17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov
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Название: 17 Instantes de una Primavera

Автор: Yulián Semiónov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Expediciones

isbn: 9789874039255

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СКАЧАТЬ espanto animal… Creo…

      Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la derecha el codo de su brazo izquierdo que no dejaba de temblar.

      —Creo…— volvió a decir Goering, pero Hitler lo interrumpió.

      Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.

      —¡Le prohibo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohibo difundir el pánico!

      —No es pánico, es la verdad —Por primera vez en su vida, Goering rebatía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!

      —¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohibo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.

      Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a sus espaldas, por detrás, sonreían los ayudantes del Führer: Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.

      En Karinhalle ya lo estaban esperando los oficiales del estado mayor de la Lufrwaffe: los había mandado llamar al salir del Bunker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó que había llegado el Reichsführer SS Himmler.

      —Quiere hablarle a solas —dijo el ayudante con aquella dosis de importancia que hacía que su trabajo resultara tan misterioso a los que le rodeaban.

      Goering recibió al Reichsführer en su biblioteca. Himmler, como siempre sonriente y tranquilo, tenía en las manos una gruesa carpeta de cuero negro. Se sentó en la butaca, se quitó los lentes, limpió los cristales durante largo rato con un pedazo de gamuza y seguidamente, sin ningún preámbulo, dijo:

      —El Führer ya no puede ser el líder de la nación.

      —¿Y qué debe hacerse? —le preguntó maquinalmente Goering, sin tiempo de asustarse por las palabras del líder de la SS.

      —Bueno, en el Bunker se encuentran las tropas de la SS —continuó Himmler en el mismo tono sereno y con su voz habitual—. Pero no se trata de eso, al fin y al cabo. La voluntad del Führer está paralizada. No puede tomar decisiones. Debemos dirigirnos al pueblo.

      Goering miró la gruesa carpeta negra que estaba sobre las rodillas de Himmler. Recordó lo que en 1944 había dicho por teléfono su esposa a una amiga: «Será mejor que vengas. Es arriesgado hablar por teléfono, nos escuchan». Goering recordó que él había dado unos golpes con los dedos sobre la mesa, que le había hecho una seña a Emmy: «No digas eso, es una locura». Ahora miraba la carpeta negra y pensaba que allí podía estar una grabadora y que esta conversación sería escuchada dos horas después por el Führer. Y entonces sería el fin.

      «Éste puede decir cualquier cosa —pensaba Goering de Himmler—. El padre de los provocadores no puede ser una persona honesta. Ya se habrá enterado de mi desgracia de hoy con el Führer. Ha venido para llevar su misión hasta el final».

      Himmler, a su vez, sabía lo que pensaba el «Nazi número 2». Por eso, lanzando un suspiro, se decidió a ayudarle. Dijo:

      —Usted es el sucesor; por lo tanto, es usted el presidente. De modo que yo seré el canciller del Reich.

      Se daba cuenta de que la nación no lo seguiría como líder de la SS. Necesitaba una cobertura. No había mejor cobertura que Goering.

      Goering contestó también automáticamente.

      —Es imposible… —tardó un segundo y agregó, muy bajo, calculando que el susurro no podría ser registrado por la grabadora, si estaba oculta en la carpeta negra—. Es imposible. Una sola persona debe ser presidente y canciller.

      Himmler sonrió imperceptiblemente, permaneció en silencio durante un rato, después se levantó con elasticidad, intercambió con Goering el saludo del partido y salió de la biblioteca sigilosamente.

      12 Compañero del partido. N. del T.

      15-II-1945 (23 h 54 min)

      Stirlitz bajó al garaje. El bombardeo proseguía, pero sólo en algún lugar de Zossen. Por lo menos así le parecía. Abrió las puertas, se sentó al volante y puso en marcha el motor. El potente motor de su «Horch» gruñó de modo uniforme y sonoro. Stirlitz salió del garaje, cerró las puertas y arrancó nuevamente con fuerza. Se permitía arrancar así el coche cuando estaba solo, por la noche, durante los bombardeos. Los choferes alemanes eran muy ordenados. Sólo un extranjero era capaz de arrancar así el vehículo: un eslavo o un norteamericano.

      «Vamos, motorcito», dijo en ruso, después de haber encendido la radio. Transmitían música popular. Durante los bombardeos se transmitían siempre canciones alegres. Se había hecho un hábito. Cuando los golpes en el frente eran terribles o caían bombas del cielo, la radio transmitía programas alegres y cómicos. «Vamos, motorcito. Rápido para que las bombas no nos cojan. Las bombas caen más a menudo sobre un objetivo inmóvil, y la probabilidad del impacto disminuye si el objetivo se mueve. Iremos a cincuenta kilómetros, de modo que la probabilidad del impacto disminuirá exactamente cincuenta veces…»

      Le gustaba correr en su automóvil. Cuando tenía que cumplir una tarea y no sabía cómo hacerlo montaba en su «Horch» y durante horas viajaba por las carreteras alrededor de Berlín. Al principio simplemente miraba hacia delante, apretando con toda su fuerza el acelerador. La velocidad lo obligaba a estar atento y tenía que sentirse fundido con la máquina. Así la cabeza se liberaba de ideas pequeñas y grandes, que se excluían o completaban. La velocidad es auxiliar de la razón. Ofrece la posibilidad de una abstracción total. Después, cuando la carrera arriesgada y tempestuosa terminaba en algún sitio cerca de una pequeña taberna —el coñac se vendía sin los cupones de racionamiento en los días más difíciles de la guerra— podía sentarse en una mesita junto a una ventana y escuchar el rumor agitado del bosque, tomar un yacoby doble y comenzar a pensar, sin prisa, todo lo que debía decidir. Después de haber corrido a la máxima velocidad, los pensamientos discurrían lentamente. El riesgo vivido ayudaba a serenar el razonamiento. Por lo menos así le ocurría a Stirlitz.

      Sus radiofonistas —Erwin y Katy— vivían en Kopenick, a orillas del Spree. Ya estaban durmiendo. Últimamente se acostaban muy temprano porque Katy esperaba un niño.

      —Tienes muy buen aspecto —dijo Stirlitz—. Perteneces a ese raro tipo de mujeres a quienes el embarazo vuelve irresistibles.

      —El embarazo embellece a cualquier mujer —contestó Katy—. Lo que pasa es que no has tenido posibilidad de verlo por ti mismo…

      —No he tenido la posibilidad —sonrió Stirlitz—. Lo dijiste bien.

      —¿Quieres café con leche? —preguntó Katy.

      —¿Dónde habéis conseguido la leche? Se me olvidó traerla… ¡Diablos…!

      —Cambié un traje —contestó Erwin—. Ella necesita tomar por lo menos un poco de leche. La comida se ha convertido en un problema grave para las mujeres embarazadas.

      Stirlitz acarició la mejilla de Katy y preguntó:

      —¿Nos tocarás СКАЧАТЬ