Secta. Stefan Malmström
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Secta - Stefan Malmström страница 5

Название: Secta

Автор: Stefan Malmström

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Off Versátil

isbn: 9788412272536

isbn:

СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      —Un pa­la­c­io. Ver­sa­lles.

      —¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?

      —¿Yo?

      —Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?

      Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.

      —No lo sé. ¿Quizás una de las per­so­nas que baila?

      —Des­crí­be­te.

      Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus pár­pa­dos, vi­s­ua­li­zó un gran salón de baile lleno de gente en­ga­la­na­da con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un ves­ti­do de baile blanco. Reía y bai­la­ba.

      —Llevo un ves­ti­do blanco. Tam­bién peluca, porque el pei­na­do es muy vo­lu­mi­no­so y está ador­na­do con perlas. Ah, y una más­ca­ra.

      Se quedó en si­len­c­io, un poco sor­pren­di­da por todos los de­ta­lles que aca­ba­ba de re­ve­lar, aunque sos­pe­cha­ba de dónde podía ha­ber­los sacado. El año pasado habían leído sobre la Re­vo­lu­ción fran­ce­sa en clase. A ella le había fas­ci­na­do la his­to­r­ia de María An­to­n­ie­ta y había cogido un libro pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.

      —¿Quién eres?

      —Una mujer noble de la corte. —La res­p­ues­ta le llegó de re­pen­te—. Mi deber es tem­plar a la reina. Ese es mi tra­ba­jo. —Sonrió y miró a los demás. Le de­vol­v­ie­ron la son­ri­sa.

      —¡Fan­tás­ti­co! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en par­ti­cu­lar?

      Peter se in­cli­nó hacia Jenny. La música había parado y la ha­bi­ta­ción estaba en si­len­c­io. Luego le pre­gun­tó:

      —¿Puede ser que lo que acabas de con­tar­nos sea un re­c­uer­do y no solo fruto de tu ima­gi­na­ción?

      Jenny miró a su al­re­de­dor. Los demás la ob­ser­va­ban con in­te­rés. Estaba claro que para ellos aq­ue­lla con­ver­sa­ción no era ex­tra­ña. Se di­ri­gió a Peter:

      —¿Te re­f­ie­res a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una car­ca­ja­da—. Sí, quizás sí. Pero tam­bién puede ser que me esté acor­dan­do de un libro sobre María An­to­n­ie­ta que cogí pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca hace unos meses.

      —¿Por qué crees que es­ta­bas in­te­re­sa­da en María An­to­n­ie­ta? —res­pon­dió rá­pi­da­men­te Peter.

      Quizás lo que decía tu­v­ie­ra sen­ti­do, pensó Jenny. Aquel pe­r­io­do his­tó­ri­co la fas­ci­na­ba. Al leer el libro, había de­se­a­do vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alo­ja­do en el pa­la­c­io de Ver­sa­lles. Y le atraía la idea de las vidas pa­sa­das.

      —Mucha gente cree en la re­en­car­na­ción —con­ti­nuó Peter, que seguía in­cli­na­do y ahora estaba apa­gan­do su ci­ga­rri­llo en un grueso ce­ni­ce­ro de mármol—. Más de mil mi­llo­nes de per­so­nas en todo el mundo, con­tan­do solo a los bu­dis­tas y los hin­d­uis­tas. ¿Quién dice que los oc­ci­den­ta­les tienen razón?

      Jenny afirmó con la cabeza.

      —No todo el mundo ha tenido una vida tan in­te­re­san­te como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A fi­na­les del siglo xviii, yo era un gran­je­ro pio­jo­so del montón en la pro­vin­c­ia de Es­ca­n­ia.

      Todo el mundo rio. Hubo muchas más car­ca­ja­das du­ran­te el resto de la velada, además de otras con­ver­sa­c­io­nes sobre vidas pa­sa­das y aca­lo­ra­das dis­cu­s­io­nes sobre la ca­li­dad de la música de Nir­va­na y sobre si Mikh­ail Gor­ba­chev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aq­ue­llas per­so­nas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la res­pe­ta­ban y que es­ta­ban ge­n­ui­na­men­te in­te­re­sa­dos en ella. Eran in­te­li­gen­tes y sim­pá­ti­cos, y no se pre­o­cu­pa­ban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acos­tum­bra­da a ro­de­ar­se de gente así.

      Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se di­ri­g­ie­ron a la parada para coger el último au­to­bús a Karls­kro­na.

      —Los amigos de Vic­to­r­ia son muy in­te­re­san­tes —dijo Jenny.

      —Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pa­sa­das es bas­tan­te atrac­ti­vo.

      —A mí me cuesta acep­tar­lo —dijo Jenny—. Pero las imá­ge­nes que me han venido a la cabeza se iban ha­c­ien­do más y más con­cre­tas a medida que Peter me iba ha­c­ien­do pre­gun­tas. ¿Y si somos almas que van sal­tan­do de cuerpo en cuerpo? Me en­can­ta­ría que fuera verdad.

      An­du­v­ie­ron en si­len­c­io du­ran­te varias de­ce­nas de metros. En la parada, es­pe­ra­ron de pie. El au­to­bús tar­da­ría cinco mi­nu­tos en llegar.

      —¿De qué los conoce Vic­to­r­ia? —pre­gun­tó Jenny.

      —Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la es­c­ue­la pri­ma­r­ia —res­pon­dió Stefan—. La ma­yo­ría siem­pre ha vivido en Karls­kro­na, pero otros fueron lejos a la uni­ver­si­dad y acaban de volver. Mi her­ma­na me ha dicho que al­gu­nos forman parte de un grupo re­li­g­io­so que cree en la re­en­car­na­ción. Cien­c­io­lo­gía, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cris­t­ia­nis­mo. Creo que solo están in­te­re­sa­dos en este asunto de las vidas pa­sa­das y en apren­der téc­ni­cas co­mu­ni­ca­ti­vas. A Vic­to­r­ia todo esto no le llama de­ma­s­ia­do la aten­ción, pero le caen muy bien.

      —Y a mí —dijo Jenny.

      —Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, son­r­ien­do y ro­deán­do­la con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha pa­re­ci­do guapo?

      —Idiota —dijo Jenny—. No es eso.

      Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.

      4

      Miér­co­les, pri­me­ra hora de la mañana en el parque Ho­gland. Había pasado un día y medio desde que habían en­con­tra­do a un padre y a su hija de cuatro años muer­tos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con pre­c­au­ción. Una si­len­c­io­sa niebla ma­tu­ti­na cubría la ciudad, que estaba cons­tr­ui­da sobre tr­ein­ta y tres islas. La niebla evi­ta­ba que el sol ate­rri­za­ra y al­can­za­ra las pocas almas ma­dru­ga­do­ras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karls­kro­na.

      Una de aq­ue­llas almas era Luke Berg­mann. A él no le im­por­ta­ba СКАЧАТЬ