Название: 1968: Historia de un acontecimiento
Автор: Álvaro Acevedo
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9789588956978
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El intelectual comprometido de la revolución
En una acepción general se puede nombrar como intelectual a quien trabaja con la inteligencia. De manera que quien escribe habitualmente en los impresos de una época realiza un trabajo intelectual. Un profesor o un estudiante también caben en esta definición. Pero una categoría tan general expresa matices y énfasis ideológicos y culturales a lo largo del tiempo44. Más allá de una definición ahistórica y atemporal, es necesario recordar que no hay un modelo de intelectual para todos los espacios y tiempos, sino que es preciso hablar de intelectuales en concreto, tal y como lo sugiere Gramsci a principios del siglo XX.
Al seguir a Norberto Bobbio, se dice que los intelectuales son aquellos sujetos que dedican su existencia al trabajo simbólico y para quienes la transmisión de un mensaje es una ocupación habitual y consciente. Un intelectual también es aquel quien, a través de ciertas formas de saber –sean doctrinas, principios o códigos de conducta–, ejerce cierta influencia en el comportamiento de los demás, estimulando o persuadiendo a los diversos miembros de un grupo o sociedad a realizar una acción. A diferencia del poder económico o político, el poder ideológico, propio del intelectual, se ejercita con la palabra, y en especial a través de signos y símbolos45. La historicidad y la neutralidad conceptual son dos de los aportes de este pensador italiano en la construcción de una definición amplia y operativa para comprender a los intelectuales de finales de los años sesenta e inicios de los setenta.
Dedicado al mundo del saber y de la manipulación de símbolos y signos, el intelectual pertenece a un contexto específico; es producto de sociedades concretas, condición que no puede conducir a afirmar de manera taxativa qué debe hacer un intelectual o cuál es su posición frente al poder. El intelectual puede ser un crítico permanente del poder per se, pero también un sujeto afín a las estructuras del poder. Al partir de una concepción de cultura no solo como acumulación o recepción de saberes, sino como producción, Bobbio define al intelectual como un hombre de cultura, es decir, no simplemente como aquel erudito que ha acumulado una serie de conocimientos, sino como el que, en medio de su contexto, tiene la capacidad de adquirirlos y producirlos.
Otro de los aspectos sobre los que reflexiona Bobbio es la relación de los intelectuales con el poder. En una obra que sintetiza sus postulados sobre el tema, señala cinco posibles posturas que puede asumir el intelectual frente al poder: 1] los intelectuales mismos están en el poder; 2] los intelectuales intentan influir sobre el poder manifestándose desde fuera; 3] los intelectuales no se proponen otra tarea que legitimar el poder; 4] los intelectuales combaten con regularidad al poder, es decir, son por vocación críticos de este; y 5] los intelectuales no pretenden tener relación alguna con el poder, pues consideran que su papel no pertenece a la esfera mundana46.
Esta tipología plantea la existencia de intelectuales puros o apolíticos, intelectuales educadores, intelectuales revolucionarios y, por último, intelectuales del tipo filósofo militante. El primer grupo se distingue por considerar que cultura y política son actividades separadas entre sí, y, por lo tanto, en su labor no tienen por qué ocuparse de asuntos políticos. El intelectual y el político representan desde esta mirada instituciones importantes, pero diferenciadas dentro de la sociedad. En cuanto al segundo grupo, la relación cultura-política tampoco es igualitaria: en ella la cultura está por encima de la política, pero no para separarse de esta, sino para reflexionarla teóricamente. Desde esta relación, el intelectual ocupa la labor de educador en la sociedad y funge como sujeto que la reflexiona, pero que no gobierna.
El tercer grupo, el del intelectual revolucionario, se ejemplifica en la definición de Antonio Gramsci, caracterizado por asumir en su labor cultural una posición abiertamente política, en la que ser político es ser intelectual y viceversa. Por último, está el intelectual filósofo militante, que define su función como política, pero no desde los escenarios tradicionales de poder, sino como crítico de estos. Es una postura que nace desde las bases sociales, y en la cual cultura es un elemento que compacta los distintos sectores de la sociedad para generar una revisión de sí misma. Gracias a las reflexiones de Bobbio, el concepto de intelectual se hace más amplio y universal, alejado de los esquemas eurocentristas y metahistóricos.
