Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick
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Название: Los conquistadores españoles

Автор: Frederick A. Kirkpatrick

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Historia

isbn: 9788432153808

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СКАЧАТЬ casa de Toledo grandes rentas y señoríos, envidia de todos los grandes de España, según él mismo declara.

      Desde que, al celebrarse en 1892 el cuarto centenario de su gran viaje, se concentró en los temas colombinos la atención mundial, se ha discutido mucho, en varios idiomas, sobre el nombre de Colón. Estas interminables contiendas eruditas se deben a que Colón rara vez se contentaba con los simples hechos, aunque tampoco puedan siempre atribuirse sus divagaciones y contradicciones a los agradables impulsos de su imaginación sin control. Pero las laboriosas investigaciones de los críticos y la abundante literatura referente al hombre y a su obra, son ya en sí mismas una evidencia de la grandeza de éste. La fama de Colón es principalmente póstuma; pero aquellos que lo conocieron y nos hablan de él le tuvieron por un gran hombre. Para Méndez, que lo quería, es «el gran Almirante, el Almirante de gloriosa me moria». El cronista Bernáldez, que le tuvo de huésped, habla de Cristóbal Colón «de maravillosa y honrada memoria». Las Casas —el cual, aunque censurando mucho de lo que hizo Colón, no puede contener una admiración entusiasta— declara que ningún otro súbdito rindió a su soberano tanto servicio como Colón. Este servicio ha quedado expresado en el mote que la familia del almirante añadió a sus armas:

      A Castilla y León

      nuevo mundo dio Colón.

      [1] Véase M. FERNÁNDEZ NAVARRETE: Viajes de Colón. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.

      [2] Como, por ejemplo, en el libro de CHARLES KINGSLEY At last.

      [3] Para satisfacer a los portugueses y aclarar algunos puntos oscuros de las Bulas pontificias, la corona española y la portuguesa convinieron, por el Tratado de Tordesillas de 1494, en que una línea trazada de Norte a Sur, 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, dividiría los descubrimientos y conquistas occidentales de los españoles, de las orientales de los portugueses. Esta línea entregó a Portugal la parte oriental del Brasil. Con este tratado no se quiso reemplazar las decisiones pontificias, sino llevarlas a la práctica y aclarar las dudas celebrando un acuerdo directo entre las dos potencias interesadas.

      [4] Más tarde se hizo una excepción con los caníbales y los enemigos capturados en guerra. Los aventureros españoles dieron a esta concesión una interpretación extensiva, y la caza de esclavos se convirtió en un negocio lucrativo.

      [5] Estos repartimientos se desarrollaron luego en el sistema de encomiendas, feudos de vasallos indios concedidos a los conquistadores en todas las Indias españolas.

      [6] Véase M. FERNÁNDEZ DE NAVARRETE: Viajes de Américo Vespucio, Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.

      [*] Cfr. mapa de referencia n. 1.

      III.

      LAS ISLAS

      Después del último viaje de Colón y de la muerte de la reina, hubo una tregua de cinco años en la exploración y en las tentativas de colonización. La corona tenía mucho que hacer con los asuntos interiores, y los pocos cientos de españoles que habían ido a parar al Nuevo Mundo se encontraban con sitio de sobra en la gran isla Española y en la vecina de Puerto Rico, recorrida en 1508. En este intervalo de tranquilidad se exploraron las costas de las Antillas y se hicieron cautivos para sustituir a la población servil, cada día más mermad a, de la Española; y los isleños anfibios de las Bahamas, cuya gentil inocencia tanto había impresionado a Colón, eran secuestrados para que pescaran perlas en Paria, a 1.000 millas de sus hogares. Entretanto, Ojeda, Juan de la Cosa y otros recogían perlas y oro, o por cambio o por fuerza, a lo largo de la coste venezolana y embarcaban esclavos para España.

