Название: Nadie es ilegal
Автор: Mike Davis
Издательство: Ingram
Жанр: Социология
isbn: 9781608460595
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“Aplasta al japonés”, que promovía los rituales de humillación pública, fue una espeluznante prefiguración del tratamiento a los judíos en la Alemania nazi, pero –como lo ejemplifica un folleto reimpreso por Daniels– tuvo una considerable resonancia en las disertaciones contemporáneas contra los inmigrantes latinoamericanos.
Vienen a cuidar el césped,
Lo aceptamos.
Vienen a cuidar la huerta,
Lo aceptamos.
Mudan a sus hijos a nuestras escuelas públicas,
Lo aceptamos.
………………
Proponen construir una iglesia en nuestra vecindad
NO LO ACEPTAMOS NI LO ACEPTAREMOS
……………….
NO LOS QUEREMOS, ASÍ QUE,
PONGAN MANOS A LA OBRA, JAPONESES,
Y LÁRGUENSE DE HOLLYWOOD8
El Congreso, bajo la intensa gestión de Johnson y otros representantes y senadores del oeste, aprobó la ley Johnson-Reed y eliminó las futuras inmigraciones de Japón. Pero la ley sobre el arrendamiento de tierras a los extranjeros y la supresión de la inmigración fracasaron en su intento de expulsar a los japoneses de sus granjas y negocios. Finalmente, Johnson y sus seguidores verían coronado el trabajo de su vida con la Orden Ejecutiva 9102, del 18 de marzo de 1942, que internaba a los japoneses-norteamericanos de California en campos de concentración. Como señaló Daniels, “Mazanar, Gila River, Tule Lake, White Mountain y los demás campos de reubicación fueron los últimos monumentos a su fervor patriótico”9.
1. Citado en Thomas Walls, “A Theoretical View of Race, Class and the Rise of Anti-Japanese Agitation in California” (PhD diss., University of Texas, 1989), p. 215.
2. Saxton, Indispensable Enemy, pp. 251-52.
3. Kevin Starr, Embattled Dreams: California in War and Peace: 1940-1950 (Nueva York: Oxford University Press, 2002), p. 43; y Philip Fradkin, The Great Earthquake and Firestorms of 1906 (Berkeley: University of California Press, 2006), pp. 297-98.
4. McWiIliams, Factories in the Field, p. 112.
5. Ibíd., pp. 113-14.
6. George Mowry, The California Progressives (Berkeley: University of California Press, 1951), p. 155.
7. Starr, Embattled Dreams, p. 49.
8. Ibíd., p. 97.
9. Ibíd., p. 105.
Nunca olvidaré lo que sufrí en este país a causa del prejuicio racial.
Carlos Bulosan (1937)1
La victoria de los exclusionistas anti-japoneses entre 1920 y 1924 agudizó la escasez de mano de obra en la agricultura que los grandes agricultores intentaron remediar importando trabajadores mexicanos y filipinos. Si la historia de California parece a veces como una implacable cinta transportadora que envía grupos de inmigrantes unos tras otros al mismo caldero de explotación y prejuicio, la experiencia filipina fue quizá la más paradójica. Como ciudadanos de una colonia norteamericana hasta 1934, los filipinos no eran técnicamente unos “aliens” y por lo tanto no estaban excluidos por el sistema de cuotas de 1924; pero al contrario de los mexicanos y japoneses, ellos adolecían de la protección de un país de origen soberano y estaban más a merced de los gobiernos locales y de los racistas californianos. La migración de obreros filipinos en la década de 1920, consistiría casi en su totalidad de hombres jóvenes y solteros cuya gravitación natural hacia los salones de baile y las zonas rojas provocó una histeria sexual-racial entre los blancos, de tal magnitud, que invita a la comparación con el sur faulkneriano2.
Nadie se implicó más en el honor de las muchachas blancas y el peligro del “mestizaje” que el influyente liberal V. S. McClatchy, que fue otra vez secundado en su fobia racial por el senador Hiram Johnson y Samuel Shortridge, el ex senador James Pheland y el gobernador Friend Richardson, así como el eje reaccionario “Chandler-Cameron-Knowland”, publicistas en Los Ángeles, San Francisco y Oakland. Esta poderosa alianza, cuyos prejuicios continuaron siendo avalados por los sindicatos derechistas de AFL, retrató a los filipinos como representantes (en palabras de un funcionario de la Cámara de Comercio de Los Ángeles) “de lo más despreciable, inescrupuloso, vago, enfermizo y semi-bárbaro que jamás haya arribado a nuestras costas”3. Los filipinos, que tenían intereses recreativos iguales a los de decenas de miles de solteros, marinos blancos, jornaleros y vagabundos que atestaban la Main Street de Los Ángeles o el Tenderloin de San Francisco, eran caricaturizados (nuevamente, en imágenes que prefiguran las calumnias nazis) como obsesionados mestizadores.
Sin embargo, las agitaciones contra los filipinos también tuvieron una dimensión económica funcional: la feroz apelación al temor sexual blanco se ajustaba generalmente a las condiciones del mercado de trabajo y a la militancia de los filipinos en la defensa de sus derechos. A finales de la década de 1920, aseveraba Carey McWilliams, “el miedo hacia los filipinos se intensificó por el deseo de la mayoría de los agricultores de apartarlos como trabajadores”. Como explicó un líder contemporáneo de la agroindustria: “Cuesta 100$ per cápita traer a un filipino. Y no podemos tratarlo como a un mexicano: los mexicanos pueden ser deportados”. Además, continúa McWilliams, “los filipinos ya no crean roña entre sus compañeros y no son depreciados en el trabajo… El filipino es un fuerte luchador y sus huelgas son peligrosas”4. Fue precisamente este “peligro” económico el que los enemigos de los filipinos transmutaron en una leyenda de amenaza sexual.
Fue así como la asociación con mujeres blancas brindó el pretexto para un pequeño disturbio en Stockton en 1926 la víspera de Año Nuevo, y luego un vigilantismo de envergadura organizado por la Legión Americana contra los campesinos filipinos en Dinuba, condado de Tulare, en agosto de 1926, cuando “los cosechadores de frutas insistieron en su derecho de asistir a los bailes y acompañar a muchachas blancas”5. El comienzo de la depresión inflamó aún más el resentimiento blanco ya enardecido por la incesante reticencia de grupos nativistas como Hijos Autóctonos y Legión Americana. “El 24 de octubre de 1929, el día de la caída de Wall Street”, escribe Richard Meynell en Little Brown Brothers, Little White Girls, “algunos filipinos fueron apedreados cuando acompañaban a muchachas blancas en unos festejos en Exeter, al sur de Fresno. La pelea comenzó y un hombre blanco fue apuñalado, luego le sucedió un disturbio en el que los vigilantes blancos, guiados por el jefe de la policía Joyner, golpearon y apedrearon a los filipinos en los campos”. Trescientos vigilantes incendiaron los campos de trabajo de los filipinos en las cercanías de Firebaugh Ranch6.
Seis semanas después, la policía de Watsonville encontró a dos muchachas blancas menores de edad en la habitación de СКАЧАТЬ