Название: Historia de los abuelos que no tuve
Автор: Ivan Jablonka
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9789875994478
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Idesa es una belleza, todos los testimonios concuerdan. En total, tenemos seis fotos de ella, lo cual no está nada mal: un retrato de cuerpo entero, de niña y flacucha, donde está vestida de falda y mocasines, fija como un Pierrot lunar bajo la luz de un proyector de estudio, con la mano afectuosamente apoyada sobre el hombro de su madre, Ruchla Korenbaum; una foto donde está en compañía de un desconocido, un hombre mayor que ella, delante de un árbol, en medio de un pastizal; algunas fotos carnet donde lleva corsés y sacos de cuello en punta (debían de estar de moda). En una foto de grupo de la juventud de Parczew, Idesa resplandece en la plenitud de sus 17 años (estaríamos en los inicios de los años treinta). Su mirada es tan negra y profunda como su cabellera. En el hueco posterior de su cuello, alrededor de las cejas, en los pómulos, sobre el pliegue de los labios carnosos, las sombras destacan la blancura aterciopelada de su piel. Las trenzas marrones que caen a ambos lados de la raya acarician sus mejillas rellenas, recién salidas de la adolescencia, y su garganta es delicadamente realzada por un pañuelo de seda. Su belleza estalla en medio de todas esas jóvenes poco naturales, gordas, que brillan por la laca de sus peinados y padecen estrabismo o una gran nariz. Su vecino bobo tiene razón en mirarla de reojo sin disimulo.
Según la tía Reizl, que lo admite sin celos, Idesa es la chica más linda de Parczew. Como en un cuento, mi abuelo se enamora perdidamente de ella. Pero Idesa ya se estaba viendo con alguien, y sobre todo Mates no está a su mismo nivel: es un chico de baja estatura, de cabello rubio tirando a pelirrojo, avergonzado de sus pecas. Un día, acude a escondidas a lo de una sanadora para que se las borre con una crema especial. La operación fracasa de manera lamentable, Mates vuelve a su casa enfermo y todo el mundo lo ataca. Pero el chico tiene muchas cualidades. He aquí el retrato que hace, ochenta años después, la hija de Henya, en base a los recuerdos de su madre: Mates es un mamzer, o sea, un tipo listo, un vivo que siempre cae bien parado. Todos saludan su valentía y su amabilidad: siempre está dispuesto a ayudar, a cargar algo, a mudar un mueble, los trabajos de fuerza no le dan miedo. En una palabra, un buen tipo, de buen espíritu y buen corazón, pero un duro, alguien a quien no hay que buscarle camorra. Así son hoy los sabras, concluye la chica con una sonrisa, en su terraza de Hadera, al norte de Tel Aviv: “Un higo de barbaria, dulce en su interior pero erizado de espinas”.
Transfigurado por el amor, despreocupado por los obstáculos, Mates repite para quien quiera oírlo: “A esa chica, ¡la conseguiré! Se los juro que un día será mi mujer”.
Relaciono este testimonio con el de la tía Reizl, recogido por mi padre durante un viaje a la Argentina. Energía, alegría, perseverancia, capacidad de iniciativa, esas son las cualidades de Mates. “Él canta, y dondequiera que vaya, la gente se pone a cantar”. Es diferente de los demás y, en particular, de sus hermanos, menos corajudos, más apocados. En la calle Ancha, en frente de la casa familiar, hay una tienda de kerosene atendida por el hermano de Idesa (hoy, un taller mecánico). Al mediodía, ella viene a traerle el almuerzo. Mates la contempla por la ventana. Toma a su madre como testigo: “¿Te gusta?”. Tiempo después, la corteja sin despertar la más mínima inquietud en su futura suegra: “Mates es un tipo tan correcto, que cuando viene a casa los dejo solos”. Así nace este amor, tal como la tía Reizl lo guarda en su memoria o lo fantasea; ella, que ha vivido tan amarga decepción. Me hubiera gustado tanto interrogarla directa, metódica, tiernamente, para saber más... pero Reizl murió en 2006, un año antes de que yo comenzara esta investigación. No la conocí. Al final de su vida, aparece en las fotos como una mujercita cobriza, risueña y avispada, luminosa por su bondad, luciendo un vestido floreado que le ajusta un poco. A mi cerebro le cuesta establecer un paralelismo entre la tía, encarnación de la abuela bonachona en la lejana Buenos Aires, y Reizl, joven un tanto regordeta, ubicada en la última fila de la foto que retrata a la juventud de Parczew, emigrante que toma el barco en 1936 con el abrigo destinado a su hermana menor. Son las difracciones del tiempo. Tenemos retratos de Mates e Idesa, pero por un fenómeno comparable, me cuesta representarme el amor que se tenían, su complicidad, ya que no existe ninguna foto donde aparezcan juntos.
