El primer rey de Shannara. Terry Brooks
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Название: El primer rey de Shannara

Автор: Terry Brooks

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Las crónicas de Shannara

isbn: 9788417525286

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СКАЧАТЬ de Paranor además de Bremen?».

      «Solo tres, Amo. Un enano, Risca. Un elfo, Tay Trefenwyd, y una muchacha de las Tierras del Sur, Mareth».

      «¿Se han ido con Bremen?».

      «Sí, acompañan a Bremen».

      «¿No ha escapado nadie más?».

      «No, Amo. Ni uno solo».

      «Volverán. Oirán que Paranor ha caído y querrán asegurarse de que así ha sido. Pero los estaréis esperando y terminaréis lo que he empezado. Entonces, seréis igual que yo».

      «¡Sí, Amo, sí!».

      «Alzaos».

      Así lo hicieron. Se levantaron a toda prisa, con ansiedad e impaciencia, con el espíritu y la mente corrompidos, para que él dispusiera de ellos como quisiera. Con todo, carecían de la fuerza necesaria para hacer lo que les pedía, de modo que debía modificarlos. Proyectó la magia hacia ellos y los envolvió de hebras tan finas como los hilos de una telaraña y tan resistentes como el hierro, y les arrebató lo último que les quedaba de humanidad.

      Los gritos que profirieron resonaron por los pasillos vacíos mientras él les daba una nueva forma. Sus piernas y brazos se deformaron. Sus cabezas se sacudieron con brusquedad, provocando que los ojos se les saliesen de sus cuencas.

      Cuando hubo terminado, era imposible reconocerlos. Los dejó de este modo y, con el resto de sus acólitos siguiendo su estela con obediencia, salió hacia la noche con sigilo y dejó el castillo de los druidas a los moribundos y a los muertos.

      7

      Bremen le ofreció la mano a Risca antes de partir y el enano se la estrechó con firmeza. Se encontraban justo afuera de la gruta en la que se habían refugiado tras escapar del Cuerno del Hades y de los espíritus. Rayaba el mediodía; la lluvia, que había perdido fuerza, se había convertido en una llovizna suave, y el cielo empezaba a clarear al oeste, sobre las cumbres oscuras de los Dientes del Dragón.

      —Justo nos acabamos de reencontrar y ya debemos despedirnos —refunfuñó Risca—. No me explico cómo conseguimos conservar la amistad. No me explico por qué nos empeñamos.

      —No tenemos otra opción —sugirió Tay Trefenwyd, desde una punta—. Nadie más hubiera aceptado nuestra compañía.

      —También es verdad. —El enano sonrió a su pesar—. Bien, nos servirá para poner a prueba la amistad, eso seguro. Estaremos esparcidos entre las Tierras del Oeste y del Este y por vete a saber dónde, y quién sabe cuándo nos volveremos a ver. —Le estrechó la mano al anciano con fuerza—. Ve con cuidado.

      —Tú también, amigo mío —respondió el anciano.

      —¡Tay Trefenwyd! —gritó el enano por encima del hombro. Ya había enfilado el sendero—. ¡Lo prometido es deuda, no lo olvides! ¡Haz que los elfos recojan las cosas y llévalos al este! ¡Ayudadnos a combatir al Señor de los Brujos! ¡Contamos con vosotros!

      —¡Adiós, por ahora! —alzó la voz Tay.

      El enano saludó, se colgó el fardo de la espalda mientras el sable se balanceaba en su costado—. Buena suerte a ti también, orejas picudas. ¡Estate alerta y cuídate el trasero!

      El elfo y el enano estuvieron bromeando de buena fe un rato. Viejos amigos que, acostumbrados como estaban a tomarse el pelo el uno al otro, se sentían a gusto en ese amistoso tira y afloja que enmascaraba unas emociones que se escondían tras la superficie de las palabras. Kinson Ravenlock estaba a un lado, escuchando aquel intercambio verbal mientras pensaba que ojalá dispusiera de más tiempo para conocerlos mejor; pero eso tendría que esperar. Risca ya había partido y se separarían de Tay en la entrada de Kennon, desde donde ellos se dirigirían hacia el norte, hacia Paranor, y el elfo continuaría hacia el oeste, hacia Arborlon. El fronterizo sacudió la cabeza. Qué duro debía de ser aquello para Bremen. Habían pasado dos años desde la última vez que había visto a Risca y a Tay. ¿Volverían a pasar dos más antes de que volviera a verlos?

