Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
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Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

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СКАЧАТЬ tenía una vibración estilo Manson peculiarmente siniestra, la prolongada resaca de los distantes y asquerosos hippies, quienes se habían metido demasiado ácido y estaban reducidos ahora a un ejército desaliñado con prendas de apagados tonos del arcoíris, ojos desvaídos y caras curtidas. La paz y el amor se habían avinagrado. San Francisco, Oakland, Berkeley y hasta Marin eran lugares en los que podías conocer a alguien, sumergirte en una conversación y no darte cuenta durante veinte minutos de que estaba más loco que una cabra. La completa demencia de una persona era una revelación que emergía de manera lenta e informal, lo que la volvía más estremecedora aún.

      La ciudad parecía asimismo recién devastada por el sida, el terror que agitaría mi juventud. Por todos lados había rostros con la sombra del dolor y la enfermedad, y en muchos sitios prevalecía una sensación de trauma. La calle Castro, donde yo pasaba casi todo el tiempo, era una suerte de cementerio, asediada como estaba por vidas que se habían extinguido rápida, dolorosa y absurdamente. Yo trabajaba entre jóvenes que habían perdido a su grupo de amigos.

      Cuando Rachel, Kat y yo llegamos a San Francisco, fuimos recibidas por una querida amiga de mis padres, quien nos instaló en la sala de su casa, en las neblinosas Avenidas. En una calle donde predominaban las residencias pintorescas estilo Doelger de colores pasteles, la suya —pintada de negro con molduras rojas— era un oasis gótico, el lugar perfecto en el cual caer. En las mañanas estudiábamos los anuncios clasificados en la cocina, de un vivo color salmón, hacíamos llamadas telefónicas y después viajábamos por la ciudad en busca de un departamento, y nos volvíamos fugazmente presentables para brillar y sonreír en entrevistas de trabajo de veinte minutos en pos de un empleo en servicios o ventas. Desdoblábamos y volvíamos a doblar nuestro mapa hasta una docena de veces al día. Al final hallamos un departamento de tres recámaras en Fourteenth Street, entre Guerrero y Valencia, que nos costaría al mes cuatrocientos dólares por persona, y cada una consiguió aparte dos empleos.

      En ese tiempo no había aplicaciones para meditar ni aguas de carbón activado. Para que nos sintiéramos sanas y llenas de vida, comíamos ensaladas repletas de germinados, alubias y aguacate, bebíamos smoothies de frutas dulces y hacíamos largas caminatas, durante las que examinábamos las diferencias culturales entre este espacio y nuestro lugar de origen, algunas de ellas menudas y discutibles y otras lo bastante llamativas para ser explicadas en detalle a lo largo de varias manzanas. La música punk de la costa este se había vuelto más ingeniosa y estilizada y se inclinaba a lo gótico; todos sus seguidores vestían de negro. Aquí, en contraste, el estilo de los punks tenía un toque circense. En el efervescente barrio de Mission, de colores como de confitería, la apariencia de las chicas era especial. Vestían viejas faldas de tubo que no les ajustaban bien, sudaderas muy grandes y botas vaqueras que les llegaban a media pantorrilla y dejaban ver la mitad de sus velludas piernas. Su cabello magenta estaba permanentemente enredado. Algunas mujeres usaban camisetas deportivas y bigote y te invitaban un trago si recorrías Lexington con el aspecto de que llevaras incrustado en el hombro un chip de tu ciudad natal, alguna porquería interesante que ofrecer. Escribían poesía y tocaban punk folk. Nosotras vivíamos a apenas unas puertas de Red Dora’s Bearded Lady, y yo me enamoré de las chicas hombrunas y los chicos trans igual de presuntuosos que los idiotas que con frecuencia me atraían. licor por delante, póker por detrás era el rótulo en la camiseta de esa cafetería, complementada con los iconos de la cultura del tatuaje de los noventa: flamas, dados y bailarinas.

      Me enamoraba con vehemencia. Quería que una de esas mujeres barbadas me salvara, e incluso que me rompiera el corazón. Pensaba: ¿Qué tal si estuviera con un chico fuerte y atractivo cuyo delicado núcleo emocional —cuyo corazón—, cuando lo mordiera, fuera de mujer? ¿Qué tal si jugara a ser la cuidadora estrella de un macho vestido de camiseta blanca que no lamentara el bagaje de haber nacido hombre? Esto no sucedió nunca, supongo que por miedo de mi parte. Todo indica, sin embargo, que ya sabía que la masculinidad que me subyugaba no pasaba de ser una actuación endeble, cualquiera que fuera el género de la persona. Pese a todo, tenías que reforzarla, actuar como si fuera auténtica, para que pudieras desempeñar tu papel y cumplir tu propósito.

