Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick
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Название: Los conquistadores españoles

Автор: Frederick A. Kirkpatrick

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Historia

isbn: 9788432153808

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СКАЧАТЬ insular, predominaba sobre los tres: era el supremo jefe militar y soberano de los territorios sometidos, que le tributaban. Un tributo singularmente gravoso debe de haber sido el del cacao, que sólo se daba en la costa tropical y había que traerlo a Méjico en grandes cantidades dedicadas a la preparación de una bebida reservada para los nobles y los sacerdotes; las semillas del cacao llenaban un gran almacén de la ciudad imperial.

      Cortés, encantando con estos agasajos, visitó la ciudad de Cempoala, capital de la tribu Totonac*. El cacique de la ciudad estaba demasiado grueso para salir a su encuentro a darle la bienvenida; pero fueron a recibirle multitudes que lo condujeron por las calles, cubierto de flores, hasta el lugar en que el cacique se hallaba en pie, sostenido por dos criados, para saludar a los misteriosos y poderosos extranjeros. A Cortés se le presentó la oportunidad en Cempoala y en una ciudad cercana: cinco señores aztecas magníficamente vestidos, aspirando con arrogancia el perfume de las rosas que traían en las manos, llegaron —acompañados por una tropa de servidores y portadores de abanicos que les libraban de las moscas—, para exigir los tributos y 20 jóvenes de ambos sexos con destino al sacrificio, para expiar la buena acogida dispensada a los extranjeros sin recibir órdenes de Moctezuma. Cortés convenció a sus nuevos amigos, que al principio temblaron de miedo, para que se negaran al pago y encarcelaran a los recaudadores. Sin embargo, les contuvo en sus lógicos deseos de sacrificar y devorar a los cinco señores aztecas, y él mismo soltó secretamente a los prisioneros —primero dos y luego los tres restantes—, pidiéndoles que comunicaran al rey Moctezuma que Cortés era amigo suyo y que había salvado a sus súbditos. Toda la provincia de la tribu Totonac —que contenía unas 20 «ciudades»— se sublevó contra Moctezuma y se confió a la sabiduría y al poder de aquellos seres semidivinos.

      * Cfr. mapas nn.4 y 5.

      Cortés se había asegurado, con su astuta conducta, aliados activos y sumisos que le proveían de víveres y servidores, así como de un equipo de cargadores que los españoles necesitaban urgentemente para transportar los equipajes y la artillería. El «cacique grueso» trató de valerse de sus nuevos aliados en contra de una tribu enemiga —los feudos hereditarios y la guerra intermintente eran la situación normal del país—; pero Cortés insistió en reconciliar a los enemigos y añadió así otra provincia y otra veintena de «ciudades» a los que renegaban de Moctezuma y aceptaban el señorío del emperador Carlos. El cacique de Cempoala, en prueba de más estrecha amistad, presentó a los capitanes españoles ocho damiselas bellamente ataviadas, servidas por criadas. Estas mujeres fueron debidamente bautizadas; pero Cortés, confiando excesivamente en la nueva amistad, estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando derribó violentamente, en presencia de los jefes del pueblo, que lloraban y amenazaban, los repugnantes ídolos a los que diariamente se ofrecían sacrificios humanos. En cada ocasión que le fue posible mostró este mismo celo por las cosas de la fe, refrenado a veces por los prudentes consejos del capellán, padre Olmedo ; la misa se celebraba donde quiera que podía obtenerse vino, y en sus vibrantes alocuciones a los soldados, siempre les recordaba Cortés que eran campeones de la cruz. Nadie tenía la menor duda de que sojuzgar a los paganos y esparcir el cristianismo eran deberes meritorios, y Cortés, aunque le disgustaban sinceramente la carnicería y la destrucción, no retrocedía ante los procedimientos violentos cuando parecían necesarios para una causa tan sagrada.

      Ganada ya la región costanera, Cortés estaba dispuesto a marchar sobre Méjico y apoderarse de todo el país por medio de sus mismos habitantes. Por lo pronto, se cortó toda retirada por un acto de audaz confianza que se ha grabado en el pueblo español más que cualquier otra hazaña del conquistador. Mandó destruir todas las naves. Este golpe espectacular y decisivo no sólo forzó a los recalcitrantes a seguir adelante, sino que añadió al reducido ejército los 100 marineros que tripulaban los barcos, refuerzo muy conveniente. Los aparejos, las velas y piezas de metal fueron almacenadas en tierra; luego habían de prestar grandes servicios.

      La breve pero violenta campaña de Tlaxcala, con sus estremecedores peligros y su extraño desenlace, que facilitó a Cortés los medios para apoderarse de toda Nueva España, tiene en sí elementos suficientes para una patética narración; aquí nos bastará un mero resumen. El estrecho paso a través del muro fronterizo estaba indefenso, y Cortés, esperando conseguir el paso libre por el territorio tlaxcalteca, envió mensajeros de paz. La respuesta fue que matarían a esos teules y comerían su carne. La lectura de la «requisitoria» no produjo efecto, y después de algunas escaramuzas, el pequeño ejército español se encontró cercado por una enorme masa armada con hondas, arcos, lanzas, jabalinas, y para el cuerpo a cuerpo, los montantes, que han sido ya descritos. Pero los españoles se arrojaron, disparando, sobre la densa multitud, y los caballos, aunque murieron dos, cumplieron briosamente los 13 restantes su tarea. Cuando cayeron ocho capitanes indios, el combate se debilitó y el enemigo emprendió la retirada.

      Los tlaxcaltecas pidieron entonces la paz; «querían antes ser vasallos de Vuestra Alteza —dice Cortés— que no morir y ser destruidas sus casas y mujeres e hijos». Recibieron a Cortés en la capital con festejos, considerándole ahora como su campeón contra los odiados aztecas. De allí en adelante fueron los tlaxcaltecas devotos aliados de Cortés, trabajando y peleando junto a los españoles con los clamores mezclados: «¡Castilla!, ¡Castilla!, ¡Tlaxcala! ¡Tlaxcala!», facilitándose así la conquista de Méjico.

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