A la salud de la serpiente. Tomo I. Gustavo Sainz
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Название: A la salud de la serpiente. Tomo I

Автор: Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786078312047

isbn:

СКАЧАТЬ desconocida, algún adjetivo deslumbrante y de aplicación sorprendente, a contrapelo de cómo decían que Ramón López Velarde escribía sus poemas, no el texto con espacios en el lugar de los calificativos que vendrían después, para encontrarlos más adelante, sino calificativos sin texto, como para enriquecer el juvenil vocabulario, luchando por consumir renglones y párrafos, engarruñando la nariz al oler de pronto la mantequilla frita, debía ser Pía, competente nutricionista chaqueña, esposa de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, cocinando desde temprano, mientras desde otro carril de su cerebro empezaba, primero como un ruido, el griterío que hacía una multitud fuera de control al voltear un vehículo policial, una patrulla o una ambulancia, algunos disparos, carreras, órdenes, un crepitar de fuego, la humedad de un muro, el frío de un muro contra el cual se había repegado, vagamente atendiendo a un confuso rumor, voces más altas, consignas, y los rostros que cruzaban frente a él, fuera de él, la mancha blanca de una cha­marra, nuestros compañeros, y una pequeña llovizna estriando el paisaje, los rostros que no podía, que no hubiera podido reconocer, que trataba de adivinar, manchas de colores suaves y difusos, un grupo con una pancarta horizontal enarbolada como una lanza, la violenta hoguera de una patrulla incendiada, las llamas y el humo que salían del auto volcado negándose a ascender, como husmeando un lugar y otro, arrastrándose a la altura de los segundos pisos de las casas, serpenteando, barriendo los techos de un camión de pasajeros vacío, pintarrajeado y detenido a media calle, gente que se encontraba y separaba sin más propósito que alejarse de allí, la lucha no es sólo, otros que apresuraban el paso, la lluvia goteando de los árboles, la sirena de una ambulancia, o más, muchas sirenas de muchas ambulancias o carros de bomberos o patrullas policiales, y él quería que todos pasaran y nadie lo viera, quería disolverse en la lluvia y oía sus dientes rechinando, sentía como un peso al fondo de su estómago y se encogía, como en medio de una digestión imposible, el pelo chorreando agua sucia, los dientes castañeteando de frío y el estómago retorciéndose hasta que su atención retomaba de nuevo el hilo de la prosa de Carlo Emilio Gadda, un tufillo de ajo encimándose al de la mantequilla quemada, o se cruzaba con otro carril, por eso más o menos relajado y tranquilo, y se veía llegar a esa pequeña ciudad de Iowa una noche después de un día completo en diversos aviones, asombrado sobre todo por su aturdimiento, pues se había bajado en una ciudad anterior, y requirió tiempo para averiguar dentro de su confusión que allí no era Iowa City, y entonces correr de nuevo a la pequeña avioneta de ocho asientos, todo esto anotado en su gruesa libreta de Santiago Galas, su cabeza agitada volviéndose de un lado a otro, como un pájaro asustadísimo buscando al comité de recepción sin encontrarlo, sin la más puta idea de adónde ir, así que se acercó al teléfono ¿cómo se llamaba?, Engle, Paul Engle, sí, Eng, Engbretson, Engel, Engelhardt, Enggass, England, Englander, Engle Cynthia, Engle Paul, sí, lo encontró con facilidad y marcó el número que sonaba y sonaba y nadie acudía a levantar el auricular, pero en eso irrumpieron en el minúsculo aeropuerto, es decir, en la sala de espera del increíble aeropuerto de Iowa City, si a esa pequeñísima construcción podía llamarse aeropuerto, irrumpieron cuatro o cinco ruidosos latinoamericanos, un uruguayo, un matrimonio argentino, un chileno y un colombiano, y al final alto y pálido como un príncipe de las tinieblas, con los cabellos ralos y canos, casi transparente, el poeta Paul Engle seguido de Hua-Lin, una hermosa oriental muy condescendiente, muy amable, atenta, dulce, y los gritos de reconocimiento y el calor de la camaradería y la camioneta y las risas de todos y el consejo de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, después de explicar que se acercaban al centro, míralo rápido porque se acaba pronto, ni siquiera parpadees, che, y las casitas de madera estilo Nueva Inglaterra, tan lejos de Nueva Inglaterra, muchos árboles sombríos a esa hora, como gigantes amenazadores, el río como una cicatriz rencorosa, y los edificios de la Universidad, la biblioteca, el sistema burgués explotador, las calles desiertas, el doctor Francesco Ingravallo otra vez, no en Iowa aquella noche ni en su libreta, sino en la novela de Gadda sobre la que empezó a tamborilear con su plumón negro murmurando las extrañas cadencias dialectales, barriobajeras, pletóricas de ribetes eruditos, onomatopeyas, retornos estróficos y giros de pronto incomprensibles, en voz alta, porque le fascinaba la vitalidad gaddiana, su realismo a ultranza, encimando al italiano de Roma giros molisanos, vénetos o partenopeos, descansando el libro a veces o alternándolo como para ver cómo zanjaban los problemas de traducción, si Juan Ramón Masolivier (que era el traductor) se apropiaba de dialectos aragoneses, andaluces, gallegos, madrileños o éuskaras, o perdía el efecto sinfónico tan necesario para ritmar las tribulaciones de don Ciccio,

