Psychomachia I. Germán Osvaldo Prósperi
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СКАЧАТЬ sobre un soporte de madera le hacía justicia por igual a su naturaleza humana y a su naturaleza divina” (Giakalis 2005: 5). Era posible representar la divinidad a través de un medio material ya que el mismo Dios se había hecho visible en Cristo.41 La encarnación, en este sentido, implicaba una redención de la carne misma, lo cual no significaba convertir a la carne en una cuarta persona de la Trinidad. Dice Juan de Damasco en De imaginibus:

      Junto con mi Señor y Rey, Lo adoro vestido en el cuerpo, no como si fuese una cobertura o como si constituyese una cuarta persona [ōs tetarton prosōpon] de la Trinidad –¡Dios no quiera! La carne es divina, y perdura después de su asunción. La naturaleza humana no se perdió en la Trinidad, sino que, así como el Verbo se hizo carne permaneciendo Verbo, así también la carne se hizo Verbo permaneciendo carne, volviéndose, más bien, una con el Verbo a través de la unión. Por lo tanto, me aventuro a crear una imagen del Dios invisible, no en tanto invisible, sino en tanto vuelto visible para nuestra fortuna en carne y sangre. No pinto por eso una imagen de la Divinidad invisible. Pinto la carne visible de Dios [eikōnizō Theou tēn horatheisan sarka], porque es imposible representar un espíritu, y mucho más Dios que es el que da aliento al espíritu. (De imaginibus I, 4).

      Los íconos representaban la carne visible de Dios, es decir el Hijo, la imagen arquetípica del Padre. El problema es que el Hijo no era sólo carne, sino carne y espíritu, hombre y Dios. Los iconófilos sostenían, como Juan de Damasco en el pasaje citado, que el registro de lo visible permitía representar icónicamente a la divinidad. Por eso el culto (no idolátrico) de las imágenes era posible sólo después de Cristo.

      Antaño, el Dios incorporal nunca fue representado. Ahora, sin embargo, cuando Dios se hizo carne, y conversó con el hombre, yo hago una imagen del Dios que he visto. No adoro la materia, adoro al Dios de la materia, quien se hizo materia por mí, y se dignó habitar en la materia, quien trabajó para mi salvación a través de la materia. La venero, aunque no como Dios. (De imaginibus I, 16).

      La afirmación de Juan es fuerte y polémica. Existe una veneración de la materia, aunque no porque represente en sí misma una divinidad, sino porque fue asumida por el Hijo. La materia no es Dios, y, sin embargo, a partir de la encarnación, es digna de veneración. Juan adora al Dios de la materia, pero el Dios de la materia se ha materializado en Cristo. La encarnación supone, como han notado los Padres –y sobre todo los mismos teólogos iconoclastas–, una deificación de la carne.42 No obstante, Juan aclara siempre que se trata de una veneración de la carne divinizada por Cristo, y no de la carne meramente humana o pecaminosa. Para comprender en profundidad lo que estaba en juego en estas discusiones (literalmente) bizantinas, permítasenos recurrir a un diagrama que vuelve más tangible la estructura de la Trinidad y la doble naturaleza de Cristo.

naturaleza

      De algún modo, podríamos decir que Juan explica este diagrama en un pasaje del tercer capítulo del Libro III del De fide orthodoxa:

      Y, por tanto, siguiendo el principio esencial por el cual las naturalezas del Cristo difieren entre sí –es decir el principio relativo a la substancia– nosotros decimos que él participa con los extremos: según la divinidad, con el Padre y con el Espíritu; según la humanidad, con la madre y con todos los hombres: ya que él mismo es consubstancial según la divinidad con el Padre y con el Espíritu, y según la humanidad con la madre y con todos los hombres. (De fide orthodoxa III, 3).

