Название: Los conquistadores españoles
Автор: Frederick A. Kirkpatrick
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153808
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Moctezuma había sabido de la llegada y las proezas de los barbudos hombres blancos durante el año anterior por medio de dibujos hábilmente pintados en paños, que veloces corredores le llevaban a su palacio, y ahora también le informaban de los movimientos de Grijalva. Los habitantes de la costa, señalando hacia el Poniente, dijeron a los españoles que el oro abundaba allá. Grijalva, establecido de esta manera el contacto con la gente de la costa, regresó a Cuba portador no sólo de muestras de oro, sino también de una descripción de la espantosa capilla ensangrentada de la isla de los Sacrificios, donde acababan de ser inmoladas a los dioses cinco víctimas humanas, cuyos corazones les habían arrancado.
Velázquez, molesto de que Grijalva, demasiado fiel a sus instrucciones, no hubiese intentado algo más, preparó una tercera expedición, poniendo a su frente a Hernán Cortés, alcalde de la ciudad de Santiago. Cortés había pasado una juventud alegre y despreocupada en la Universidad de Salamanca y en Medellín, su ciudad natal, donde escapó por milagro de una aventura amo rosa. En 1504 se embarcó para las Indias en busca de fortuna. Señalado por sus eficaces servicios en la «pacificación» de la Española y la galante audacia de sus asuntos amorosos, fue con Velázquez a Cuba como secretario; pero, siendo una persona agradable en sociedad y un compañero solicitado, dejaba a un colega el trabajo pesado de oficinas, mientras él se dedicaba a las aventuras sensacionales, que una vez le condujeron a la cárcel, otra vez a nadar para salvar la vida y, por último, a un matrimonio impremeditado, aunque, una vez casado, declaró a Las Casas que estaba tan satisfecho de su mujer como si hubiera sido la hija de un duque. Velázquez, que le había encarcelado, se reconcilió con tan agradable y animosa persona, fue padrino del hijo de Cortés y dio a éste el mando de la nueva expedición. Cortés poseía todas las condiciones de un caudillo, incluso una discreta independencia que no le comprometía. Un típico caballero español, de inquebrantable lealtad para con el rey; pero, conquistador típico a la vez, estaba decidido a no obedecer a nadie que no fuera el rey.
Velázquez comprendió este peligro y revocó la designación; pero ya era demasiado tarde. Cortés había levado anclas en Santiago y se encontraba en el otro extremo de la isla reclutando gente y almacenando víveres que no podía pagar. «A la mi fe, anduve por allí como un gentil corsario», decía luego a Las Casas. Sus hombres ya le querían, y Bernal Díaz asegura que habrían muerto por su caudillo. Con objeto de comprar un caballo para uno de sus capitanes, llamado Puerto Carrero, Cortés se arrancó un botón de oro de su ropa, pues ahora que era jefe llevaba hermosos vestidos y sombrero emplumado. Otros capitanes eran: el fuerte y ambicioso Pedro de Alvarado, el cual había mandado un barco cuando Grijalva y ahora seguía a Cortés con sus cuatro hermanos, llamados por los mejícanos, Tonatiuh (el sol), por su valor, belleza y gentiles modales, más tarde conquistador de Guatemala y destinado a un trágico fin; Cristóbal de Olid, maestre de campo, cuyo valor hubiera sido más eficaz acompañado de otro tanto de prudencia, luego ahorcado por rebelde en la conquista de Honduras; Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, notable capitán, el más joven de todos ellos, en quien más confianza y cariño puso Cortés; murió, aún joven, en Palos, cuando acompañó a Cortés a España.
