Pego el grito en cualquier parte. Christian Spencer Espinosa
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СКАЧАТЬ un tercer aspecto importante fue alcanzar a dominar el baile. Este grado de conocimiento coreográfico y la capacidad de improvisación me permitieron participar en cualquier sala de baile y espacio cuequero. Saber bailar implica muchas cosas en el mundo de la cueca, pero la más importante es la posibilidad de integrarse a las audiencias y construir redes sociales, llegando eventualmente a codearse con los músicos y, en varios casos, a convertirse en uno de ellos. Así, me di cuenta de que el observador que participa de la tradición lograr alcanzar un nivel de integración mucho mayor que el simple observador. Como dicen los músicos, una vez adentro de este mundo “no se sale más”. Esta integración ayuda a mantenerse informado, a tener confianza para cantar cuecas a viva voz, a tocar instrumentos mientras se escucha o se baila, a intercambiar discos, a tener contacto corporal con otros, a conocer a cultores, a establecer relaciones sociales o simplemente a opinar sobre el género en toda su dimensión. En pocas palabras, saber bailar genera recursos para el conocimiento de la tradición y para la vida cotidiana, ya sea dentro o fuera del escenario.

Ensayo del conjunto Los Príncipes.Mayo de 2012, Santiago.Imagen colección personal del autor.

      La presente investigación se enmarca entre los años 1990 y 2010, un período de intenso cambio en la sociedad chilena. Aunque en varias partes aludo al período que va desde 1930 a 1970 (capítulos 2, 4, 5 y 7), el estudio de esta época tiene por objeto explicar procesos ocurridos posteriormente, no centrar la discusión en el pasado. Las fechas de 1990 y 2010 corresponden a hitos fundamentales para el país y en particular para la sociedad santiaguina, que en esos años vive transformaciones que no había tenido en medio siglo.

      El año 1990 marca la llegada de la democracia, una nueva era social, política y cultural que cierra el fin de una dictadura de diecisiete años durante la cual la diversidad cultural fue intervenida y maniatada. Al instalarse el régimen militar, los lugares de baile y los horarios permitidos para la diversión pública fueron restringidos (por más de una década) y la institucionalidad cultural para el rescate, difusión y preservación de la música chilena fue cancelada en favor de una política cultural no consensuada. A partir de 1990 se flexibilizan los horarios de diversión, se crean estímulos a la creación (como el Fondo Nacional de las Artes, Fondart, creado en 1992), reaparecen o nacen algunos locales de baile, se desarrollan políticas de fomento de la mujer (ine y sernam 2004) y se implementan nuevas medidas de planificación urbana que reconfiguran socialmente el centro de la capital. Además, se crean centros culturales de gran dimensión (Mapocho, Balmaceda, Chimkowe) y nace la primera Comisión para la Cultura, encargada de proponer una institucionalidad cultural. Esto deriva en la creación de una nueva estructura cultural que rige a partir de 2004 (Garretón 2008) y que es el eje en torno al cual se desarrolla la cultura hoy. Es la época de la “democratización de la cultura”, cuyo rasgo principal es “eliminar los residuos más destacados de lo que fue la política cultural de la dictadura” y “responder a la naturaleza de un proceso de democratización política en el campo de la cultura” (Garretón 2008: 84).

      Desde el punto de vista político, historiadores, sociólogos y antropólogos coinciden en referirse al período 2000-2010 como una época de intenso cambio y profundo malestar social. Si bien los años noventa son un período de ajuste y nostalgia por el pasado, varios aspectos fundamentales de la dictadura se mantienen casi intactos, como la Constitución Política, el modelo económico de libre mercado, el sistema electoral, la centralización del país en la capital y la hegemonía de una elite económica por sobre la ciudadanía (Garretón 2012). Como expresa el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón en 2007, lo que ocurre es que

      estamos atados todavía a una cierta época, no hemos dado el salto que nos permita pensar en el país como un proyecto hacia el futuro que recoge la memoria del pasado. Estamos atados a las herencias y trampas del pasado, en lo que podríamos llamar la época postpinochetista (p. 208).

      En el campo de la música la época pospinochetista es una etapa de cambio. En este período aumenta el consumo cultural de la población (INE 2006, Cfr. Torche y Catalán 2005), la tenencia de objetos culturales —incluyendo instrumentos (CNCA 2007)—, se crea el Premio Altazor de las Artes Nacionales (2000), resurgen los actos culturales públicos masivos (que derivan en la instalación de “carnavales culturales” desde 2001) y aparecen las primeras publicaciones que aluden a un canon de la música popular chilena (Advis y González 1994, Advis et al 1998).

      En el ámbito de los “estudios de cueca chilena”, este período constituye el momento más fecundo de escritura de toda su historia: aparecen los “nuevos” estudios de cueca, se publican los primeros Cancioneros de largo aliento (como Claro et al 1994, Figueroa 2004 [aquí citado en su edición de 2006] y el sitio web Cuecachilena.cl) y se escribe la primera tesis de posgrado sobre la cueca urbana (Torres 2001).

      El año 2010 constituye otro momento decisivo para la sociedad chilena. El año se inicia con el segundo terremoto más grande de la historia del país (27 de febrero), que es además el sexto sismo de mayor intensidad de la historia del planeta. Este hecho desastroso —que para algunos constituye solo un hito geográfico— es un aspecto propio de la identidad musical chilena, que se suele definir a partir de “su peculiar condición de aislamiento geográfico y circunstancias históricas” (Claro 1986: 255). Para los países que poseen una condición económica dependiente del mar y los minerales, como Chile, los terremotos son no solo una reconstrucción de la geografía sino también una redefinición de la economía y del paisaje, es decir, del desarrollo social del país. Si bien este hecho no tiene relación directa con la cueca, su presencia es parte fundamental de los discursos acerca de la identidad lejana y telúrica de la sociedad chilena (Larraín 2001), que se percibe a sí misma como solitaria, “desilusionada” y en constante búsqueda de una “utopía” social (Bengoa 2006: 24). El terremoto, en suma, nos recuerda nuestro carácter insular y efímero, nuestra perpetua necesidad (y deseo) de modernización, y la sensación traumática de estar desprotegidos frente a la naturaleza y la adversidad. La fuerza de la geografía en la identidad del país, por tanto, convierte a los terremotos y maremotos en marcos históricos delimitadores de la historia nacional y la cultura y, en cierto modo, en un momento de redefinición de su (aparentemente) fragmentada identidad (Duque 2011, Cfr. Bengoa 2009: 27).

      Dos semanas después de este evento, el exsenador de Renovación Nacional Sebastián Piñera asumió el cargo de presidente de Chile para el período 2010-2014. Piñera fue el primer presidente de centroderecha democráticamente electo en más de medio siglo de historia. Su elección representa la superación hipotética del trauma de la dictadura, el fin de veinte años de políticas culturales de centroizquierda y la llegada de una cultura de derecha. Todo esto provocó un cambio radical en la escena cultural santiaguina, que se vio confirmado al año siguiente con el inicio de la mayor movilización estudiantil conocida desde los tiempos de la dictadura. Esta movilización es la misma que condujo a la derrota a la derecha en 2013 y al advenimiento del gobierno de izquierda más reformista de las últimas décadas, el de la doctora Michelle Bachelet.