Shakey. Jimmy McDonough
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Название: Shakey

Автор: Jimmy McDonough

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9788418282195

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СКАЧАТЬ estabas; todos se conocían.

      Teníamos un televisor en Omemee. Los sábados por la mañana ponían El llanero solitario, que me caló hondo. Hopalong Cassidy. Eso y los trenes de juguete… a eso se reducía mi mundo por aquel entonces. Programas como: El show de Tommy y Jimmy Dorsey, los Honeymooners, Dragnet, la Pregunta de 64.000 dólares, Esta es su vida… Jack Benny. El show de Perry Como… Recuerdo que mi madre, bueno, toda la familia, siempre veíamos El show de Perry Como. Yo nunca llegué a entender de qué cojones iba aquello. A ver… Es que no pillo todo ese rollo de la chaqueta de punto y el taburete. Es decir, visto ahora, me parece que no está mal, que el tío intentaba darle un toque informal y hacer un programa como muy relajado… ¡Vete a saber!

       Por detrás de la casa de Omemee pasaban las vías del tren; estaban a un kilómetro de la casa, o puede que a menos. Yo dejaba monedas de un centavo o de cinco sobre la vía para que cuando el tren pasara las dejara planas. Por allí circulaban locomotoras con trenes de pasajeros, y de vez en cuando pasaba algún tren de mercancías, con muchos pasajeros, porque así era como se viajaba a principios de los 50. Total, que estaba familiarizado con las grandes locomotoras. Todavía recuerdo verlas allí paradas… Me gustaba el olor de las vías, el puente del ferrocarril, que todavía sigue allí, aunque quitaron las vías. Aún conservo un par de aquellos clavos.

      Papá me regaló mi primer tren —mejor dicho, papá y mamá— cuando vivíamos en Omemee. Se llamaba Marx y lo compró por catálogo en Eaton’s. Yo debía de tener unos cinco años o algo por el estilo. Papá construyó la mesa y entre los dos lo montamos todo. Siempre ponía en marcha el tren por la noche, justo antes de irme a dormir. La habitación estaba a oscuras y tenía el tren junto a la cama, así que lo ponía en marcha y observaba cómo daba vueltas en la oscuridad, y aquel viejo motor de corriente alterna que llevaba dentro no tardaba en empezar a despedir ese olor a ozono. No sé si conoces el olor típico de Lionel, pero ahora, cada vez que lo huelo, me recuerda a aquello. El sonido de los trenes me resulta inspirador. Vibran de una manera tan bestial, joder; es alucinante.

      Me gustó mucho la ceremonia que le hicieron a papá en Omemee cuando inauguraron el colegio en su honor. Estuvo genial ver a papá rodeado de todas las viejas glorias… Empezó el director con un discurso. Al cabo de un rato, entró el coro y, justo cuando iban a empezar a cantar, empiezan a hablar y se ponen a recitar la letra de «Helpless»: «There is a town…» Un chaval decía eso, y luego desde la otra punta otro chaval de otra fila recitaba el siguiente verso, y así sucesivamente por todo el coro, repitiendo la letra de la primera estrofa. Aquello fue verdaderamente emocionante. Yo estaba allí presente, y es que… fue una noche de lo más emotiva.

       Me pongo a fantasear y me digo: «Seguro que puedo volver». Pero no es cierto; no es posible, al menos en los próximos años. En cambio, poder ir y venir —en plan rápido— ya sería más factible. Tiene gracia, y puede que sea porque me hago viejo, pero siento que me tira el sitio del que guardo mis recuerdos de infancia. Es una sensación curiosa.

      «Neil contrajo la polio y perdió sus curvas femeninas», decía Rassy, temblando solo de pensarlo. «Casi se nos muere; Diooos, aquello fue terrible.» En 1951 se produjo la mayor epidemia de poliomielitis de la historia de Ontario. El virus se cebó sobre todo con los niños pequeños, y casi la mitad de los afectados sufrió algún tipo de parálisis o pérdida de masa muscular. Solo en Ontario se dieron 1701 casos de polio a lo largo de 1951, y en Peterborough, el condado de Omemee, murieron siete personas, incluido un niño del pueblo.

      «La polio se le metía a la gente hasta los tuétanos», recordaba Rassy. «Lo peor era que los médicos se limitaban a decir: “Buena suerte”, porque nadie sabía qué hacer.» Todavía faltaban unos cuantos años para la vacuna Salk, así que, cuando llegó la «temporada de la polio» a finales del verano, la gente se asustó. «En las ciudades, los más cautelosos preferían caminar a utilizar los tranvías y mantenían la distancia con los demás», relata Scott. «Tanto en el campo como en la ciudad, la gente se despertaba asustada en mitad de la noche preguntándose si aquellos dolores de espalda o de garganta debían su origen a la polio.»

