El primer rey de Shannara. Terry Brooks
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Название: El primer rey de Shannara

Автор: Terry Brooks

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Las crónicas de Shannara

isbn: 9788417525286

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СКАЧАТЬ es recuperar la piedra élfica negra y traérmela. No pretendemos usarla. Solo queremos evitar que el Señor de los Brujos la pueda usar. Recuérdalo.

      —Lo recordaré, Bremen.

      —Advierte a Courtann Ballindarroch del peligro al que nos enfrentamos. Convéncelo de que debe mandar al ejército a ayudar Raybur y a los enanos. No me falles.

      —Lo conseguiré. —El elfo druida le estrechó la mano, se la soltó y se alejó tras dedicarles un saludo desenfadado—. Ha sido un reencuentro inolvidable, ¿no crees? Vigílalo, Kinson. Cuídate, Mareth. Buena suerte a todos.

      Se puso a silbar, alegre, y se volvió para dedicarles una sonrisa a todos por última vez. Acto seguido, aceleró el paso y desapareció entre los árboles y las rocas.

      Entonces, Bremen formó un corrillo con Kinson y Mareth para decidir si debían continuar por el paso o aguardar hasta la mañana siguiente. Al parecer, se acercaba otra tormenta, pero si esperaban a que pasara podía ser que perdieran otro par de días. Kinson veía claramente que el anciano estaba ansioso por retomar la marcha, por llegar a Paranor y descubrir la verdad sobre lo que había ocurrido. Habían descansado y estaban en condiciones de continuar, de modo que les instó a que prosiguieran el camino. Mareth se apresuró a apoyarle y Bremen sonrió en agradecimiento y les hizo señas para iniciar el viaje.

      Avanzaron por el paso mientras el sol se acercaba al horizonte y se escondía tras él. El cielo seguía despejado y el aire cálido, de modo que viajar era cómodo y caminaban a buen ritmo. A medianoche, habían alcanzado la cumbre del paso y comenzaban a descender hacia el valle que se abría debajo. El viento había arreciado y aullaba desde el suroeste en ráfagas constantes, levantando la tierra y la gravilla del sendero en espirales pequeñas y llenando el aire de rocalla. Viajaron con la cabeza gacha hasta que estuvieron bajo el abrigo de las montañas y el viento hubo disminuido. Ante ellos se alzaba la silueta oscura de la Fortaleza de los druidas, recortada sobre el cielo iluminado por la luz de las estrellas; por encima de los árboles sobresalían las torres y los parapetos, marcados y picudos. No había ni una luz encendida tras las ventanas o en las almenas. Ni un solo movimiento o sonido perturbaba el silencio.

      Llegaron al fondo del valle y se adentraron en la foresta. La luna y las estrellas les iluminaban el camino a través de las sombras y los guiaban hacia la Fortaleza. La vegetación frondosa los rodeaba y se alzaba hacia el cielo como los pilares de un templo. De vez en cuando, se encontraban claros esponjosos de hierba espesa y riachuelos. La noche los envolvía, tranquila y aletargada, sin ningún otro sonido ni movimiento que el viento que había vuelto a arreciar y soplaba en ráfagas cortas y potentes que provocaban que los ropajes danzaran a su ritmo y que las ramas de los árboles se sacudieran como ropa de cama tendida. Bremen encabezaba una marcha rápida y a un ritmo constante que disimulaba la edad que este tenía y que constituía todo un reto para la de los demás. Kinson y Mareth intercambiaron una mirada. El druida extraía fuerzas de una reserva oculta. Se había tornado tan resistente y duro como el hierro.

      Todavía no rayaba el alba cuando llegaron a las puertas de Paranor. Aminoraron el paso cuando el bastión de los druidas se materializó ante ellos, entre la arboleda; se alzaba hacia el cielo lleno de estrellas como un cascarón enorme y negro. Tras todo ese tiempo, seguía sin haber ninguna llama prendida. Seguía sin percibirse ningún sonido o movimiento en el interior. Bremen hizo que el fronterizo y la curandera se detuvieran donde estaban escondidos, a la sombra del bosque. En silencio y con la expresión pétrea, escudriñó los muros y los parapetos de la Fortaleza. Entonces, sin salir del amparo que les ofrecía la foresta, los guio hacia la izquierda mientras recorrían el perímetro del castillo. El viento azotaba las almenas y envolvía las torres con aullidos de congoja. Entre los árboles por los que avanzaban, sigilosos, era como el aliento de un gigante que los avisaba de su proximidad. Kinson sudaba profusamente, con los nervios a flor de piel y la respiración acelerada.

