Название: Historia de los abuelos que no tuve
Автор: Ivan Jablonka
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9789875994478
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Los alemanes ocupan Parczew hasta 1918, fecha en que la Rusia bolchevique pide la paz y abandona sus territorios polacos. Ciento veintitrés años después de su desmembramiento por parte de Rusia, Austria y Prusia, medio siglo tras el aplastamiento de la gran insurrección nacional, Polonia renace como Estado. Pilsudski, dirigente socialista y héroe de la guerra, es el jefe de la joven república. Mis abuelos, nacidos en Rusia, se convierten en polacos y así es como hoy los presento.
Mates frecuenta el jeder, la escuela religiosa. No tengo pruebas formales de ello, pero no veo cómo podría ser de otro modo. Tal es el caso de su hermano mayor, Simje, y de su hermano menor, Hershl (cuyo hijo me cuenta que el profesor, el melamed, golpea a los niños en los dedos con una regla de hierro, y que los castigados han de quedarse de pie, sosteniendo una barra con la espalda), así como del padre de Colette. El Yizker Bukh relata que los varones van al jeder a partir de los 3 años. El asistente del melamed pasa a buscar al pequeño escolar por lo de sus padres y se lo lleva trepado a sus hombros. Al principio, el niño llora sin parar, pero las madres sienten alivio al tener a uno menos en casa (Zonenshayn, Niska y Gottesdiner-Rabinovitch, 1977: p. 29-38).
Seis o siete melamdim tienen los honores del Yizker Bukh: Eije, con su barba blanca, cuya enseñanza está reservada a los mejores; Brawerman, llamado el Slavatitchai, por el nombre de su ciudad de origen, y su mujer, con quien las niñas pueden aprender otra cosa que rezos; las hermanas Bauman, especializadas en lenguas vivas, pero también capaces de enseñar tejido y bordado; Velvel, el rengo, un bromista empedernido cuya caligrafía es fantástica y cuya voz es tan pura que cuando canta con sus hijas los transeúntes se detienen para escuchar; Sosha Zuckermann, afectuosamente apodada por sus alumnas “tía Sosha”, tiene la costumbre de agarrarlas de las trenzas para hacerlas descifrar el libro de plegarias. Como Sosha se niega a recibir dinero, sus clases son accesibles a las más pobres, y gracias a ella, un tercio de las jóvenes de Parczew saben leer. ¿Quién sabe si alguno de esos maestros enseñarán al pequeño Mates a leer la Biblia, a recitar la perícopa de la semana, a comentar los textos, a interpretar el mundo apelando a episodios célebres: Adán y Eva, Caín y Abel, Sodoma y Gomorra, el Rey David, la torre de Babel, la lucha de los macabeos, los Diez Mandamientos? Es muy posible que Mates haya celebrado su bar mitsvah a los 13 años, o sea, en 1922. Y con tantas educadoras en la ciudad, ¿por qué Idesa, mi abuela, no se iniciaría también ella en los textos sagrados, así como en el tejido? Los documentos oficiales indican que es costurera.
En 1920 –Idesa sólo tiene 6 años–, se implementa en Parczew un sistema de enseñanza primaria copiado del modelo francés y se inaugura una escuela municipal “polaca”. Reizl va allí hasta los 14 años; de esa experiencia, me cuentan sus hijos en un patio soleado de Buenos Aires, conserva el gusto por el estudio y el recuerdo de los insultos y las vejaciones antisemitas (numerosos documentos dan cuenta de un vivo antisemitismo en Parczew durante la entreguerras: provocaciones de parte de los endeks7, tentativas de conversión forzada, motín antijudío en 1932, etc.). La madre de Colette, nacida en 1914 como mi abuela, recibe clases de ídish a domicilio y también asiste a la escuela polaca –esa escuela que creerá reconocer, décadas después, bajo las columnas de agua, aterrorizada al volver a sumirse en una Polonia alcohólica y antisemita. A principios de los años veinte, allí aprende alemán como lengua extranjera. Ese detalle me asombra: quince años después, durante un interrogatorio policial, Idesa declarará hablar ídish, su idioma materno, polaco, el idioma oficial, pero también alemán.
