El primer rey de Shannara. Terry Brooks
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Название: El primer rey de Shannara

Автор: Terry Brooks

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Las crónicas de Shannara

isbn: 9788417525286

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СКАЧАТЬ pensó Kinson, que hubiera aguantado tanto. Cualquiera de las heridas que había sufrido hubieran sido suficientes para matar cualquier otro hombre al instante. Que hubiera vivido hasta ahora daba testimonio de su resistencia y resolución.

      Mareth se alzó y bajó la vista para mirarlo.

      —Venga —dijo—, vamos a seguirlo.

      Kinson se puso de pie a toda velocidad

      —Pero ha dicho que…

      —Ya sé lo que ha dicho. Pero si algo le ocurriera a Bremen, ¿crees que supondría una gran diferencia si llegamos o no decírselo a los demás?

      Él apretó los labios hasta que solo fueron una fina línea.

      —No, claro que no.

      Y juntos echaron a correr a través del patio vacío y azotado por el viento hacia la Fortaleza.

      ***

      En el interior de Paranor, Bremen avanzaba con sigilo por los corredores vacíos, tan silencioso como una nube que atraviesa el cielo. Tanteaba el terreno a medida que avanzaba, con la mente avizora al ambiente y los ruidos de la Fortaleza. Proyectó los sentidos y el instinto para descubrir el peligro del que Caerid Lock lo había prevenido, receloso de esa presencia y de sus intenciones. Con todo, fue incapaz de detectarlo. O se había ocultado muy bien o había partido ya.

      «Sé prudente», se instó. «Estate alerta».

      Todos los que estaban en la Fortaleza estaban muertos, eso lo sabía con certeza: todos los druidas, todos los guardias, todo aquel que había vivido, trabajado y estudiado allí durante tantísimos años, todo aquel que él había dejado atrás cuando se había ido hacía tan solo cuatro días. El impacto de ese pensamiento fue como recibir un puñetazo en el estómago; le arrancó el aire y las fuerzas del cuerpo, dejándolo petrificado, incapaz de creérselo. Estaban todos muertos. Era consciente de que eso podía suceder, había creído que era muy probable, incluso había contemplado una visión que le mostraba ese panorama. Sin embargo, la realidad era mucho peor. Había cuerpos desparramados por todos lados, retorcidos en la muerte. Algunos habían perecido a punta de espada. A otros, los habían desgarrado pedazo a pedazo. Percibió a un último grupo al que habían conducido a las profundidades de la Fortaleza y los habían matado allí. Ni uno solo había sobrevivido. No le llegaba ningún latido. No oía ninguna voz que pidiera ayuda. No se movía nada. Paranor se había tornado un osario. Una tumba.

      Avanzó poco a poco por los corredores, acompañado únicamente por el eco de sus pasos, hasta llegar a la sala de la Asamblea, donde encontró a Athabasca, con el rostro congelado en el momento de su muerte y el cuerpo como un desecho triste y destrozado. Bremen se detuvo para buscar el Eilt Druin, pero no lo encontró. Se enderezó y paró. Lo único que sentía ahora por el Druida Supremo era tristeza y arrepentimiento. Al verlo así, al encontrárselos a todos muertos y al castillo de los druidas vacío, deseó haber insistido más en su empeño para persuadirlos de que el peligro acechaba. El sentimiento de culpa lo embargó. No pudo evitarlo. De alguna manera, él tenía parte de culpa. Él poseía los conocimientos y el poder y había fracasado al no usarlos para convencerlos. Ahí tenía el resultado. Tiró de los ropajes de Athabasca para cubrirle el rostro y se alejó.