En una dirección similar, el historiador Gilberto Loaiza Cano entiende al intelectual como aquel personaje que “produce, distribuye y consume símbolos, valores e ideas, por eso su obvio papel protagónico en el campo de la cultura”47. Estudiosos de la condición histórica de los intelectuales para el caso colombiano, como Loaiza Cano y Miguel Ángel Urrego, proponen cómo entre las décadas de los sesenta y ochenta del siglo XX el país es testigo de un nuevo tipo de intelectual, que ellos denominan como contestatario o comprometido. Aunque ambos autores establecen una periodización diferente del tipo de intelectual predominante en la historia del país, conciben la década del sesenta como una etapa de ruptura y compromiso con la revolución por parte de los intelectuales.
En un ambiente caldeado por el triunfo de la Revolución cubana y con la expectativa por el descubrimiento y creación de un camino más expedito al socialismo, las universidades colombianas y el mundo de la izquierda política sirven de marco para el surgimiento del intelectual comprometido. Aunque se reclame portador del pensamiento crítico, este modelo de intelectual sintetiza dogmas políticos y morales con altas dosis de vulgata marxista, condición básica para acceder al mundo del activismo político. La mezcla de razón y fe, adobada en un lenguaje acartonado y victimista, hace del intelectual comprometido con la izquierda un tipo especial: además de su destino en la insurgencia funge la mayoría de veces como un reproductor del dogma ideológico, más que como creador de nuevas y profundas interpretaciones del acontecer nacional48.
Con una posición, tal vez, menos taxativa, Miguel Ángel Urrego propone que solo para la década del sesenta se habla de un campo intelectual propiamente dicho en el país, pues los intelectuales de estos años propician una ruptura con el mundo político tradicional alineándose al espectro de la izquierda política. Para hablar del intelectual “contra el Estado”, Urrego señala cómo entre los sesenta y ochenta se dan procesos estructurales de cambio que permiten la emergencia de un campo cultural autónomo. Variables como la urbanización, el aumento de la matrícula universitaria, en especial en las ciencias humanas a las que acceden importantes sectores de las clases medias, entre otras, contribuyen a la configuración de un tipo de intelectual utopista y comprometido con el cambio social.
Sin embargo, el autor acota que la organización del “movimiento popular” de fines de los sesenta y principios de los setenta es el escenario propicio para que el intelectual comprometido despliegue no solo su potencial activista, sino su discurso y lógica particular con que interpreta la realidad nacional e internacional. La izquierda nacional, afincada en las universidades, motiva la ruptura con la mentalidad tradicional y conservadora que predomina en el país hasta mediados de siglo, en especial a través de la publicación de periódicos y revistas que sirven como medios de difusión de sus concepciones políticas y culturales. El conflicto estudiantil de 1971 es un momento cumbre en la ruptura e izquierdización de los intelectuales, además de la búsqueda de un nuevo orden simbólico, en el que la cultura es consustancial a la política. Esta resignificación modifica las valoraciones de los lugares de producción simbólica desde una perspectiva de la participación política en oposición a la idea de cultura de poder y de élite.
Desde hace unas décadas la relación entre cultura de élite y cultura popular se viene revaluando como dos campos separados y ensimismados. Precisamente, Michel Vovelle propone que la noción de intermediario cultural puede ser de utilidad para pensar los flujos entre las culturas de élite y de pueblo. En alguna medida, el estudiante universitario de los años sesenta y setenta puede ser entendido como un intermediario de este tipo, pues su pertenencia a los sectores medios le permite acceder en la universidad a temas, autores y saberes considerados otrora como de élite. Asimismo, la formulación de un proyecto alternativo de ámbito político que busca el compromiso con los “condenados de la tierra”, como los llama СКАЧАТЬ