Название: Los conquistadores españoles
Автор: Frederick A. Kirkpatrick
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia
isbn: 9788432153808
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Siguiendo la costa del Oeste y al Noroeste, la flota entró en la ensenada de San Juan de Ulúa. El Viernes Santo de 1519 la tropa acampó en la playa, y allí oficiaron la celebración de la Pascua de Resurrección dos capellanes, el padre Olmedo y el padre Díaz, en presencia de los indígenas. Cuatro meses permanecieron en las inmediaciones de la costa, no en el mismo lugar, pues en él murieron de fiebre 35 hombres. Durante aquellos cuatro meses conquistaron para España dos extensas provincias, sin haber hecho un disparo, y se edificó una ciudad fortificada para mantener el dominio del territorio.
[1] A. P. MAUDSLAY.
[2] El primero de ellos procedía de la municipalidad de Veracruz, pero fue, sin duda alguna, escrito por Cortés, el cual le añadió una carta suya, que se ha perdido, dirigida al emperador. Entre el primero y el segundo despacho hay un vacío que se llena con otros relatos. (Véase HERNÁN CORTÉS: Cartas de relación de la conquista de Méjico. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.)
[3] BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO: Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.
[4] Es raro que antes de esta fecha no se hubiera sabido nada en Cuba ni en Santo Domingo sobre la costa del Yucatán. Si algún explorador desconocido llevó noticias de aquellas tierras, sus informes no dejaron huella. El señor Medina ha probado en su biografía de Salís que es un mito el supuesto viaje de Pinzón y Salís a lo largo de aquella costa en 1506. En 1513, un barco que conducía a un emisario de Balboa desde Santo Domingo a España naufragó en la costa del Yucatán, pero nada se supo acerca de este naufragio en las colonias españolas. La primera noticia se tuvo en España a fines de 1517, y uno de los ministros flamencos de Carlos solicitó la concesión del nuevo territorio. El emperador se lo prometió, pero hubo de rescindir su promesa verbal ante la protesta de Diego Colón. que se hallaba entonces en la Corte.
VI.
LA MARCHA SOBRE MÉJICO (1519-1520)
Y Cortés dijo: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos.»
BERNAL DÍAZ
Que una partida de aventureros armados —sólo hombres— inaugurase tan audaz empresa con la fundación ceremonial de una municipalidad organizada, puede parecer un procedimiento caprichoso. Sin embargo, para el español, imbuido de la gran tradición de los municipios medievales españoles, la forma constitucional adecuada para asegurarse la permanencia de su obra era el establecimiento, al comienzo, de una ciudad. Los hombres de Cortés no estuvieron, sin embargo, unánimes: los partidarios de Velázquez querían volver a Cuba, mientras que sus capitanes y adictos estaban decididos a seguirle a donde fuera. Éstos, de acuerdo con Cortés, pidieron que se edificara una ciudad para tomar posesión de tierra tan rica. Habiendo recibido seriamente esta petición después de mostrar una discreta deferencia hacia los partidarios de Velázquez, llevó a cabo la comedia de dejarse fiscalizar por sus propios soldados, y al efecto nombró regidores y dos alcaldes. El municipio constituido de esta manera nombró a Cortés gobernador y comandante de Nueva España.
Esta audaz combinación vino a ser un burlesco círculo vicioso, puesto que Cortés fue elegido por las autoridades que él mismo había nombrado; pero las personas interesadas no vieron nada anómalo en el hecho de que un organismo cívico, cualquiera que fuese su formación, asumiera una amplia autoridad; y el municipio de la ciudad de Villa Rica de Veracruz contó estos trámites legales en un despacho[1] enviado al rey por medio de dos procuradores, representantes de la ciudad recién fundada. Cortés legalizó en esta forma su situación, que ahora no dependía ya de Velázquez, sino sólo de la corona. Demostró tener singulares dotes para el caudillaje persuadiendo a todos sus hombres para que renunciaran al botín con objeto de mandarle así al rey un argumento convincente en apoyo de sus pretensiones.
Entonces hicieron ceremoniosamente el trazado del plan rectangular de la ciudad, con su plaza central. Colocaron en la plaza el rollo que simbolizaba la justicia y, más allá, una horca. Se marcaron solares para la iglesia, el cabildo y la cárcel. Cortés fue el primero en acarrear piedra para los muros y en cavar los cimientos. Pero el trabajo estuvo a cargo de los labradores indios de la vecindad.
Mientras tanto, las relaciones con los indígenas costaneros eran amistosas; y del «gran Moctezuma» (como siempre le llama Díaz) vinieron mensajeros que incensaron a los extranjeros con incienso de copal y les ofrecieron regalos —paños de algodón, mantos de vistosas plumas tornasoladas, adornos de oro bellamente trabajados, «una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino..., y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores»—. Esta sensacional seguridad de la existencia de tesoros no era precisamente lo más a propósito para que se cumplieran los deseos de Moctezuma, repetidamente expresados en sus mensajes, de que no fueran a Méjico. Las circunstancias favorecieron a los invasores, pues era tradición corriente entre los aztecas que su benéfico dios tutelar Quetzalcóatl, después de enseñar a sus antepasados las artes de la vida, había marchado al Oriente, prometiendo regresar algún día. A este dios lo representaban como un hombre alto y barbado de hermoso cutis; así, cuando —en una época que venía bien con la profecía[2]— llegaron en casas flotantes hombres blancos con barbas, que domaban ciervos gigantes (caballos) y lanzaban el trueno y el rayo, Moctezuma, sacerdote y augur a la vez que rey, temió o casi creyó que el dios, acompañado por otros teules (seres sobrenaturales), había venido a reclamar sus derechos sobre aquellas tierras y que su propio trono estaba en peligro. De aquí su vacilación entre el terror sumiso y la alarma indignada; de aquí las ofrendas propiciatorias y los mensajes urgentes pidiendo que no se dirigieran a Méjico.
Además, el dominio de los aztecas, los cuales, partiendo del alto valle de Méjico, habían conquistado el territorio hasta ambos océanos, era una tiranía opresora y odiada. Las tribus de las costas caribes sufrían la conquista reciente, y, recordando sus tiempos de libertad, se quejaban de que los recaudadores de Moctezuma se apoderaban de todos sus bienes y se llevaban a sus muchachos y doncellas para sacrificarlos a los dioses aztecas. Y, sin duda, el tributo pagado en especie debía de ser una carga intolerable para un país que no poseía bestias de carga y tiro, en el que la rueda era desconocida hasta que apareció el cañón de Cortés. Así, sólo se cultivaban los huertos a mano, con utensilios de piedra, madera o cobre blando. Las espaldas de los hombres sustituían a las carretas, y los cereales exigidos por Moctezuma habían de traerse a través del calor tropical y el frío de las grandes alturas en un viaje de muchos días.
Las tribus subyugadas se afanaban, minando sus propias fuerzas, para mantener tres lujosas cortes reales y una ociosa aristocracia guerrera, pues el sistema político azteca se componía de tres reyes confederados que gobernaban desde tres ciudades, СКАЧАТЬ