      Ahora bien, creemos que el peligro que afrontaban los teólogos y que circunscribían, muchas veces de forma retórica, en la expresión tetarton prosōpon, se encontraba en el corazón de la segunda hypostasis o prosōpon, en la posibilidad de que se abriera un hiato en el centro de Cristo. Esta cuarta persona, a decir verdad, no sería estrictamente el hombre o la carne humana, según deja suponer el Damasceno,43 sino una materia o una carne exenta de toda relación con la creación o el Creador. De este modo, se abriría la posibilidad de pensar, alejándonos ya de Juan de Damasco, una carne (cercana –aunque no idéntica– a la noción de chair merleaupontiana)44 que no sería ni el elemento de los cuerpos ni el elemento de los espíritus, ni el elemento de los hombres ni el de los ángeles, sino el intervalo mismo que la hypostasis de Cristo pretendía conjurar. La puerta a la cuarta persona, por eso mismo, no se encuentra en el Espíritu Santo, es decir en la tercera persona, como ha sostenido recientemente Roberto Esposito en la línea de Maurice Blanchot y Émile Benveniste, sino en la segunda, en Cristo. El peligro al que se enfrentaba la teología era la diairesis (la división), la diastasis (la discontinuidad) y la allotriōsis (el extrañamiento). Es en esta dehiscencia que se abre entre divinidad y humanidad, en este intervalo que la hypostasis cristiana intentaba impedir, que se insinúa el rostro o, más bien, la máscara de la cuarta persona. Cristo es la cifra de la ambivalencia: la hypostasis (en tanto asegura la unidad de las dos naturalezas) y la anhypostasis, la no-persona (en tanto escinde al hombre de la divinidad). Por eso el Damasceno sostiene que el verdadero peligro que se ocultaba detrás de quienes confundían –o, peor aun, separaban– las dos naturalezas de Cristo consistía en la posibilidad de una desactivación o suspensión de la lógica dogmática de la teología. De tal manera que Cristo, según su aspecto anhypostático, apóstata,45 “no se ubicaría ni en la divinidad ni en la humanidad [oute mēn en theot ēti esti kai anthropōtēti], y no sería llamado ni Dios ni hombre [oute de theos onomasthēsetai oude anthrōpos] sino solamente Cristo: y la palabra Cristo no sería nombre de la persona” (De fide orthodoxa III, 5). Esta estructura, oute… oude, ni… ni, eminentemente neutra (ne-uter) es el verdadero riesgo y el lugar específico de la cuarta persona. Su estatuto ontológico no es el de una naturaleza o esencia, como la divinidad o la humanidad, tampoco el de una hypostasis, como Cristo, el Padre, Pedro o Pablo; de alguna manera, no pertenece a las categorías de la onto-teo-logía. La anhypostasis, es decir la carne o archi-carne46 la carne apostática, apóstata, no pertenece al Ser tal como ha sido pensado por la metafísica dogmática. En términos estrictos, designa un extra-ser, una región allende al Ser (creador o creado). Para emplear un término de Alexius Meinong, diremos que la cuarta persona es Außersein.47 Lo cual significa que no podemos decir que existe, tal como existen –para la teología– las cosas y los espíritus, los hombres y los ángeles; diremos más bien que subsiste en el límite o por fuera del Ser. Paradójicamente, el término hypostasis ha sido traducido muchas veces por subsistencia, lo cual es justo (hypo: debajo + stasis: mantenerse erguido, yacer). Sin embargo, la teología ha reservado la realidad más eminente a este término, por eso en Juan la hypostasis designa el principio de existencia individual. En el caso de la cuarta persona, en cambio, se trata de una entidad inexistente, pero por eso mismo subsistente en su sentido propio. Su extra-ser se ubica por debajo, o más bien en el medio de la realidad metafísica, entre la materia y el espíritu.

      Consideremos las dos modalidades, conjuntiva y disyuntiva, de la segunda hypostasis con mayor detenimiento:

cuadro

      El dispositivo hipostático, de este modo, ha funcionado siempre como un aparato de sutura.48 La naturaleza divina y la humana se suturan, sin confundirse ni mezclarse, en la hypostasis crística. Este es el aspecto conjuntivo de la hypostasis: la hypo-stasis como sys-stasis. Pero según su sentido disyuntivo, y este es el mayor peligro para la teología, la hypostasis puede lacerarse en su interior, puede devenir apo-stasis y dar lugar a una herida (trauma) que ninguna coniunctio puede conjurar.49 El corazón de Cristo, el sagrado corazón, alberga la puerta al abismo extra-ontológico. En ese abismo, al interior de la dehiscencia, la palabra Cristo pasaría a designar algo para lo cual faltan quizás los nombres pero que los teólogos, y Juan de Damasco en particular, han identificado con la cuarta persona. El pasaje que hemos citado hace un momento adquiere, entonces, su sentido extremo: “no se ubicaría ni en la divinidad ni en la humanidad, y no sería llamado ni Dios ni hombre sino solamente Cristo: y la palabra Cristo no sería nombre de la persona” (De fide orthodoxa III, 5).

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