En febrero de 1519 partió para la isla de Cozumel una escuadra de 11 barcos, llevando, aparte de 100 marineros, cerca de 500 voluntarios —entre ellos 32 ballesteros, 13 arcabuceros y también algunos negros y esclavos cubanos—; tenía siete cañones pequeños. Pedro de Alvarado, que alcanzó el primero la isla en un navío más rápido, había ahuyentado a los indios con su imprudencia característica, verificando un pequeño saqueo y haciendo algunos cautivos. Cortés le reprendió severamente, y devolvió lo que había sido robado, haciendo además regalos. Al día siguiente «andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado y mandó Cortés que no se les hiciese enojo alguno». Allí se les unió un extraño recluta, pero que fue bien recibido, el cual venía del Continente en una piragua; un hombre tostado por el sol, medio desnudo, con un canalete al hombro; por las apariencias un esclavo indio. Se presentó con las palabras «Dios y Santa María de Sevilla». Se trataba de un sacerdote español llamado Aguilar, que siete años antes se había escapado de la jaula en la que él y sus compañeros de naufragio eran engordados para la fiesta caníbal del sacrificio; luego fue esclavo de un cacique, y, como había aprendido la lengua maya, podía servirle de intérprete a Cortés. Después de explicar a los isleños un compendio de la religión cristiana, Cortés bordeó la costa continental, llevando con él tan valioso compañero.
Al desembarcar en Tabasco, los indígenas le eran hostiles; entonces se les leyó e interpretó tres veces la «requisitoria» por medio de Aguilar, sin lograr nada con ellos. Tras algunas escaramuzas, una masa de muchos miles de indios avanzó dispuesta al ataque. Iban armados con hondas, arcos, lanzas, jabalinas lanzadas con disparadores y un arma que los españoles llamaron montante, «espada a dos manos». Estaba formada por una hoja de espada de unos cuatro pies de longitud, a cada uno de cuyos lados había una muesca provista de piedra obsidiana, cortante como una navaja de afeitar, aunque se embotaba después de unos cuantos mandobles. Todas las tribus de Nueva España —tlaxcaltecas, aztecas, guatemaltecas y otras— estaban entrenadas en el manejo de estas armas y lanzaban sus proyectiles, piedras redondas, jabalinas y flechas con perfecto tino. La mayoría de las jabalinas, flechas o lanzas, eran sólo de madera puntiaguda endurecida al fuego, pero algunas tenían la punta de hueso o de piedra afilada. Como armas defensivas usaban los indios escudos circulares de madera o se protegían con jubones de algodón acolchado; estos últimos fueron adoptados por los españoles, muy pocos de los cuales tenían cotas de malla. Los españoles sufrieron muchas heridas combatiendo, sobre todo por las piedras que arrojaban las hondas con gran fuerza y precisión; pero en las largas luchas que siguieron no cayeron muchos en los campos de batalla, y es evidente que las armas indígenas no podían enfrentarse con el acero de las espadas, lanzas y dardos de las ballestas, además de unos cuantos arcabuces y las balas de piedra que arrojaba el cañón. Además, los indios carecían de estrategia: si uno de sus jefes caía, sus seguidores solían dispersarse; y los guerreros indios, cuando entraban en batalla con sus nutridas filas, no ansiaban matar a los enemigos sino cogerlos vivos para el sacrificio ritual.
Díaz, describiendo la batalla de Tabasco, habla de grandes masas que cubrían la llanura. «Se vienen como perros rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta flecha y vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros... y no hacían sino flechar y herir... y nosotros con los tiros y escopetas y ballestas no perdíamos punto de buen pelear... Mesa, nuestro buen artillero, con los tiros mataba muchos de ellos, porque eran grandes escuadrones... y con todos lo males y heridas que les hacíamos no los podíamos apartar... y en todo tiempo Cortés con los de a caballo no venía y temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre... Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silvos y gritos, y echaban tierra y paja en lo alto porque no viésemos el daño que les hacíamos y tañían entonces trompetas y trompetillas, silbos y voces, y decían ala lala.
»Estando en esto, vimos asomar los de a caballo; y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, nos miraban tan de presto los de a caballo, que venían por las espaldas; y como el campo era llano y los caballeros buenos jinetes, y algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dándoles tan buena mano, y alanceando a su placer... dimos tanta priesa en ellos, los de a caballo por una parte y nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas. Aquí creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces... se acogieron a unos montes que allí había... enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos con el unto del indio y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.»
Cortés СКАЧАТЬ