      La madrugada del 31 de agosto de 1951, Neil Young, a punto de cumplir seis años, se despertó de repente. El día anterior había ido a nadar con su padre al Río Pigeon y ahora, a la una de la mañana, sus quejidos llamaron la atención de su padre, que estaba leyendo en la cama. Neil sentía un dolor agudo en el omoplato derecho y tenía algo de fiebre. Para cuando llegó el doctor Bill a verlo al mediodía siguiente, ya ni siquiera podía tocarse el pecho con la barbilla y se retorcía de dolor cuando le doblaban las piernas contra el estómago. Al cabo de unas horas Neil estaba tan tieso, escribe Scott, que se movía como «un robot».

      El doctor Bill temió que se tratara de la polio y les aconsejó que llevaran al chaval al Hospital para Niños Enfermos de Toronto. Neil, con una mascarilla y aferrado al tren de juguete que su padre le había regalado esa misma mañana, iba estirado en la parte trasera del coche familiar. En la parte delantera viajaban Scott, Bob y Rassy, que, pese a encontrarse postrada en la cama a consecuencia de una operación menor, insistió en acompañarlos. «A Rassy no había desafío que se le resistiera», comentaba Scott. En plena tormenta, Scott se esforzaba por esquivar el intenso tráfico del Día del Trabajo y recorrer los ciento cuarenta y cinco kilómetros que le separaban de su destino.

      Al llegar a urgencias, Scott describió los síntomas de su hijo y las enfermeras retrocedieron asustadas. Según relata: «Aquello parecía una escena sacada de la Edad Media cuando alguien decía que tenía la peste». Se llevaron a Neil corriendo para hacerle análisis y Rassy tuvo que salir dos veces porque no podía soportar los alaridos de dolor que daba Neil cuando le extraían una muestra de líquido raquídeo. «Neil no consintió que le pusieran anestesia», recordaba Rassy. «Yo estaba muerta de miedo.»

      Al cabo de un rato, un médico confirmó a la familia Young que su hijo había contraído la polio, y una enfermera con una mascarilla se lo llevó en una silla de ruedas para ponerlo en cuarentena. El resto de la familia regresó a Omemee, donde no tardaron en colocarles la señal blanca de cuarentena delante de su casa. Solo a Scott le estaba permitido salir a comprar comida, mientras el resto esperaba junto al teléfono las últimas noticias acerca del estado de Neil. «Pasábamos mucho tiempo abrazándonos unos a otros en mitad de la noche», afirmaba Scott.

      Tras seis días angustiosos, a los Young les informaron desde Toronto de que ya podían llevarse a su hijo a casa. Cuando llegaron al hospital, Neil estaba recién salido de un baño desinfectante, con todo el pelo negro de punta. «No me he muerto, ¿verdad?», fue lo primero que dijo. «¡Se alegraba tanto de vernos a todos!», explicaba Rassy. «Las enfermeras le cantaban “Beautiful, Beautiful Brown Eyes”, mientras Neil se alejaba llorando. Ay, Señor, menuda piltrafa estaba hecho; se había quedado en los huesos y ya nunca volvió a engordar.»

      Neil pasó ese otoño en casa, convaleciente. «Sabíamos que de aquello no se iba a morir, pero poco más», seguía Rassy. «Ni siquiera sabíamos si volvería a andar, porque tenía la pierna izquierda fuera de sitio.» Toots, la hermana de Rassy, fue a ayudar a cuidar del enfermizo Neil, que se distraía dibujando trenes. «Neil era ambidiestro», recordaba Rassy. «Era imposible distinguir lo que había dibujado con cada mano. Yo le decía: “Tú, de mayor, serás músico o arquitecto”.»

      «Cuando por fin empezó a caminar, iba muy despacito», contaba Rassy. «Iba donde el doctor Bill, por ejemplo, que vivía a dos o tres casas de la nuestra, y yo le decía: “Está un poco lejos, ¿no te parece?” Y él me contestaba: “Bueno, siempre me puedo sentar en la acera y hablar con la señora Hoosit”. No quería que le acompañara, porque entonces pensaba que no era algo que pudiera hacer solo, y al final se cayó —¡ay, si lo sabía yo que se iba a caer!—, y todos los vecinos salieron disparados de sus casas para recoger a Neil y que no se hiciera daño. Él no cejó en su СКАЧАТЬ