Psychomachia I. Germán Osvaldo Prósperi
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СКАЧАТЬ entonces, que el dispositivo del eidōlon cumple la misma función, en la literatura griega clásica, que la noción de “fantasma” o “apariencia” en la cristología docetista. Nos interesa concentrarnos en este nexo entre eidōlon y phantasma puesto que en ambas nociones, íntimamente vinculadas a la esfera semántica de las imágenes, se cifra, creemos, el mayor peligro de la teología cristiana.76 En lo que sigue analizaremos rápidamente el caso de Heracles77 para mostrar que la noción de eidōlon, como la de phantasma en el docetismo en general y en Marción en particular, disloca por completo la lógica –la onto-lógica, la lógica del ente– de la teología ortodoxa. Nos detendremos, para eso, en algunos pasajes de los Dialogi mortuorum de Luciano de Samosata, pues en ellos, quizás más que en cualquier otro tratado del paganismo antiguo, se muestra con total claridad el cortocircuito que generó el eidōlon, y más allá la imagen en un sentido amplio, en el seno de la metafísica y la antropología antiguas.

      2.1. El eidōlon de Heracles78

      En la sección quinta del libro XVI de los Dialogi mortuorum, en la cual Diógenes de Sínope (¡la misma ciudad, casualmente, de la que proviene Marción!) conversa con Heracles, Luciano utiliza varias veces el término eidōlon para referirse precisamente al fantasma del héroe. Diógenes, que se encuentra en el Hades, ve acercarse a Heracles, ante lo cual se muestra sorprendido ya que, por ser hijo de Zeus lo considera un dios. Heracles, entonces, le explica su doble naturaleza, divina y humana, y su condición fantasmal: “Heracles está en el cielo con los dioses […] yo soy su imagen [ego d’eidōlon]” (XVI, 1). Ante la respuesta de Heracles, Diógenes le pide que le explique de quién es la imagen, si de la parte mortal que corresponde a su procedencia humana o de la parte divina que le corresponde a los dioses. El héroe le dice que es la imagen o el fantasma de la parte mortal, del cuerpo, ya que la parte divina, el alma, está con los dioses en el cielo: “¿No estamos todos compuestos por dos elementos [synkeisthai ek duein], el alma y el cuerpo [psychēs kai sōmatos]? ¿Qué le impediría al alma entonces estar en el cielo, con Zeus, y a la parte mortal, yo mismo, entre los muertos?” (Dialogi

      mortuorum XVI, 4). La respuesta de Heracles da a entender que la imagen corresponde a su parte mortal, es decir al cuerpo. Pero enseguida Diógenes muestra la aporía contenida en las palabras de su interlocutor. Lo que dice el hijo de Anfitrión sería verdadero, sostiene Diógenes, siempre y cuando quien le hablase fuera el cuerpo de Heracles; pero como el filósofo cínico conversa con su imagen, Heracles no puede identificarse con su cuerpo, puesto que –objeta Diógenes– las imágenes no tienen cuerpo [asōmaton eidōlon]. Pensando las cosas con detenimiento, continúa Diógenes, habría en realidad tres Heracles: “uno en el cielo, uno en el Hades (la imagen con la que está hablando) y finalmente el cuerpo que ha retornado al polvo” (XVI, 5). Las palabras de Diógenes generan un cortocircuito en el paradigma metafísico occidental que, desde Platón en adelante, va a dividir la realidad, y sobre todo la realidad humana, en un plano etéreo y divino representado por el alma (psychē) y un plano sensible y mortal representado por el cuerpo (sōma). El eidōlon no es ni completamente espiritual o anímico ni completamente material o corporal. En la medida en que no se lo puede identificar con ninguna de las dos instancias de la antropología tradicional, el eidōlon o el phantasma se sitúa en un lugar difuso –y, en algún sentido, paradójico– entre la vida y la muerte. El eidōlon aparece en los Dialogi mortuorum funcionando como un tercer término que, lejos de articular los extremos de la dicotomía metafísica, los desactiva y subvierte.

      Las líneas dominantes de la teología cristiana occidental, sobre todo de ascendencia platónica, han tendido a pensar lo humano, lo que más tarde Tomás de Aquino llamará la quidditas del hombre, a partir de esta synkeisthai ek duein, este compuesto de dos elementos que menciona Luciano en sus Dialogi.79 Los dos elementos, como rápidamente aclara el autor, no son más que psychē kai sōma, el alma y el cuerpo.80 Cada elemento, como leemos en Luciano, remite directamente a un determinado nivel ontológico: psychē, la parte inmortal, al cielo, es decir, a los dioses, al reino de lo invisible; sōma, la parte mortal, a la tierra, al reino de lo visible. Esta concepción, cuyo modelo conceptual encontramos ya plenamente desarrollado en la teoría platónica de los dos mundos, parece ser uno de los aspectos esenciales de la historia metafísica y de la teología ortodoxa.