Por la mañana, brilla un sol enorme sobre el bosque de Makoszka. Una abeja zumba entre el vidrio y la cortina de puntilla. Con la manta cubriéndome hasta el mentón, bien calentito, vuelvo a pensar en nuestro vagabundeo del día anterior, luego del paseo por el monte con Marek. Son las cuatro de la tarde, nos salteamos el almuerzo y comenzamos a sentir los efectos del hambre. Parczew no tiene restaurantes, y por otra parte los negocios están cerrando. Terminamos dando con una taberna, suerte de subsuelo laberíntico sumido en las tinieblas, con unas luces de neón dispersas color azul fluorescente que aclaran tenuemente las paredes. El lugar está poblado de muchachos ociosos, jóvenes apoyados contra los billares, adolescentes que se manosean en los rincones, al amparo de unas máquinas tragamonedas cuyos botones y números titilan en la oscuridad. Para que el lugar sea un auténtico pub de los bajos fondos le falta la atmósfera llena de humo y el tráfico de maleantes, y sin una música tecno ensordecedora tampoco llega a ser una discoteca. El sitio no se parece a nada, pero refleja a la perfección mi sensación del momento: sórdida, pegajosa, desde la epidermis hasta la médula.
Audrey pide unas pizzas. Nos miramos en silencio, embrutecidos. La ciudad se me unta y tengo ganas de huir, este pueblucho fantasma con su sinagoga-feria americana, su cementerio-parque, su calle de los Judíos rebautizada “calle Nueva”, su Rynek bien limpito, sus conciudadanos sin problemas de conciencia. Pero no soy el primero, y sobre todo no soy el que más duramente ha sido golpeado. En 1968, Baruch Niski, exiliado en la Unión Soviética, visita su shtetl natal como un absoluto extranjero.
Aquí está el parque con las flores rojas, era la antigua plaza del mercado. Este es el cine, era la casa de estudios donde vivía el rabino. Aquí están los establos de Pojorni, antaño la iglesia ortodoxa. Allá estaba el baño público. Allí, donde ven hoy esa parva de carbón, era la casa de Itzhak Fischer. [...] Unos niños nos rodean y nos miran intrigados, como animales curiosos. ¡Nunca han visto a un judío! “Mamá –pregunta una niña–, ¿esos son judíos? Parecen buena gente, ¿por qué los asesinaron y echaron?”. Estoy sentado en el parque, el antiguo cementerio. Los árboles se erigen pensativos, huérfanos. Yo mismo, que quedé solo, soy huérfano. A mi alrededor, todo está sumido en la tristeza. Parece que los árboles recitaran el kaddish y murmuraran: ¿Por qué, para qué viniste? (Niski, 1977: 265).
Nunca vi un cementerio judío. Por supuesto que conozco la parcela de Bagneux, me acerqué a las tumbas de varios judíos argentinos, israelíes y americanos, recorrí el cementerio de Praga, que en mi recuerdo se confunde con el que Chagall pinta en 1917, por la manera en que el caos de tumbas baila sobre el suelo, como si los muertos las levantaran, alguno con el pie, otro con el codo. ¿Pero a qué se asemeja el cementerio de un shtetl? Parece que los últimos cementerios judíos de Polonia están desapareciendo, invadidos por los matorrales, ahogados por la vegetación, salvo aquellos que reviven bajo la forma de un polígono de tiro o de un basural. En el jardín público de Parczew, sólo hay dos placas, СКАЧАТЬ