17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov
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Название: 17 Instantes de una Primavera

Автор: Yulián Semiónov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Expediciones

isbn: 9789874039255

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СКАЧАТЬ que llevarían a cabo estas posibles negociaciones por separado serían los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en objeto de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano que está al borde de una derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No sólo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intenciones o sin ellas.

      En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y en seguida los ladridos de los cañones antiaéreos. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.

      «Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre… Expiraré, por así decirlo, en paz…»

      Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas ahí que la botella se había convertido en un recipiente raro, lleno de protuberancias, como las ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España, luego les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.

      Se oyeron cerca dos fuertes estampidos consecutivos.

      Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, como era habitual en él, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supersticiones, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada, eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viendo cómo arrastraba al ruso a la disputa. «Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie».

      —Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg— entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…

      —¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.

      «Debió terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar, es ahí donde se ve al contra-agente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar…»

      —¿Y si el físico o el matemático se pone el amuleto, pero no lo dice? —preguntó Schellenberg— ¿O usted rechaza esa posibilidad?

      —Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.

      «Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe… Preguntar, por ejemplo: ¿No está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado».

      —¿Entonces es probable que el amuleto entre también en le categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra? —sonrió Schellenberg.

      Stirlitz acudió en su ayuda.

      —La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé qué hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…

      «¿Entendiste, hermanito?» preguntaban los ojos de Stirlitz, y al ver cómo se hinchaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida.

      «No te irrites, querido amigo —pensó, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero no tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al peligro con los ojos abiertos -y mis riesgos siempre son mortales- me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto…»

      Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, cuando fue a cumplir una tarea de Dzerzhinski dentro de la emigración blanca, primero a Shanghai y después a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él, convertida ya en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo…

      Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de «Grishanchikov» a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que por la voluntad del destino había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esa ciudad de la explosión, de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le resultaba ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga sólo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro…

      Se levantó, y cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre gordo y alto. Quiso escribir abajo «Goering», pero se abstuvo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.

      Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados sólo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.

      …Si un agente se encuentra en el centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.

      En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se entregaba a este tipo de razonamientos: СКАЧАТЬ