Название: El Sacro Imperio Romano Germánico
Автор: Peter H. Wilson
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788412221213
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El objetivo inicial era mantener paridad con el antiguo reino franco del este, pero, a partir de 1100, los autores franceses comenzaron a distinguir entre el reino germano, considerado un país extranjero, y el título imperial que reclamaban para el rey de Francia. Algunos iban más allá y argumentaban que, como heredero directo de los francos, el rey galo debía gobernar sobre todo el antiguo territorio franco, Alemania incluida. La victoria del rey Felipe II el Augusto sobre Otón IV en Bouvines (1214) decidió la guerra civil entre güelfos y gibelinos y pareció adjudicar a Francia el papel de árbitro de las cuestiones imperiales. Las tropas de Felipe portaban la oriflama, el estandarte color rojo sangre de la abadía de San Dionisio que, según la tradición, había sido la bandera de Carlomagno. La captura durante la batalla del estandarte imperial de Otón parecía confirmar su superioridad.50
A partir de 1095 la significativa participación francesa en las cruzadas aumentó el interés por el título imperial, pues muchos consideraban al emperador el líder «natural» de los cruzados. Los observadores franceses estimaron la prolongada ausencia de un emperador coronado, entre 1251 y 1311, como uno de los factores que explicaban el fracaso de posteriores expediciones cruzadas.51 La oposición a los emperadores continuó dependiendo de circunstancias específicas, no de objeciones de base hacia la idea del imperio. Así, por ejemplo, las acciones emprendidas contra Enrique VII se explicaban por la intención de proteger los intereses franceses en Italia y por la creencia de que el papa había hecho emperador al monarca equivocado. Hasta entrado el siglo XIV se siguió rezando por el emperador en Francia y en España. Los reyes franceses hicieron grandes esfuerzos por hacerse con el título imperial en 1273-1274, 1308, 1313 y 1324-1328. Carlos de Valois, hermano de Felipe IV, llegó incluso a desposar a la nieta de Balduino II, el último emperador latino de Bizancio, con intención de unificar los Imperios oriental y occidental. Tales intentos fracasaron, pero gracias a su creciente poder, a finales del siglo XIII los reyes franceses se impusieron como protectores del papado. Los hagiógrafos de Felipe el Augusto solían presentarlo como el verdadero heredero de Carlomagno. «Augusto», de hecho, era el mote que le puso Rigord, monje de San Dionisio, para celebrar la expansión «imperial» de la autoridad monárquica llevada a cabo por Augusto por toda Francia. Rigord también se refirió en repetidas ocasiones a Augusto como «rey cristianísimo» (rex Christianissimus) para así remarcar la misión especial del monarca galo y elevarlo sobre el emperador. Este título fue ratificado por el papa, cuyas concesiones, a partir del siglo XII, cimentaron la identidad diferenciada de la Iglesia francesa.52
Los fracasados intentos de obtener el título imperial reforzaron la idea de que la monarquía francesa poseía carácter imperial, en el sentido de soberanía. Carlomagno había sido un gran rey antes de su coronación imperial. Este fue el argumento estándar hasta mediado el siglo XVII y sirvió para justificar los constantes intentos de obtener el título y para acallar las críticas cuando fracasaban. A los contemporáneos no les resultaba contradictorio creer a la vez en la independencia de la monarquía gala y su pertenencia a un orden cristiano y universal único. Aunque los autores nacionalistas posteriores reforzaron la primera e ignoraron la segunda, lo cierto es que la opinión bajomedieval y de principios de la Edad Moderna era sorprendentemente avanzada: la Francia del siglo XXI sigue siendo un país soberano, a pesar de formar parte de la Unión Europea.53
En 1494, el mito de Carlomagno inspiró la invasión de Italia de Carlos VIII, dado que su objetivo inmediato, Nápoles, reclamaba desde 1477 el título difunto de rey de Jerusalén. Francisco I tenía ambiciones imperiales más concretas, para lo cual se aseguró el respaldo papal y apoyos germanos a partir de 1516. En un intento de cubrir todas las bases ideológicas, afirmó tener ascendencia troyana, se presentó como la encarnación de las virtudes romanas y argumentó que franceses y germanos compartían antepasados francos comunes. Llevó el universalismo a su corolario lógico: el título no era una posesión exclusivamente germana, sino que estaba abierto a todos los candidatos dignos de este. Pero el proceso de adquirir el título imperial estaba estrechamente asociado a la elección del monarca alemán. Los electores germanos consideraban a Carlomagno y a los francos sus antepasados exclusivos, con lo que rechazaron las pretensiones de Francisco I y concedieron el título a Carlos V.54
Tras la muerte de Fernando III en 1657, Luis XIV y su consejero el cardenal Mazarino hicieron un último intento de hacerse con el título imperial. Mazarino respaldó la candidatura del duque del Palatinado-Neoburgo para poner a prueba el apoyo germano a Luis. Pero el motivo principal era impedir el ascenso de un nuevo emperador austríaco de la casa de Habsburgo que pudiera implicar al imperio en la guerra que libraban España y Francia desde 1635. El ardid de Mazarino contribuyó a provocar el interregno imperial más largo después del de 1494-1507, pero no logró impedir la elección de Leopoldo I en 1658. Hasta entrada la década de 1670 persistieron las especulaciones acerca de una nueva candidatura francesa, pero estas fueron irrelevantes a causa de la longevidad de Leopoldo (falleció en 1705). Los diplomáticos franceses volvieron rápidamente al argumento, que venían defendiendo desde la década de 1640, que afirmaba que su rey era el aliado natural de los príncipes alemanes en la defensa de sus libertades constitucionales contra la amenaza del «absolutismo imperial».55
El abandono de las ambiciones imperiales les llevó, inevitablemente, a insistir en la superioridad de Francia. La experiencia de la guerra civil de 1562-1598 proporcionó argumentos renovados a favor de un gobierno real fuerte que garantizase un orden político y social estable. Los autores franceses hacían comparaciones desfavorables entre Francia y el imperio y presentaban a este último como una monarquía (supuestamente) hereditaria bajo el dominio «francés» de Carlomagno, que había degenerado en una monarquía electiva bajo dominio germano. Ya no era un imperio, sino la sombra lastimosa de un imperio, mientras que el linaje de reyes franceses cristianos había existido más tiempo que la suma de la Roma republicana e imperial. Francia era una monarquía de origen divino, cuyo monarca era elegido por Dios mediante la sucesión hereditaria. Luis, el rey Sol, brillaba por encima de cualquier otro soberano. Gracias a sus credenciales cristianas y a su poder terrenal, él, no el emperador, era el árbitro natural de Europa.56
La pretensión francesa de ser el árbitro de Europa fracasó en la sucesión de guerras libradas entre 1667 y 1714. Luis logró el objetivo, largo tiempo codiciado, de separar a España y Austria, después de derrotar al pretendiente Habsburgo a la corona de España. Pero, a la muerte del Rey Sol, en 1715, era evidente que la mayoría de diplomáticos estaba a favor de un equilibrio de poder, no de la existencia de un único garante de la paz (vid. págs. 167-173). Francia también tuvo difícil establecerse como árbitro del equilibrio interno del imperio, pues le costó encontrar un aliado germano fiable que facilitase su intervención. Baviera fue la preferida a partir de 1620 dado que era católica y lo bastante grande para, con ayuda de los franceses, poder hacer de contrapeso a los Habsburgo austríacos. La cooperación franco-bávara se intensificó tras la muerte sin heredero varón de Carlos VI en octubre de 1740, lo cual detuvo el linaje de soberanos СКАЧАТЬ