      Entonces subió hacia la biblioteca, sin despegar la espalda de la pared mientras avanzaba por la cáscara vacía en la que se había convertido el castillo y aguzaba el oído, cauteloso y vigilante, buscando el ruido traicionero del peligro. Aquí se hallaba la amenaza de la que lo habían prevenido tanto Caerid Lock como la visión. Los druidas traidores, modelado su cuerpo por la magia oscura, lo esperaban. Así sea. Sin embargo, el Señor de los Brujos se había marchado, y con él, sus criaturas. El caldero de magia que su llegada había removido (y que la incursión de Bremen en el Pozo druida había dispuesto) había borboteado y hervido lo justo para despertar su temor, convenciéndolos de que no debían quedarse allí más de la cuenta. Al aguzar el oído, Bremen era ahora capaz de distinguirlo: un siseo apenas perceptible con el que la magia se volvía a hundir en las profundidades del pozo, la magia que había dado vida a la Fortaleza, la fuente del poder para la mayor parte de los conjuros de los druidas. Insondable y voluble, solo entregaba una parte de lo que prometía, y era tan pequeña que palidecía en comparación con el poder monstruoso de Brona. Con todo, había cumplido con su propósito esta vez: había echado al druida rebelde de la Fortaleza.

      Bremen suspiró. No le reportaba ningún placer esta victoria minúscula. Brona se había vengado, y eso era lo que importaba. Había aniquilado a aquellos que se habían enfrentado a él, aquellos que lo hubieran desafiado. Se había ensañado en el ataque a su guarida. Ahora no había nadie que pudiera detenerlo, salvo el anciano y su pequeño grupo de seguidores.

      Tal vez. Tal vez.

      Llegó a la biblioteca y ahí encontró a Kahle Rese. Lloró en silencio al verlo, incapaz de contenerse. También cubrió a ese viejo amigo, sin ser capaz de dedicarle más de una mirada, y se dirigió hacia la entrada secreta que conducía a la sala donde ocultaban la Historia de los druidas. La estancia estaba vacía, con la excepción de la mesa de trabajo y las sillas, y el polvo que Bremen le había dado a Kahle como último recurso yacía desparramado por el suelo, apagado e inánime, señal de que se había usado para el propósito para el que había sido concebido. Bremen trató de imaginarse a Kahle en los últimos minutos de su vida. No lo consiguió. Le bastaba con saber que la Historia de los druidas estaban a buen recaudo. Eso tendría que valer como epitafio de su viejo amigo.

      Entonces oyó algo, un sonido que procedía de algún lugar de las profundidades, un ruido tan suave que solo lo detectó con el instinto, no con los oídos. Se apresuró a salir de la sala, con el presentimiento de que el tiempo del que disponía para estar en Paranor se le había acabado. Debía encontrar el Eilt Druin ya. Lo único que le quedaba era hallar el medallón. Athabasca no lo llevaba. Quizá se lo habían arrebatado, pero Bremen no lo creía. El ataque había sucedido por la noche, le había contado Caerid Lock, y nadie estaba preparado. Athabasca debió de haberse levantado de la cama. Seguro que no había tenido tiempo de colgarse el medallón. Debía de estar en sus aposentos.

      Bremen subió las escaleras que lo conducirían a las dependencias del Druida Supremo como un fantasma mudo y silencioso entre los muertos. Se sentía como si no tuviera peso; ni sustancia ni presencia. Era un ser sin importancia, un loco que jugaba con fuego y sin un remedio para las quemaduras que sin duda iba a recibir. Estaba cansado, perdido y temeroso de lo que le fuera a ocurrir al mundo. Se había impuesto una serie de tareas imposibles: crear una magia, forjar un talismán que la contuviera, encontrar un paladín que lo empuñara. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? ¿Qué esperanzas?

      Encontró la puerta que conducía a los aposentos de Athabasca abierta y entró con cuidado. Examinó los estantes y el escritorio sin éxito. Abrió las puertas de los armarios y cofres de documentos y no encontró nada. Temeroso ahora de haber llegado demasiado tarde, incluso para el medallón, se apresuró a penetrar en la cámara del Druida Supremo.

      Allí, tirado de cualquier manera en la mesita de noche, olvidado con las prisas que habían conducido a Athabasca directamente hacia su muerte, yacía el Eilt Druin.

      Bremen lo alzó y lo examinó para asegurarse de que era real. El metal bruñido resplandeció. Acarició la superficie de la mano alzada con la antorcha encendida con la yema de los dedos. Entonces, lo escondió entre los ropajes y salió de la habitación a toda velocidad.

      Recorrió de nuevo los mismos pasillos y escaleras, todavía aguzando el oído y la vista, todavía precavido. Había llegado hasta allí y aún no se los había encontrado. Tal vez lograra pasar por delante de donde fuera que estuvieran montando СКАЧАТЬ