Encuentros decisivos. Roberto Badenas
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Название: Encuentros decisivos

Автор: Roberto Badenas

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

Серия:

isbn: 9788472088511

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СКАЧАТЬ . Cristo, al ser el único hombre que nunca sucumbió a la tentación, es el único que conoce hasta el fondo lo que significa ser tentado (C. S. Lewis, Mero cristianismo, cap. 11).

      32 . Lucas 4: 13 dice que el diablo lo dejó «hasta otra ocasión».

      33 . «Una tentación vencida dará poder para resistir más firmemente la segunda; cada nueva victoria ganada sobre el yo allanará el camino para triunfos superiores y más elevados. Cada victoria es una semilla sembrada para la vida eterna» (E. G. White, La fe por la cual vivo, Buenos Aires: Casa Editora Sudamericana, 1958, pág. 60).

      34 . Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad, Madrid: Ediciones Siruela, 2007, pág. 376.

      1

      La cita

      Cae la paz de la tarde sobre la hondonada del valle. Las sombras extienden su abrazo por la encrucijada del vado y remontan pausadas las abruptas laderas. El chirrido de las chicharras empieza a remitir, y de las charcas, tras las adelfas en flor, sube en notas limpias el croar de las ranas.

      Despacio se alejan los trémulos balidos de los rebaños que se retiran a sus apriscos. De los zarzales y mirtos llegan susurros de abejas, afanadas en los restos dulzones de las últimas bayas. Abajo, más allá del rumor de los cañaverales y de los lodazales erizados de juncos y papiros, serpentea el Jordán, limoso y verde.

      Dos jóvenes aguardan impacientes, en el cruce del camino, bajo el precario frescor de los sauces.

      Desde su precario observatorio los viajeros divisan, colgado en el último despeñadero del desierto, el monasterio que los esenios edificaron allí, frente al mar Muerto, para mantener siempre, a la vista de los monjes, los malditos efectos del pecado, y alejarse de él con sus ascéticos ritos.

      Si Andrés y su amigo se decidiesen, podrían llamar a su puerta esa misma tarde y solicitar su ingreso en la comunidad, sucumbiendo a recientes tentaciones. Un novicio de su edad, arropándose con orgullo en su túnica blanca, les había exaltado, con ceño adusto y mirada ardiente, las virtudes purificadoras de la espiritualidad monacal:

      El muchacho parecía muy convencido. Pero ¿al reino de Dios se accede solo renunciando a los riesgos de la vida en sociedad? ¿Huir del peligro no es de cobardes? Sus amigos zelotes, con los que se reunían a veces en la clandestinidad, les insistían casi en lo contrario:

      —El reino de Dios hemos de imponerlo y construirlo nosotros, rompiendo como haga falta el yugo del opresor idólatra. Tenemos que luchar con nuestras propias manos, con todas nuestras fuerzas, y hasta con nuestra sangre si hace falta, contra los enemigos de Jehová de los ejércitos si queremos que el Mesías venga a liberarnos de Roma y de todos los males.

      Sus amigos zelotes eran también muy sinceros y fanáticos, pero valientes hasta el sacrificio. Uno de ellos había muerto mártir, crucificado por terrorista, hacía poco tiempo.

      ¿A quién seguir? Esa es la gran pregunta que atormenta la mente idealista de los jóvenes viajeros. ¿Qué camino lleva a la salvación? ¿El de la lucha a muerte contra los adversarios de Dios o el del aislamiento del mundo?

      —Dilema necio —responden con altivez los saduceos—. El cielo es solo de Dios. Para los mortales no hay más «reino» que el que ellos se agencien. El Todopoderoso reparte bendiciones y castigos en esta vida, porque no hay otra. Premia o sanciona según su voluntad soberana, sin que sepamos en todo momento el porqué de sus decisiones.

      A lo que los fariseos alegan:

      —Grave herejía. La Torá deja bien clara la ruta a seguir: Dios salva mediante la observancia de su Ley. La justicia divina se revelará inexorable en el juicio venidero sobre tu conducta en esta vida. Tus obras te salvan o condenan. Tras la inevitable muerte, el Juez supremo decide si la balanza de tus buenas acciones, oraciones, ayunos y limosnas, supera el peso de tus pecados.

      Perplejos ante esta encrucijada de caminos los jóvenes no saben qué dirección tomar. Por eso han viajado de lejos hasta aquí, el vado de Betábara, empujados por su desconcierto y por su sed de absoluto, a escuchar en persona al nuevo profeta. Interpelados por su mensaje han respondido a su llamamiento:

      —Arrepentíos, porque el reino de los cielos se acerca y mostrad por vuestros frutos la conversión de vuestros corazones. Dejad que Dios os limpie de vuestro pasado, renaciendo, con el bautismo, a una vida nueva. Solo Dios puede salvarnos de nosotros mismos y transformarnos por su poder. Yo os bautizo con agua, para marcar la ruptura de un nuevo nacimiento, pero el que viene tras mí es quien os puede sumergir en la atmósfera del Espíritu.

      De sus propios labios lo han escuchado. Para saciar su sed espiritual, los inquietos viajeros tienen que orientar el rumbo tras un nuevo guía, y ese no es el Bautista.

      —No, no lo soy. Yo soy tan solo una voz que clama en el desierto para prepararle el camino. El maestro que está por venir es vuestro guía. Más aun: él es el cordero de Dios anunciado, el único capaz de salvar al mundo de sus pecados y de abrirnos a todos las puertas del cielo.

      La pista no parece muy clara, pero los viajeros saben ya que la clave de lo que buscan no está allí, en el vado del Jordán, ni en las celdas de Qumran, ni en el templo de Jerusalén, ni en los piquetes de los sicarios, ni en las aulas de los doctores de la Ley. El rumbo a seguir lo va a marcar el Salvador prometido.

      Su inquietud se enardece cuando el profeta les señala a la distancia, con su enjuta diestra, a un caminante que baja por la ladera del monte:

      —Por fin, ahí llega. Es él. Seguidle dondequiera que os guíe.

      Embargados por la emoción, los jóvenes acechan impacientes, a su encuentro. Aquel hombre que se acerca silbando, de rostro anguloso tostado por el sol, es el maestro a quien deben seguir.

      Pero el peregrino no se sabe esperado y prosigue sin detenerse.

      Aunque su paso es firme no parece tener prisa y a los jóvenes no les cuesta alcanzarlo. Intimidados por su proximidad, no se atreven a dirigirle la palabra y caminan tras sus pasos, cohibidos. Le siguen de tan cerca que el viajero nota su presencia, se detiene sonriendo y, con voz grave, pero acogedora, les pregunta:

      Los muchachos, tomados por sorpresa, no consiguen responder, porque no saben formular lo que buscan. Se sienten desorientados, confundidos, insatisfechos de su vida y desean encontrar un camino que le dé sentido y los haga felices. Pero no saben poner palabras al objeto de su búsqueda.

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