueron retratadas (por hombres) como desprovistas de capacidad para actuar. Muchas de ellas eran pequeñas y periféricas, meras pizcas de feminidad que representaban algo que nunca llegaban a ser. Los pintores de la frontera se valieron de la iconografía cristiana, y mi madre catalogó sus figuras femeninas como “Madonnas fronterizas”, “paridoras felices” y “cautivas”. A continuación usó la información vertida en los diarios de las pioneras para demostrar que sus experiencias habían sido intensas y difíciles. A sus desdibujados rostros y faldas azotadas por el viento añadió los detalles de su cansancio, determinación, esperanza y temor. Afirmó que poseían tanta destreza como sus intrépidos esposos cazadores, a quienes, junto con sus caballos, se les representaba siempre en acción: erguidos, dinámicos, fuertes. La tesis de mamá fue un admirable acto de recuperación.

      Crecí sobre la base de que el león no es como lo pintan. Se me educó para que viera con interés la historia de las mujeres, y en particular los espacios en los que todo indicaba que debía haber una historia de mujeres pero no había ninguna. Supongo que mi madre me preparó para que recordara que hay otros mundos; para que cuando viera a la mujer inmóvil en la ventana, me preguntara sin falta cómo había sido su vida. Crecí embelesada por anécdotas de mujeres, y en todas partes se me aparecían las manifestaciones de su esfuerzo, aun si los hombres fingían que su existencia no dependía de ese andamiaje. Sin embargo, lo que más me impresionaba era su furia.

      A los trece años, mis amigas y yo nos volvimos riot grrrls. Nos movían nuestras hormonas, nos cocinábamos en nuevas vergüenzas corporales, asimilábamos las experiencias de agresión sexual que ya habíamos tenido СКАЧАТЬ