      Lo interesante del texto de Luciano es que introduce un tercer elemento representado por la palabra eidōlon (imagen), un tertium que viene a desarticular, es decir, a volver problemática la articulación, la synkeisthai ek duein, entre los dos extremos de la coniunctio metafísica. Como indica Diógenes, que por supuesto también es una imagen,81 el eidōlon es, por un lado, incorpóreo (asōmaton) y por lo tanto diferente del cuerpo; y por otro lado es perceptible (“¿No es ese Heracles?” (XVI, 1), se pregunta Diógenes cuando lo ve llegar al Hades), y por ende diverso del alma, que es invisible. Diógenes es quien demuestra, a fuerza de argumentos y cinismo, el verdadero estatuto de la imagen fantasmal, quien obliga a Heracles a reconocer su paradójica naturaleza. La estupefacción de Heracles ante la triple naturaleza del hombre que le sugiere Diógenes es la misma que experimenta la metafísica ante la “realidad irreal” o la “irrealidad real” de la imagen. Cuando el cínico concluye, retomando las mismas premisas de su interlocutor, que deben existir tres Heracles, este último se muestra inquieto y sorprendido. “¿¡Tres!? [pōs triploun]” (XVI, 5), exclama el héroe sin poder seguir el pensamiento de Diógenes. Y es precisamente este triploos ni visible ni invisible, ni humano ni divino, lo que va a definir in extremis al fantasma. En el próximo apartado veremos que en los rincones opacos del Adversus Marcionem de Tertuliano se insinúa esta “entidad” fantasmática que, incluso más allá de Marción, pone en cuestión la estructura profunda del andamiaje teológico.

       3. Phantasma phantasmatis: Cristo como dehiscencia y disiunctio

      El peligro que Tertuliano percibe en las enseñanzas de Marción, peligro que no por nada lo lleva a escribir su obra más voluminosa, no se encuentra en la realidad pecaminosa de la carne ni en la mera concupiscencia de los apetitos animales, sino en algo mucho más decisivo e inaceptable: en la condición insubstancial, ni material ni espiritual, ni corpórea ni incorpórea, ni visible ni invisible, del fantasma, del Cristo fantasmático. El phantasma, y no el corpus ni la caro, es el verdadero punto de desencaje de la cristología dogmática, la eversio, la subversión o, mejor aun, la perversión del opus Dei. Pero para llegar al corazón del fantasma, es preciso ir incluso más allá de Marción y leerlo, de algún modo, contra sí mismo. Para Marción, el Cristo fantasmático se identifica con la realidad espiritual de la divinidad. Cristo es divino, y justamente por eso, no puede asumir una naturaleza corpórea. Por tal motivo, Tertuliano se esfuerza por demostrar que la redención del hombre implica por necesidad la condición también humana del Hijo de Dios.82 Si para Marción Cristo es sólo divino, para Tertuliano (y para el canon de la cristología ortodoxa) es a la vez humano y divino. Pero creemos que el verdadero peligro para la teología, peligro que se ocultaba en la noción de phantasma, radica en su condición irreductible a las polaridades propias de la tradición occidental. Como si el phantasma hubiese abierto un hiato o una dehiscencia entre lo divino y lo humano, entre lo sensible y lo inteligible o entre la materia y el espíritu, hiato que la teología de Occidente intentará conjurar o suturar por todos los medios. Tertuliano, por supuesto, ha presentido esta amenaza implícita de algún modo en las enseñanzas de Marción. Gran parte del dispositivo de refutación de la herejía marcionita (y, en la misma línea, docetista) implementado por los teólogos y Padres de los siglos II-III (Ireneo, Justino Mártir, Tertuliano, etc.) tiene por finalidad conjurar la naturaleza fantasmática o aparente de Cristo. Pero si bien la identificación del fantasma con la divinidad o con el espíritu, y el consecuente rechazo de la humanidad del Salvador, resultaba ciertamente blasfemo, lo intolerable e inasimilable por el dogma incipiente de la cristología ortodoxa era la posibilidad de un Cristo que, por ser precisamente un fantasma, no fuera ni humano ni divino, ni material ni espiritual. La condición específica e irreductible del fantasma es la verdadera mancha ciega de la teología de Occidente. En el Adversus Marcionem, de hecho, Tertuliano hace referencia a esta naturaleza específica del fantasma cuando sostiene que, de seguir las tesis СКАЧАТЬ