El Errante I. El despertar de la discordia. David Gallego Martínez
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Errante I. El despertar de la discordia - David Gallego Martínez страница 16

Название: El Errante I. El despertar de la discordia

Автор: David Gallego Martínez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788418230387

isbn:

СКАЧАТЬ cuerpo tampoco reflejaba un mejor aspecto, con múltiples marcas moradas y negras por la piel.

      —Odio ser así —dijo Melvo—. Ojalá fuera más fuerte. Así todos me tratarían bien. Ser fuerte tiene que ser maravilloso.

      —No creo que sea para tanto.

      Melvo miró a su amigo, ocupado en humedecer el paño en alcohol.

      —Tú no lo entiendes. Tú ya eres fuerte. Por algo te llaman así.

      Al parecer, los encargados del orfanato no encontraban necesario dar un nombre a los niños, pero de esto al final se encargaban ellos mismos. Se asignaban nombres unos a otros en función de la personalidad o la manera de comportarse. De ahí que a su amigo lo llamaran Piedra, por la fuerza de sus puños.

      Lo mismo era para él. Los demás niños lo habían bautizado como Muerdepolvo, pero era demasiado largo para llamarlo siempre así, de modo que se quedó en «Melvo».

      —¿De dónde la has sacado? —Melvo señaló la botella de alcohol.

      —De la despensa.

      —Se enfadarán si se dan cuenta. Te pegarán.

      —La pondré en su sitio antes de que se den cuenta.

      Piedra siguió unos pocos minutos más cuidando las heridas de Melvo.

      —Bien, ya estás. Será mejor que vayamos ya a la habitación, o se darán cuenta de que no estamos.

      —.

      Tan pronto como acabaran la cena, los niños tenían la orden de ir a los dormitorios, situados en el sótano del orfanato, y permanecer allí hasta que fueran levantados temprano a la mañana siguiente. Quebrantar el toque de queda también estaba castigado, pero Melvo nunca había conocido a alguien que lo hubiera hecho. Tras la actividad intensa de cada día, todos agradecían ir a dormir.

      Los niños aún estaban despiertos, hablando animadamente entre ellos, y los que se tomaban más tiempo para comer aún regresaban del comedor, por lo que nadie reparó en Piedra y Melvo cuando entraron en la habitación, aun cuando habían sido de los primeros en terminar de cenar.

      —¡Silencio, niños! —la voz de un hombre se impuso a la de los niños—. ¡A dormir!

      Todos ocuparon su lugar en las diferentes literas que llenaban la sala. En la puerta esperaba el hombre que acababa de dar la orden, y, cuando todos los niños estuvieron acostados, otro hombre entró. Tendría unos cuarenta años, con una barba perfilada y cuidada, vestido con un jubón elegante y con una coronilla que mostraba una calvicie incipiente.

      —Hola, mis pequeños. Confío en que os estéis portando bien.

      Papá Oslo, el responsable del orfanato, los visitaba con frecuencia. Los observaba mientras entrenaban, y varias veces a la semana acudía por la noche a su habitación para hablarles. Y casi siempre les dedicaba las mismas palabras:

      «El mundo fuera es peligroso. Tenéis que haceros fuertes.

      »Aquí estáis a salvo, fuera todo son enemigos.

      »Es matar o morir. Debéis aseguraros de matarlos primero.

      »Soy vuestro único aliado, los demás son enemigos.

      »Solo podéis confiar en vosotros mismos».

      Y, después de pasearse entre las camas mientras recitaba las palabras con la voz afable de quien cuenta un cuento, se despedía de los niños hasta el día siguiente.

      —Buenas noches, Papá Oslo —contestaban todos al unísono.

      Melvo estaba tendido en la cama, con la mirada perdida y un único pensamiento en la cabeza: si quería tener una oportunidad de sobrevivir, tenía que hacerse más fuerte.

      —Eh, Melvo.

      El chico se dio cuenta de que había otro junto a él. Era su compañero de litera, que dormía encima de él.

      —Hay una gotera que cae encima de mi cama, así que te toca dormir arriba. Quita de aquí.

      Obedeció sin decir nada. Sabía que era eso o recibir una paliza y terminar durmiendo arriba igualmente. Se tumbó en su nueva cama. Una gota de agua le cayó en la mejilla. Apartó la cabeza y no la movió en toda la noche, mientras las gotas humedecían la almohada a un ritmo constante. Y así pasaron muchas noches más.

      El orfanato estaba en un lugar apartado. O al menos eso le parecía a Melvo. Apenas salían del recinto amurallado, salvo en las ocasiones en que los llevaban a un bosque cercano a entrenar, siempre bajo la estricta vigilancia de los encargados.

      Aquella mañana los niños fueron pasando uno a uno por una de las habitaciones del edificio. Era pequeña, y no había nada dentro además de un barril lleno de agua. Cuando Melvo fue conducido allí, ya sabía a qué le tocaba enfrentarse.

      —No aguantes el dolor.

      Las palabras llegaban distorsionadas por el efecto del agua. Los pulmones le pedían a gritos una bocanada de aire, pero la mano que ejercía fuerza sobre su nuca no le iba a conceder ese regalo.

      —Aguanta el miedo. No tengas miedo. ¡Resiste!

      Al mediodía, los niños eran reunidos en el patio y colocados por parejas, y entonces el lugar se llenaba de patadas, puñetazos, agarres, arañazos, mordiscos, golpes bajos y estrategias de todo tipo. Lo que hiciera falta para ganar.

      Haciendo honor a su nombre, Melvo acabó en el suelo, pero no por ello su rival decidió terminar. Lo pateó en el estómago y luego en la espalda, y decidió continuar con varios puntapiés más. Con la excusa del entrenamiento, el abuso solía ser habitual, sobre todo en aquellos como Melvo.

      —Eh —sonó cerca de ellos. El chico que estaba de pie se giró y se encontró con Piedra, con gesto intimidante en el rostro—. Déjalo.

      El chico escupió al suelo y se fue.

      Y, cuando el sol empezó a ponerse, todos comenzaron a correr alrededor del perímetro del patio rectangular bajo la mirada de los encargados.

      Melvo sentía cómo el sudor le inundaba el pecho y la espalda. Le provocaba escozor en los ojos. Las piernas le temblaban y sentía un dolor en el pecho que parecía decir que los pulmones estuvieran a punto de estallar. Aunque se esforzó para que no sucediera, Melvo cayó, lo que generó las risas y las burlas de los otros. Uno de los encargados se dirigió hacia él con un palo grueso en una mano, pero se detuvo a mitad de camino, cuando otro de los chicos cargó en la espalda con el que acababa de caer y continuó la carrera.

      —¿Estás bien? —preguntó Piedra mientras corría con su amigo a la espalda.

      —Sí —respondió Melvo con un hilo de voz.

      Y de nuevo la noche. Después de terminar pronto de cenar, los dos amigos se escabulleron hacia un rincón del СКАЧАТЬ