      Cuando Risca desapareció en el horizonte, Bremen guio a los tres componentes restantes de esa compañía reducida por un sendero secundario que recorría la base de los despeñaderos y luego continuaba hacia el oeste y seguía la orilla norte del Mermidon, de modo que rehacían el camino que los había conducido hasta allí. Siguieron caminando un buen rato una vez el sol ya se había puesto y, al final, acamparon al abrigo de un bosquecillo de alisos, en una cala que se había creado donde el Mermidon se bifurcaba hacia el suroeste. El cielo se había despejado y brillaba lleno de estrellas, la luz centelleaba como un calidoscopio sobre la superficie en calma del agua. La compañía se congregó en la orilla y cenaron mientras contemplaban la noche. No cruzaron más que cuatro palabras. Tay advirtió a Bremen que fuera precavido en Paranor. Si la visión que se le había mostrado era cierta y el castillo de los druidas había caído, cabía pensar que el Señor de los Brujos y sus acólitos aún podían estar allí. O si no, añadió el elfo, tal vez había dejado trampas para atrapar cualquier druida que hubiera escapado y fuera lo suficientemente necio como para regresar. Todo esto lo dijo como quitándole importancia, y Bremen respondió con una sonrisa. Kinson se percató de que ninguno de los dos se molestó en discutir la posibilidad de que Paranor hubiese sido destruido. Debía de haber sido un golpe duro, pero ninguno reveló cómo se sentía. Se habían propuesto no pensar en el pasado. Lo único que ahora importaba era el futuro.

      Con ese fin, Bremen estuvo hablando largo y tendido con Tay sobre la visión en la que aparecía la piedra élfica negra, repasaron los detalles de lo que se le había mostrado, lo que había presentido y deducido. Kinson los escuchaba distraído y miraba de vez en cuando a Mareth, que hacía lo mismo. Se preguntó qué estaría pensando, sobre todo ahora que todos sabían que lo más probable es que los druidas de Paranor estuvieran muertos. Se cuestionó si ella era consciente de que hasta qué punto había cambiado drásticamente su papel en la compañía. Mareth apenas había mediado palabra desde que habían salido del Valle de Esquisto, y había guardado las distancias durante las conversaciones entre Bremen, Risca y Tay; solo miraba y escuchaba. No era muy distinto de lo que hacía él, pensó Kinson. Ella también era foránea, todavía buscaba cuál era su lugar; no era una druida como los demás, aún no había demostrado su valía y todavía no la habían aceptado por completo como a una igual. La observó mientras trataba de calcular lo resistente que era, la capacidad de adaptación que tenía. Con lo que les deparaba el futuro, necesitaría serlo.

      Más tarde, cuando Mareth dormía y Tay estaba tumbado cuan largo era cerca de ella, Bremen montaba guardia. Kinson se sacó la capa de encima y fue a sentarse al lado del anciano. Bremen no dijo nada mientras el otro se acercaba, se quedó contemplando la oscuridad. Kinson se acomodó, se cruzó de piernas y se echó la capa con holgura sobre los hombros. Hacía una noche cálida, un tiempo más acorde con la estación que las últimas noches que habían pasado, y el aire estaba impregnado del perfume de las flores de primavera, y también de hojas y hierbas nuevas. Corría una brisa que procedía de las montañas, hacía susurrar las hojas y ondear el agua. Los dos hombres estuvieron sentados en silencio durante un rato mientras escuchaban los sonidos que traía la noche, cada uno perdido en sus pensamientos.

      —Te estás arriesgando mucho al regresar —dijo Kinson, al final.

      —Es un riesgo necesario —lo corrigió Bremen.

      —Estás seguro de que Paranor ha caído, ¿verdad?

      Bremen no respondió СКАЧАТЬ