Secta. Stefan Malmström
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Название: Secta

Автор: Stefan Malmström

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Off Versátil

isbn: 9788412272536

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СКАЧАТЬ más in­te­re­sa­do en la vida de los ado­les­cen­tes dro­ga­dic­tos con los que tra­ba­ja­ba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ul­ti­má­tum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el di­vor­c­io, y eligió el di­vor­c­io. Así que cuando Viktor cayó en su se­gun­da gran crisis, Luke tenía mu­chí­si­mo tiempo libre. Prác­ti­ca­men­te se mudó con Viktor y lo ayudó, ase­gu­rán­do­se de que se cum­pl­ie­ra el ré­gi­men de vi­si­tas de Agnes. Estaba con­ven­ci­do de que solo gra­c­ias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos es­ta­ban muer­tos.

      Mien­tras Luke se comía una pe­chu­ga de pollo ca­len­ta­da al mi­cro­on­das que no sabía nada, re­me­mo­ró las dos imá­ge­nes que ya jamás ol­vi­da­ría: la de Viktor col­gan­do de la puerta del baño y la de Agnes tum­ba­da sin vida sobre la al­fom­bra tur­q­ue­sa. Y volvió a ha­cer­se la pre­gun­ta que cen­tra­ba todos sus pen­sa­m­ien­tos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hu­b­ie­ra qui­ta­do la vida, sino que tam­bién se la hu­b­ie­ra arre­ba­ta­do a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan ho­rri­ble, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las se­ña­les? Había notado a su amigo ex­tra­ña­men­te feliz el sábado por la noche. Le había ha­bla­do de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Ka­li­nin­gra­do. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había que­ri­do dar de­ma­s­ia­dos de­ta­lles. ¿Se había com­por­ta­do así para es­con­der sus ver­da­de­ros planes? ¿Por qué dia­blos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?

      Luke estaba fu­r­io­so. Nunca podría en­ten­der a los sui­ci­das. ¿Qué pasa por la mente de una per­so­na que ha de­ci­di­do hacer algo tan irre­ver­si­ble? ¿Por qué su amigo había es­con­di­do aq­ue­llos pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos? ¿Por qué no había con­f­ia­do en él?

      Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dor­mi­to­r­io y vio el porro. Al día si­g­u­ien­te con­tac­ta­ría con la psi­có­lo­ga de Viktor. Ne­ce­si­ta­ba en­ten­der por qué.

      Lo había de­ci­di­do des­pués de hablar por te­lé­fo­no con la po­li­cía. Lo habían lla­ma­do para que el jueves por la tarde acu­d­ie­ra a la co­mi­sa­ría a leer su tes­ti­mo­n­io y a con­tes­tar al­gu­nas pre­gun­tas más sobre lo ocu­rri­do. Des­pués de hablar con ellos, es­pe­ra­ba que la psi­có­lo­ga de Viktor lo re­ci­b­ie­ra. Tenía que ha­cer­lo, por Viktor. Cogió el porro y la bol­si­ta de hojas verdes. Fue al baño, vació su con­te­ni­do en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una bo­te­lla grande de ron Ca­pi­tán Morgan que aún con­ser­va­ba el pre­cin­to, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así ador­me­ce­ría sus sen­ti­dos sin caer de lleno en la más ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad.

      5

      Le vol­ví­an a picar los huevos. A Thomas Svärd siem­pre le ocu­rría por la noche, y en­ton­ces el picor lo des­per­ta­ba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afec­ta­da. Era una sen­sa­ción agra­da­ble, pero al rato em­pe­za­ba a pre­o­cu­par­se por si, de tanto fro­tar­se, em­pe­za­ba a san­grar y el placer se con­ver­ti­ría en dolor.

      En­cen­dió la luz, se bajó los cal­zon­ci­llos y echó un vis­ta­zo. De­tec­tó una leve rojez y se pre­gun­tó si se la habría pro­vo­ca­do él mismo al ras­car­se o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pe­q­ue­ño col­ga­jo de piel que medía unos pocos cen­tí­me­tros. To­da­vía se ma­re­a­ba cuando lo miraba, así que in­ten­ta­ba ig­no­rar­lo.

