El Errante I. El despertar de la discordia. David Gallego Martínez
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Название: El Errante I. El despertar de la discordia

Автор: David Gallego Martínez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788418230387

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СКАЧАТЬ En las manos sostenía algo envuelto en un trapo y lo apretaba contra su pecho, protegiéndolo del agua con su cuerpo. Garrett no soltó la espada.

      —¿Quién eres? —entrecerró los ojos—. Espera, te recuerdo. Eres el crío del bosque. Lo siento, pero no tengo manzanas, así que puedes irte.

      —¡Acéptame como tu aprendiz, por favor! —exclamó el chico para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.

      Garrett se quedó en blanco.

      —¿Qué?

      —¡Por favor, señor! ¡Quiero ser fuerte!

      —Vete a casa, chico.

      —No tengo casa. No tengo nada. Por favor, señor, enséñame a ser como tú.

      —Lárgate. Busca un trabajo, cásate, forma una familia y luego muérete. Vive como quieras, pero déjame en paz.

      —Quiero ayudar a la gente. Quiero ser igual que tú.

      Al escuchar eso, Garrett acercó la cara a la del chico hasta que estuvo a escasos centímetros de ella. Después, confirió a su voz un tono sombrío:

      —Mato hombres, mujeres y niños solo por dinero. Destrozo familias: dejo a las madres sin hijos, a las mujeres, viudas; y a los hijos, huérfanos. Soy un monstruo al que todos quieren ver muerto. ¿De verdad quieres ser como yo?

      Pero sus palabras no impresionaron al chico, que ya había decidido enfrentarse a todo lo que hiciera falta. Lo había meditado en el tiempo que el carro tardó en llegar hasta la aldea, mientras esperaba escondido entre la carga. Aquel hombre era fuerte, él mismo lo había visto, y él deseaba ser fuerte. Necesitaba ser fuerte. Se mantuvo firme, sosteniéndole la mirada a aquellos ojos grisáceos.

      —Sí —dijo tajantemente.

      Garrett, cansado, retrocedió y cerró la puerta de un portazo. Después de envainar el arma y apoyarla contra la pared, se acercó al armario y sacó de él una cacerola metálica. La llenó con el agua de un odre de piel y la colgó del asa en la chimenea, sobre el fuego. Durante unos segundos se detuvo a observar cómo las llamas danzaban y devoraban los leños de madera.

      Se sentó en la silla que había junto a la mesa, y allí estuvo durante bastante tiempo. De un bolsillo de su atuendo extrajo la cinta roja de extremos quemados, y fijó toda la atención en ella.

      —Y ahora, ¿qué?...

      Garrett sonrió ligeramente, con más tristeza que alegría.

      —No lo sé.

      La intensidad de la lluvia iba en aumento. Las gotas golpeaban con fiereza el tejado y las paredes de la vivienda. Garrett suspiró, guardó la cinta y se encaminó a la puerta. Esperaba que el muchacho hubiera cambiado de idea en ese tiempo y se hubiera marchado, obligado a encontrar cobijo.

      Pero no se había movido. Estaba sentado en el suelo embarrado, con las piernas cruzadas y el cuerpo encorvado hacia delante, utilizándolo como un escudo para proteger lo que quiera que llevase en la mano.

      Al oír el sonido de la puerta, el chico levantó la cabeza con un pequeño hálito de esperanza. Garrett estuvo un instante en el umbral mientras observaba el aspecto frágil del chico, que había comenzado a tiritar.

      —Entra —dijo, mientras se apartaba y describía un movimiento con la mano.

      El chico se levantó con torpeza y obedeció.

      —Acércate al fuego —volvió a decir Garrett.

      El muchacho aceptó con gusto la orden y se puso todo lo cerca que pudo de las llamas. Apenas sentía las extremidades por culpa del frío, que había penetrado en su piel hasta llegar a los huesos. Garrett retiró la cacerola con cuidado y la puso frente al chico.

      —Mete las manos.

      El muchacho lo hizo, y entonces notó cómo la sangre f luía de nuevo por sus brazos. El calor del agua se propagaba desde la punta de los dedos hacia los hombros. Sonrió, aliviado. Desde esa posición, se fijó en el rostro del hombre, que contaba con algunas arrugas de expresión marcadas y una barba de varios días. Se encontró con que los ojos grises de él también lo miraban. Así estuvieron durante casi un minuto, hasta que Garrett habló:

      —¿Qué se supone que puedes aprender de mí?

      —Te vi pelear en el bosque. Fue impresionante, tú solo te libraste de tres enemigos. Quiero aprender a luchar así.

      —¿Para qué, para dedicarte a matar?

      —No —respondió el chico con decisión—. Para ser fuerte y proteger a las personas que me importan.

      Garrett rio como si le acabaran de contar un mal chiste.

      —Claro que sí —se tomó un tiempo para dejar de reír antes de cambiar de tema—. Entonces, ¿siempre has estado solo?

      El chico bajó la mirada hacia las tablas del suelo.

      —No siempre —dijo, con un hilo de voz.

      Garrett frunció el ceño.

      —¿De dónde has salido, entonces?

      El muchacho lo miró a los ojos otra vez, y entonces empezó a hablar.

      Capítulo 12

      —Duele.

      —Lo sé, Melvo, pero estate quieto.

      El orfanato era todo cuanto tenía. Todo cuanto había tenido nunca, al igual que los demás niños que vivían allí. Estaba allí desde que tenía memoria, y no había estado en ningún otro lugar ni conocido a más gente que la que se reunía entre los muros de aquel sitio antiguo y estropeado. Y por eso, ninguno de los niños consideraba extraña la forma en que eran criados.

      En cuanto los niños alcanzaban los diez años, los encargados del orfanato comenzaban a entrenarlos diariamente. Los hacían correr alrededor del patio exterior varias veces al día, los obligaban a repetir rutinas de ejercicio agotadoras y les enseñaban a pelear.

      Tal y como recordaba que le dijeron, Melvo terminó allí en sus primeros años de vida, cuando el orfanato ofreció una suma de dinero a cambio del bebé a los padres, incapaces de mantenerlo por culpa de la miseria en la que vivían. No tenía ni un solo recuerdo de ellos, así que, para él, era como si nunca hubiera tenido padres. El orfanato era su único hogar y, desde entonces, como todos los niños, había sido educado para un único propósito: ser el más fuerte.

      Vivían para pelear. Un día tras otro, sin descanso. Entrenar y pelear. Y si se negaban o el cansancio los superaba, eran castigados con la suficiente severidad como para que ninguna de esas dos situaciones se repitiera en los niños. Pero algunos encontraban dificultades para mantener el ritmo impuesto.

      —Ya te he dicho que duele, Piedra.

      —Y yo te he dicho que no te muevas —llevó el trapo a la herida de la frente de Melvo—. Esta vez te han dado bien.

      —Al СКАЧАТЬ