En los shtetls, los judíos hablan ídish. En la escuela, las chiquitas se inician al polaco o profundizan los rudimentos que ya aprendieron en la calle con sus camaradas goy. En el informe etnográfico sobre los judíos de Parczew que me dio Bernadetta, la vieja polaca escribe: “Buena parte de ellos jamás aprendió a hablar correctamente polaco. Los niños judíos iban a las escuelas polacas, pero sé por el maestro que, en primer grado, había que empezar de cero”. Y se apresura en añadir, para demostrar que no se trata de asimilar a los niños judíos por la fuerza: “En la escuela, incluso había profesores de religión judía. Los maestros polacos acompañaban a los niños a la sinagoga” (Seroka, circa 1990). Entonces, ¿antisemitismo o tolerancia? ¿Polonización o respeto del particularismo judío? Una cosa no excluye la otra. Tras la Primera Guerra Mundial y bajo la presión de los occidentales, Polonia ratifica el “tratado de las minorías”, que reconoce a los judíos el estatuto de minoría religiosa: argumento adicional para estigmatizar a las chiquitas judías en la escuela o en la calle. ¿Y los varones? Ni Mates ni sus hermanos están autorizados a concurrir a la escuela pública polaca porque, para el viejo Shloyme, es inadmisible que un varón estudie sin kipá.
A pedido mío, Bernard, mi traductor de ídish, extrapola el grado de instrucción de mis abuelos a partir de tres cartas escritas a mano que poseemos –al fin y al cabo, los arqueólogos hacen surgir un mundo a partir de unos pedazos de columna. El ídish de Idesa es colorido, un tanto familiar, más germanizado que el de Mates. Escribe de oído, tal y como se pronuncia. En una carta a Simje y Reizl, instalados en Buenos Aires en los años treinta, utiliza para mandar “saludos” a su cuñado y a su cuñada la forma dialectal a griss, en lugar de a gruss. Transcribe su hebreo en fonética ídish, y este desconocimiento prueba que no es muy letrada (un poco como si un francés escribiera “pidza” en lugar de pizza). Además, firma dein Idés, cuando su nombre hebraico, Judith o Yehudith, debería declinarse en Yidess. Mates tiene un mejor nivel de ídish, libre de influencias, y piensa más rápido de lo que corre su letra fina y recta (se saltea los verbos auxiliares). Debió de haber leído bastantes libros y diarios, contrariamente a las ratas de yeshiva, que por limitar todo su saber al hebreo bíblico, masacran el ídish. Sin embargo, subsiste una pequeña duda ortográfica entre las “e” y las “i” (señal de que nunca editó o publicó textos, pues si no todo estaría perfectamente armonizado). Así, a veces escribe Yidess, a veces Yidiss. Al pie de los papeles oficiales de los que dispongo, firma con una mano torpe “Mates Jablonka”, “Matys Jablonka”, o más bien “Jabłonka” con la “l” tachada, que en polaco se pronuncia Ia-buo-ne-ka. Si Mates escribe mejor en ídish que Idesa, presumo que ella habla mejor el polaco que él por haber ido a la escuela municipal.
Los Jablonka viven en la calle Ancha 33 (calle Szeroka). Como en todas las familias, hay peleas, alianzas, anécdotas apócrifas. Se dice que Reizl protege a Hershl porque es pequeño, y que Mates lo defiende contra los enojos de Simje. Pero también se cuenta lo contrario. Un día, Tauba, la madre buena, hizo una torta de manzana. Al no tener suficiente fruta, colocó algunas rodajas en el medio. Hershl se apropió de la tartera recién salida del horno, retiró las rodajas con un cuchillo y se las devoró. Cuando su crimen fue descubierto, el glotón recibió una paliza de Mates. De adolescentes, Hershl y Henya son muy unidos (Simje y Reizl ya son grandes y pronto se irán de Parczew a Buenos Aires); les encanta pasear por el bosque aledaño y nadar en el Piwonia. Una foto muestra a los tres menores uno o dos años antes de la encarcelación. A la derecha, Hershl, un poco atolondrado, un poco bizco, lleva una gorra que le queda grande. A la izquierda, Mates, el mentor de los hermanos. Con la gorra bien puesta, el pecho en alto, un enorme tapado negro que le hace un físico de atleta (en realidad, mide 1,62 metros), ocupa la mitad de la foto. Su mirada distante, metálica, capta los ojos de quien lo СКАЧАТЬ