      Se acercaron al portón de entrada y se detuvieron de nuevo. Estaba abierto de par en par, con el rastrillo levantado; la entrada se sumía en la oscuridad y recordaba vagamente a una boca congelada en un grito agonizante.

      Las inmediaciones de las puertas destrozadas estaban llenas de cuerpos retorcidos e inertes.

      Bremen se encorvó, concentrado, mientras observaba la Fortaleza, sin verla de verdad; miraba a algún punto más allá. Tenía el pelo cano revuelto, ralo como los hilos de una mazorca de maíz. Movió los labios. Kinson metió la mano bajo la capa y empuñó la espada corta. Mareth tenía los ojos bien abiertos, negros, y el cuerpo rígido, preparado para echar a correr.

      Entonces, Bremen los hizo avanzar. Cruzaron el espacio abierto que separaba la arboleda de la Fortaleza despacio y sin detenerse, sin esforzarse ni en acelerar ni en disimular su marcha. Kinson lanzó una ojeada a izquierda y derecha con temor, pero Bremen no parecía preocupado. Llegaron ante las puertas y los cuerpos inertes, y se detuvieron para reconocerlos. Eran guardias druidas, parecía que unos animales se hubiesen ensañado con la mayoría. La sangre que teñía el suelo emanaba de sus cuerpos. Tenían las armas desenvainadas y muchas estaban hechas pedazos. Al parecer, habían luchado con tesón.

      Bremen se adentró en las sombras de los muros, cruzó los portones combados y el rastrillo alzado y encontró a Caerid Lock. El capitán de la Guardia Druida yacía desplomado contra la puerta de la torre de vigilancia, con el rostro lleno de sangre seca y coagulada, y el cuerpo castigado con docenas de perforaciones y cuchilladas distintas. Todavía respiraba. Parpadeó, abrió los ojos y movió los labios. A toda prisa, Bremen se inclinó para escucharlo. Kinson fue incapaz de oír nada, el viento se llevaba las palabras.

      El anciano levantó la vista.

      —Mareth —la llamó, con un hilo de voz.

      Ella se acercó enseguida y se inclinó sobre Caerid Lock. No necesitaba que le dijera qué necesitaba. Recorrió el cuerpo del hombre herido con las manos, buscando un modo de ayudarlo. Pero era demasiado tarde. Ni siquiera una empática podía salvar a Caerid a estas alturas.

      Bremen tiró de Kinson para que se agachara y quedara ante él, con los rostros de ambos casi rozándose. A su alrededor, el viento no dejó de aullar con suavidad mientras giraba y envolvía los muros.

      —Caerid ha dicho que alguien de dentro vendió a Paranor al enemigo, por la noche, cuando la mayoría estaba durmiendo. Tres druidas fueron los autores. Los mataron a todos menos a ellos. El Señor de los Brujos los dejó aquí para que se encargaran de nosotros. Están dentro, no sé dónde. Caerid se ha arrastrado hasta aquí, pero no ha sido capaz de seguir.

      —¿Vas a entrar? —preguntó Kinson al instante.

      —Debo hacerlo. Debo conseguir el Eilt Druin. —La expresión arrugada del anciano reflejaba determinación y la mirada era dura y cargada de furia—. Mareth y tú me esperaréis aquí.

      Kinson sacudió la cabeza, pertinaz. Se le metió un poco de polvo y arenilla en los ojos cuando el viento arremetió contra la entrada oscura.

      —¡Es una estupidez, Bremen! ¡Vas a necesitar nuestra ayuda!

      —¡Si algo me ocurriera, necesito que se lo comuniques a los demás! —Bremen se negaba a ceder—. ¡Haz lo que te digo, Kinson!

      Acto seguido, se levantó y se alejó de las puertas, desgreñado; un manojo de huesos y ropajes llenos de viento que se apresuraba a cruzar el patio hacia el muro interior. En cuestión de segundos, había atravesado una entrada y lo habían perdido de vista.

      Kinson se quedó mirándolo, frustrado.

      —¡Diantres! —musitó, furioso ante su propia indecisión.

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