      Éstos eran sólo viajes de paso, pero los años 1509-1512 trajeron un doble movimiento de expansión partiendo de la Española: la tarea relativamente fácil de ocupar las islas cercanas y la peligrosa empresa de una lejana colonización en el Continente americano o Tierra Firme; esto es, las costas del mar Caribe, para donde se embarcaron los más atrevidos, arriesgando sus vidas en la búsqueda del oro y el poder.

      La ocupación de las islas habitadas por gentes desnudas y pacíficas puede contarse en pocas palabras. Ponce de León, un noble caballero, había acompañado a Colón en 1493, y durante quince años probó sus dotes de hombre capaz y de confianza. Bajo Colón y sus sucesores se distinguió en la conquista o pacificación de la parte oriental de la Española, y quedó al mando de aquella región. Allí le dijeron sus súbditos indios que en la isla de Puerto Rico podía hallarse mucho oro, casi a ras del suelo. Para lograr tan preciada recompensa fue allá con guías indios y unos cuantos españoles. El cacique principal de la isla los recibió amablemente, cambió hombres con él como muestra de afecto, le condujo a ríos que arrastraban oro en sus aguas y entregó al español su propia hermana; pero esta amistad fue breve; Ponce de León repartió los indios entre los amos españoles para que les sirvieran por la fuerza en la busca del oro y en el cultivo de la tierra. El cacique amigo murió, y su sucesor planeó con otros jefes el exterminio de los molestos huéspedes. La rebelión fue súbita e inesperada; los puestos españoles fueron incendiados, y los cristianos tuvieron que defenderse contra multitudes que se precipitaban sobre ellos para aniquilarlos. Unos 70 españoles —la mitad de los que había en la isla— perecieron. Siguió una fiera revancha: incendios, ahorcamientos, utilización de perros salvajes, esclavitud completa, disminución y luego desaparición de la población nativa.

      Oviedo cuenta dos historias significativas sobre las circunstancias de la conquista. Diego de Salazar, cuya valentía era proverbial entre los indios («piensa tú que te tengo de temer como si fuesses Sala ar»), supo por un lloroso esclavo indio que el amo de éste, llamado Juárez, estaba en manos de una multitud de indios que celebraban una fiesta alegre y triunfante a la que había de seguir un baile, especie de ceremonia religiosa entre los nativos. En esta ocasión iba también a celebrarse un juego para disputarse un premio, y los que ganaran obtendrían la distinción de matar al cautivo cristiano. Salazar, al enterarse de la inminente tragedia, obligando al aterrado fugitivo a guiarle —muy encontra de su voluntad— hasta el lugar de la escena descrita, llegó a la choza donde tenían atado a Juárez y lo desató, diciéndole: «Sé hombre y sígueme.» Los dos españoles pasaron como una exhalación por entre los confiados indios y escaparon. El jefe indio, que había sido herido en la contienda, envió mensajeros a Salazar e, invitándole a volver, le ofreció perpetua amistad y le pidió el honor de llevar el nombre de Salazar. El español accedió, y el cacique, mientras sus súbditos le saludaban con gritos de «¡Salazar!, ¡Salazar!», entregó al español cuatro esclavos y algunas joyas como señal de amistad.

      El otro relato se refiere a un perro llamado Becerrillo, al cual, por su habilidad en la guerra contra los indios, se le asignaba la parte de un ballestero en todos los botines —la mitad de lo que ganaba un soldado corriente—; a cada distribución se pagaba debidamente esta parte al dueño de Becerrillo. Diez españoles con el perro eran más temidos que cientos sin él. Becerrillo conocía a un indio bravo entre una multitud de indios mansos, y si se lanzaba tras un fugitivo, seguía la pista, agarraba por el brazo al indio y le hacía volver, o, caso de resistirse, lo hacía pedazos. En una ocasión decidió Salazar, después de una batalla, arrojar uno de sus cautivos, una vieja, a Becerrillo; ordenó a la mujer que llevara una carta a unos cristianos que se hallaban a una legua de allí; cuando la mujer había avanzado como la mitad del alcance de una piedra, le soltaron el perro y ella СКАЧАТЬ