      No siem­pre podía. A veces lo­gra­ba ol­vi­dar­se de él. Sin em­bar­go, eso era negar la re­a­li­dad. En las úl­ti­mas se­ma­nas, se había ido ha­c­ien­do más y más cons­c­ien­te de su si­t­ua­ción. Ya no tenía pene. Nunca vol­ve­ría a follar. Nunca vol­ve­ría a sentir el placer de la pe­ne­tra­ción. Nunca vol­ve­ría a tener un or­gas­mo.

      Lo peor de aq­ue­lla des­gra­c­ia era que seguía ex­ci­tán­do­se tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que fo­lla­ba, re­vi­vía aq­ue­llos mo­men­tos con las niñas y se le­van­ta­ba ca­chon­do. Pero ahora ya no se podía de­sa­ho­gar.

      Aq­ue­llo era in­cre­í­ble­men­te cruel. Hu­b­ie­ra sido mejor desha­cer­se de ambas cosas: la ex­ci­ta­ción y la polla. De hecho, si hu­b­ie­ra podido desha­cer­se de la ex­ci­ta­ción no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hu­b­ie­ra valido tanto la pena. Pero perder el ins­tru­men­to que le había pro­por­c­io­na­do ex­pe­r­ien­c­ias tan ma­ra­vi­llo­sas era, pro­ba­ble­men­te, el peor cas­ti­go que le podían haber in­fli­gi­do. La tor­tu­ra más im­pla­ca­ble.

      Ahora, cuando se ex­ci­ta­ba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que mo­ver­se, ca­mi­nar sin des­can­so y for­zar­se a pensar en otras cosas para dis­tra­er­se. Tra­ta­ba de in­vo­car pen­sa­m­ien­tos que lo in­co­mo­da­ran. Algo que solía fun­c­io­nar era re­cor­dar el in­ci­den­te de la bañera, que le había ocu­rri­do a los doce años. Más o menos un año antes había des­cu­b­ier­to lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sor­pre­sa. Sen­ta­do en el baño, tiró de su sal­chi­cha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en au­men­to. De pronto, un chorro blanco salió dis­pa­ra­do de la punta y ate­rri­zó en la al­fom­bri­lla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le pre­gun­tó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a lim­p­iar aq­ue­lla mancha blanca y pe­ga­jo­sa con papel hi­gié­ni­co. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con sus­pi­ca­c­ia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.

      El día del in­ci­den­te estaba tum­ba­do en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había ol­vi­da­do ce­rrar­la. Mamá entró y, al ver lo que estaba ha­c­ien­do, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hir­v­ien­do y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de su­mer­gir­se un poco en la bañera, pero gran parte del agua hir­v­ien­do lo sal­pi­có. Él au­lla­ba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chis­pas. «¡Esta es la per­di­ción de los hom­bres! ¡Si haces eso, irás al in­f­ier­no!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde du­ran­te tres se­ma­nas. Al fi­na­li­zar la lec­tu­ra le pegaba para «sa­car­le el de­mo­n­io de dentro».

      Todo empezó más o menos por en­ton­ces, pero el en­gra­na­je se puso re­al­men­te en marcha solo unas se­ma­nas des­pués. El hijo del vecino, Pa­trick, que tenía ca­tor­ce años, había mon­tan­do una tienda de cam­pa­ña en el bosque. Es­ta­ban ju­gan­do a indios y va­q­ue­ros, y des­pués se reu­n­ie­ron en la tienda. Pa­trick le ordenó a Su­san­ne, que tenía doce años, que se qui­ta­ra los pan­ta­lo­nes y la ropa in­te­r­ior y se tum­ba­ra boca arriba. Había cinco niños más. Pa­trick se deshi­zo de los pan­ta­lo­nes y los cal­zon­ci­llos. Le había salido un poco de pelo al­re­de­dor de la polla. Thomas no pudo apar­tar la vista. Era la pri­me­ra vez que veía el pene erecto de otra per­so­na, largo y pun­t­ia­gu­do. Pa­trick se lo agarró y se tumbó encima de Su­san­ne, que estaba ahí СКАЧАТЬ