Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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¿Un gorro de bufón?
Ya hacía mucho que los estadistas Habsburgo se habían dado cuenta de que el título imperial no tenía el mismo significado que en la Edad Media. Después de una serie de guerras victoriosas contra los otomanos, alrededor de 1699 los Habsburgo tenían más territorios fuera del imperio que en su interior, lo cual hacía inevitable un cambio en su concepto del título imperial. En 1623 se abandonó la idea de convertir a Austria en reino. Aun así, el término «monarquía austríaca» se empleó a partir de 1703 como designación vaga, pero adecuada, para las tierras de los Habsburgo, que, de hecho, gobernaban varios reinos genuinos: Bohemia, Hungría, Croacia, Nápoles (entre 1714 y 1735). También reinaban sobre Galitzia, arrebatada a Polonia en 1772, y aspiraban al título de rey de Jerusalén.59 Tales acontecimientos llevaron a cuestionar la continuidad del título imperial, dado que los Habsburgo sobrevivieron sin él entre 1740 y 1745, durante la Guerra de Sucesión austríaca. Los Habsburgo se sintieron traicionados por la falta de apoyo de los Estados imperiales en su lucha contra Francia, Baviera y sus aliados. La esposa de Francisco I, María Teresa, tenía una opinión particularmente baja del título, pues calificó la coronación de su marido, en 1745, de «teatro de polichinelas» (Kaspar Theater). Dicha opinión la mantuvo incluso después de 1765, año en que su hijo José II sucedió a su padre. José describió el cargo de emperador como «el espectro de un poder honorífico» y no tardó en sentirse frustrado por la constitución imperial, que estaba siendo empleada para constreñir el dominio Habsburgo sobre el imperio, tal y como habían querido los diplomáticos franceses.60
Los historiadores han citado con frecuencia tales comentarios y los han presentado como prueba de la supuesta irrelevancia del imperio tras la Paz de Westfalia de 1648. No obstante, el 7 de marzo de 1749 los consejeros de Francisco I respondieron a las cuestiones de este último subrayando que el título imperial era «brillante símbolo del honor político más elevado en occidente […] que otorgaba precedencia sobre todas las demás potencias» (vid. Lámina 7).61 Todo el gobierno Habsburgo –incluida la imperial pareja– estaba convencido de que la pérdida del título imperial en 1740 había sido un desastre y estaban resueltos a defender la jerarquía política interna del imperio, que proporcionaba a Austria una posición privilegiada y le ayudaba a mantener su influencia internacional. En 1757, Austria se vio obligada a conceder paridad ceremonial a Francia en su alianza contra los prusianos. Incluso los revolucionarios franceses concedían importancia a esta cuestión de estatus, pues volvieron a hacer ratificar dicha paridad en 1797 y en 1801. El título imperial era ahora el único signo de esta preeminencia, pues los Habsburgo se aferraban a antiguos argumentos, según los cuales todos los otros que se llamaban a sí mismos «emperadores» tan solo eran «reyes».62 Para los Habsburgo, tanto el imperio como Europa en su conjunto eran sistemas políticos jerárquicos. Tales argumentos servían para poner en su lugar a advenedizos como Prusia y los respaldaban muchos Estados imperiales menores, que consideraban que la igualación del orden establecido desembocaría en el federalismo propuesto por d’Argenson, lo que amenazaría su autonomía.
Francia, tras descubrir en 1740 que Prusia no era un aliado alemán fiable, optó en 1756 por una alianza con los austríacos, que perduró hasta las guerras revolucionarias iniciadas en 1792. El conflicto resultante, la Guerra de los Siete Años (1756-1763) no logró eliminar a Prusia como competidor de Austria. Después de 1763, el enviado francés al Reichstag consideraba que los demás Estados imperiales eran «fuerzas inertes» (forces mortes) que Francia debía mantener fuera del alcance de Austria y Prusia para impedir que una de las dos potencias germánicas dominase Europa central.63 La opinión pública francesa no comprendía las sutilezas de dicha política, pues solo veía aspectos superficiales como la llegada de una impopular princesa austríaca, María Antonieta, que simbolizaba la alianza humillante de su país con su antiguo enemigo. Eran pocos los que se interesaban por las complejidades de la política imperial y aquellos que sí lo hacían creían que el imperio no podía reformarse sin destruirlo.64
La hostilidad francesa creció en 1789 después de que los príncipes alemanes acogieran a los émigrés que huían de la revolución. Tanto la facción girondina como la jacobina se sentían decepcionadas por su incapacidad de reemplazar los vínculos con los príncipes germanos por una nueva alianza con la «nación alemana». La política revolucionaria se hizo aún más extrema tras abandonar las normas diplomáticas al uso. Los dirigentes franceses consideraban «absurdo» el acuerdo westfaliano, aunque lo seguían utilizando para obtener sus objetivos. Pero el Tratado de Westfalia también perdió relevancia después de que los partidarios de las «fronteras naturales» de Francia se hicieran con el poder en París en 1795, con intención de anexionar a Francia todo el territorio de la orilla izquierda del Rin.65
Un nuevo Carlomagno
Hacia 1797, las victorias militares francesas plantearon con urgencia la cuestión de la reorganización, renovación o disolución del imperio. Muchas respuestas a esta cuestión se centraban en Napoleón, figura en ascenso de la República francesa. Beethoven no fue el único centroeuropeo al que decepcionó Napoleón: los Estados imperiales menores esperaban que Napoleón renovase el imperio, en particular el archicanciller Dalberg, quien le remitió numerosas propuestas.66 En un principio, Napoleón continuó la política francesa anterior, pues en mayo de 1797 escribió que si el imperio no existiera, Francia tendría que inventarlo para mantener débil a Alemania.67 Las diferentes interpretaciones del legado de Carlomagno ayudan a entender por qué la actitud de Napoleón no tardó en cambiar de manera radical. Los centroeuropeos que, como Dalberg, aspiraban a preservar el imperio, consideraban a Carlomagno el progenitor de mil años de poder atemperados por la ley y la propiedad por medio de la constitución imperial. La interpretación de Napoleón, más cercana a la realidad histórica, lo consideraba un guerrero heroico y un conquistador.
Napoleón utilizó la memoria de Carlomagno con el fin de consolidar su autoridad en el interior de Francia, donde utilizó su cargo de primer cónsul para fomentar el culto a la personalidad que reemplazó la iconografía republicana clásica de la Revolución por imaginería imperial-realista. En el famoso retrato del paso de los Alpes, pintado en 1801-1802, se ven las palabras Karolus Magnus cinceladas en la roca a los pies de Napoleón. La idea de un heroico hombre fuerte que impusiera orden era muy popular después de los desórdenes revolucionarios. La apropiación de la imagen de Carlomagno formaba parte de una amplia estrategia para legitimar el régimen sin vincularlo a ninguna tradición concreta. Más en concreto, el papel del rey franco como protector del papado resultó útil cuando Napoleón necesitó con urgencia alcanzar un compromiso con el pontífice que pusiera fin a la guerra contra los católicos franceses, que había causado desde 1793 más СКАЧАТЬ