      era il dottor Francesco Ingravallo comandato alla mobile: uno dei piú giovani e, non si sa perché, invidiati funzionari della sezione investigativa: ubiquo ai casi, onnipresente su gli affari tenebrosi, di statura media, piuttosto rotondo della persona, o forse un po’tozzo, di capelli neri e folti e cresputi che gli venivan fuori dalla metá delle fronte quasi a riparargli i due bernoccoli metafisici dal bel sole d’Italia, aveva un’aria un po’assonata, un’andatura greve e dinoccolata, un fare un po’tonto come di persona che combatte con una laboriosa digestione: vestito come il magro onorario statale gli permetteva di vestirsi, e con una o due macchioline d’olio sul bavero, quasi impercettibili però, quasi un ricordo della colina molisana,

      en fin, y miraba de reojo la pared en donde alineaba los botes vacíos de coca-cola desde hacía un par de meses, porque llegó al final de septiembre y empezó simplemente a hacer una fila alrededor de la habitación pegada a la pared, y luego a equilibrar una segunda fila de botes, y una tercera, hasta que comprendió que podía enrojecer completamente una pared con esos botes que muy bien podían inmortalizar a Andy Warhol y que a él tanto le gustaban, ­brillantes y con el rítmico logotipo blanco sobre fondo rojo, enderezándose un poquito, no el logotipo sino él, un poco cansado de su posición, reacomodándose los genitales, mirando el reloj, porque cada veinte minutos partía un autobús que lo llevaba hasta el campus universitario adonde le gustaba ir a comer, más que nada por encontrarse con Robert Coover que había ganado el premio William Faulkner por su novela The Origin of the Brunists, y acababa de publicar un nuevo libro sobre un equipo de beisbol muy extraño, o no un equipo, sino un ambiente, aunque él afirmaba que era una novela teológica, sobre todo porque la había escrito en España, y en España todo el mundo era en aquellos tiempos un poco teólogo, The Universal Baseball Association, Inc., J. Henry Waugh, Prop., oliendo a cebolla esta vez, un aroma que le llegaba flotando desde el departamento de los Veiravé, a unas puertas de distancia, descansando el libro de Gadda a un lado, metiendo una tarjeta donde los Tres Chiflados tratan de hablar por un solo teléfono para señalar el lugar de la interrupción, la edición encuadernada italiana sobre la edición rústica española, y pensó en el cielo azul de Iowa dividido por esas líneas blancas que dejaban los aviones espías al volar demasiado alto, bombarderos que ininterrumpidamente daban la vuelta al mundo, y volvió a mirar su reloj, porque a las 12 del día y durante unos minutos, cada miércoles, todo en esa pequeña ciudad se inmovilizaba, los transeúntes se quedaban de pie, como petrificados, los automovilistas se detenían, se apagaban todos los aparatos eléctricos, muchos se sentaban en los bordillos de las banquetas, pero otros preferían mantenerse de pie, quietos, como protesta por la guerra de Vietnam, sus ojos fijos, sonámbulos, pasando del reloj a la libreta abierta, la libreta adonde anotaba sus ideas sobre la novela que estaba tratando de escribir, novela sin título todavía, aunque le gustaba Adolescente rostro perseguido, a veces sí y a veces no, porque también le gustaba Años fantasmas, y también Obsesivos días circulares, o Entienda quien pueda y en la que intentaba violentar ciertos hábitos perceptivos, digamos que al seguir a un personaje no representar solamente su mente pensando, sino lo que miraba, lo que leía automáticamente al pasar la vista por un periódico o una pila de libros, o mejor, sobre una puerta como la de su departamento en la que pegaba recortes de periódicos con noticias curiosas, y al mismo tiempo lo que oía, que bien podía ser una conversación en otra mesa si estaba en un restorán, o el radio en un departamento vecino, y los olores, como en ese momento que olía a jitomate frito y muy condimentado, las sensaciones térmicas, el zumbido del aire acondicionado, y desde luego las inscripciones en su cerebro, en las paredes de su cerebro como en las bardas de los terrenos baldíos en la ciudad de México, a la manera de una serie de imágenes fijas, inmóviles, congeladas, a veces cada una de ellas demasiado distinta de la precedente como para poder establecer cierta continuidad, reflejos de luces sobre el asfalto mojado, por ejemplo, zapatos СКАЧАТЬ