      Aprendía de igual modo acerca del sexo casual, de la informalidad en general. Que si querías que se te juzgara sofisticada, tenías que actuar como una persona sofisticada, en el sentido de ser indiferente e imperturbable. Practicaba esto con los hombres que buscaban mi atención, como Miguel, un muchacho guapo con el que trabajaba en la tienda de discos, quien flirteaba conmigo en la oficina y una vez metió en la bolsa de mi chamarra un mensaje garabateado en una nota de la caja registradora que decía, con letras mayúsculas de escuela de diseño, si me haces caso, verás. Yo me hacía la tonta, ni siquiera le dije que había recibido su recado, el cual pegué de todas formas en una página de mi diario con un trozo grueso y brillante de cinta canela. Aún fingía demencia ante él, pese a que nos rondábamos uno a otro, y en un par de semanas la tensión creció al punto de que una noche el timbre del departamento sonó a las dos de la mañana. Fue tal el escándalo que Kat despertó también, y emergió de su recámara con ojos somnolientos; entraba a trabajar a las seis a la cafetería del Sunset. Rachel salió igualmente de su cuarto, aunque estaba bien despierta, llevaba puestos unos diminutos shorts de terciopelo color durazno y sostenía una plumilla. ¿No te has dormido?, le pregunté, por más que solía desvelarse y levantarse tarde. Trabajaba algunas noches en It’s Tops, un restaurante que daba servicio todo el día y donde usaba un uniforme rosa y negro que llevaba bordado en el pecho el nombre de bonnie, su identidad como mesera. Estoy dibujando un ave. ¿Quién será?, dirigió el mentón a la puerta y entrecerró un ojo. Creo que me buscan, enfilé hacia las escaleras. Si no vuelvo en cinco minutos, bajen. Rachel me había protegido desde que nos conocimos en cuarto grado, así que nada más resopló, dijo: No te preocupes, y se retiró a su recámara. El edificio donde vivíamos estaba apartado de la calle, y si deseábamos que alguien entrara teníamos que atravesar un largo callejón para abrir la reja. Ni siquiera me había puesto unas sandalias, pero por un momento agradecí que se me hubiese ocurrido acostarme con un bonito camisón amarillo y crucé descalza el callejón, haciendo ruido con los pies en el concreto. Un carnoso golpeteo resonó en las paredes del estrecho pasaje. Abrí la puerta y ahí estaba Miguel, quien sonreía a fuerzas, como si se disculpara por la hora o por su estado; se tambaleaba al tiempo que hacía todo lo posible por quedarse quieto y me miraba con ojos vidriosos. Dejé que me siguiera. Sabía a cigarros y tequila y me cogió como un tren de carga en el colchón sin sábanas de mi cuarto, tan reducido como un armario, mientras me susurraba al oído palabras en español. Más tarde tomamos grandes tragos de agua de la llave, en vasos de medio litro.

      Al día siguiente, todo transcurrió con naturalidad entre nosotros. Él posaba ocasionalmente una larga y pícara mirada en mí, o me guiñaba un ojo cuando pasaba a mi lado en los angostos pasillos de los discos compactos, pero en general actuamos como si nada hubiera ocurrido. Yo saboreé la sensación de tener un secreto, y de saber que ese secreto era de sexo. ¡Qué bien nos habíamos entendido en la cama! Además, el sexo revelaba ser un espacio en mi mente donde podía esconder las imágenes de noches como ésa, llenas de intriga, ruidos, matas de cabello y humedades, momentos de mirar, ansiar y liberarse. Cargadas de oscuridad. De un sinfín de lunares y orificios, de minúsculos sonidos. El acto mismo había sido de lo mejor, creo que lo disfruté en verdad. Pero saboreé más todavía el rollo estelar que repasé en mi mente todo el día. Era como el dolor en mi cuerpo: la secuela, el recuerdo, la parte de la experiencia que me pertenecía sólo a mí. Algo desconocido, ingobernable, a lo que tenía derecho. Sentí que me lo había ganado. Esto era lo que recibías a cambio de tus horas insomnes al amanecer cuando descubrías que, acostado junto a ti, estaba alguien que habrías preferido no ver en tu cama.

      A pesar de que Miguel fue por un tiempo un buen amante, no congeniamos. Yo tenía otros encuentros menos apasionados, menos compartidos, así que de manera simultánea aprendía qué se sentía permitir que sucediera algo que no querías o avergonzarte horriblemente de alguien con quien habías pasado la noche. Había sesiones desangeladas con desconocidos, chicos con los que mis amigas y yo tropezábamos cuando íbamos a desayunar a la Sixteenth Street, y de quienes nos reíamos СКАЧАТЬ