Secta. Stefan Malmström
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Название: Secta

Автор: Stefan Malmström

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Off Versátil

isbn: 9788412272536

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СКАЧАТЬ Viktor se metió en el des­pa­cho y le pidió a Luke que lle­va­ra a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los de­di­tos por el brazo mus­cu­lo­so y ta­t­ua­do de Luke y le pre­gun­tó por qué no se lavaba mejor. El co­ra­zón se le de­rri­tió to­da­vía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a en­ros­car los dedos en su pelo grueso y oscuro mien­tras, con­f­ia­da, se dormía entre sus brazos.

      —¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Res­pi­ra! ¡Por favor! —The­re­se se quedó sin al­ien­to tras in­ten­tar, por cuarta vez, llenar de aire los pul­mo­nes de la pe­q­ue­ña. Agnes estaba tum­ba­da con la boca medio ab­ier­ta y los ojos ce­rra­dos. Las bellas y largas pes­ta­ñas se le habían pegado a la piel. Pa­re­cía estar dur­m­ien­do tran­q­ui­la­men­te. Solo que esta vez quizás no vol­v­ie­ra a des­per­tar­se nunca.

      La rabia de Luke hacia la te­le­o­pe­ra­do­ra se des­va­ne­ció. La sus­ti­tu­yó un es­ca­lo­frío que le re­co­rrió el cuerpo. Le su­su­rró una ora­ción al Dios en el que no creía.

      —Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que qu­ie­ras.

      ¿Dónde de­mo­n­ios es­ta­ban las am­bu­lan­c­ias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más in­ten­sa y ahogó el sonido de los es­f­uer­zos que The­re­se hacía por de­vol­ver­le la vida a su hija. Un te­cla­do eléc­tri­co y una gui­ta­rra ri­va­li­za­ban para ver quién podía tocar más notas por se­gun­do.

      «Qué música tan car­gan­te», pensó Luke. Em­pe­za­ba a tener náu­se­as y le tem­bla­ban las pier­nas. Tenía que de­te­ner ese ruido. Con las pier­nas va­ci­lan­tes, se di­ri­gió al or­de­na­dor y lo apagó. En la mesa había un pe­q­ue­ño tarro rojo con la tapa ab­ier­ta y polvo blanco en el in­te­r­ior. Al lado, un vaso con una pasta gra­nu­lo­sa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media ta­ble­ta de cho­co­la­te con leche Ma­ra­b­ou. Luke había notado un leve sabor a cho­co­la­te cuando había tra­ta­do de re­a­ni­mar a Agnes. Oyó si­re­nas a lo lejos.

      —¡Luke! ¡Ha dejado de res­pi­rar! ¡Agnes, no!

      The­re­se co­men­zó a gritar, con­fun­di­da, y tomó a su hija entre sus brazos. Sen­ta­da en el suelo, se sa­cu­día fre­né­ti­ca­men­te hacia de­lan­te y hacia atrás. Luke se arro­di­lló y las abrazó a las dos muy fuerte.

      3

      Ron­neby, 5 de oc­tu­bre de 1991

      —Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?

      El tipo que le hacía esta pre­gun­ta a Jenny se lla­ma­ba Peter. Tenía vein­ti­cin­co años, seis más que ella, y hacía medio que había ob­te­ni­do su MBA en la Uni­ver­si­dad de Lund. Lle­va­ba una cha­q­ue­ta marrón de pana, un pa­ñ­ue­lo rojo al­re­de­dor del cuello, gafas y bigote. Su as­pec­to era aris­to­crá­ti­co, como el de un dandi inglés; un estilo com­ple­ta­men­te dis­tin­to al del resto de chicos que Jenny co­no­cía.

      Hacía seis meses que Jenny había ter­mi­na­do el ins­ti­tu­to en Karls­kro­na con ma­trí­cu­la de honor. Ahora tra­ba­ja­ba en una ca­fe­te­ría. Se había tomado un año sa­bá­ti­co y pla­ne­a­ba em­pe­zar los es­tu­d­ios uni­ver­si­ta­r­ios el otoño si­g­u­ien­te.

      Se acu­rru­có en el sofá rojo —recién ad­q­ui­ri­do en IKEA— de Vic­to­r­ia, la her­ma­na de su novio Stefan. Vic­to­r­ia vivía en un mo­der­no piso de la calle Kungs­ga­tan, en el centro de Ron­neby. Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­trés años y había in­vi­ta­do a unos amigos a comer tarta. Pla­ne­a­ba or­ga­ni­zar una fiesta más ade­lan­te, a lo largo de ese mes.

      Peter estaba hun­di­do en un sillón en­fren­te del sofá y su­je­ta­ba un ci­ga­rri­llo con ele­gan­c­ia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Ha­bla­ban mucho de po­lí­ti­ca, cosa que a Jenny no le in­te­re­sa­ba nada. La co­a­li­ción bur­g­ue­sa había ganado las elec­c­io­nes y había puesto fin a una etapa de tres le­gis­la­tu­ras so­c­ial­de­mó­cra­tas se­g­ui­das. Justo ese día, el con­ser­va­dor Carl Bildt había tomado po­se­sión del cargo de primer mi­nis­tro. Peter pen­sa­ba que Suecia había re­gre­sa­do al buen camino.

      Desde el im­pre­s­io­nan­te equipo de sonido Pio­ne­er, la sedosa voz de Whit­n­ey Hous­ton los en­vol­vía: I’m your baby to­night.

      A la iz­q­u­ier­da de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la de­re­cha, la her­ma­na mayor de Stefan, Vic­to­r­ia. De las ocho per­so­nas que había en el salón, Jenny solo co­no­cía a ellos dos. La última vez que había estado sen­ta­da en un sofá con Vic­to­r­ia había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un do­min­go a la hora de la me­r­ien­da. Ese día, Stefan le había pre­sen­ta­do a sus padres en medio de un am­b­ien­te tenso que Vic­to­r­ia había de­ci­di­do re­la­jar un poco. De pronto dio un res­pin­go, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».

      ¡Qué mala había sido Vic­to­r­ia! Jenny quiso que se la tra­ga­ra la tierra. In­ten­tó pro­tes­tar, pero no sirvió de nada. Se puso com­ple­ta­men­te roja. Estaba segura de que toda la fa­mi­l­ia de su novio pen­sa­ba que tenía gases.

      Así que esa era la se­gun­da vez en solo unas se­ma­nas que se son­ro­ja­ba mien­tras estaba sen­ta­da en un sofá. La pre­gun­ta de Peter hizo que todo el mundo ca­lla­ra y mirara a Jenny. «¡Odio po­ner­me roja todo el tiempo!», pensó. Siem­pre la había in­co­mo­da­do ser el centro de aten­ción. Hablar de­lan­te de sus com­pa­ñe­ros en clase le su­po­nía una tor­tu­ra, aunque sabía que era guapa y una de las me­jo­res es­tu­d­ian­tes de su ins­ti­tu­to. Cuando los pro­fe­so­res re­par­tí­an los exá­me­nes y anun­c­ia­ban las notas en voz alta, una cos­tum­bre en las aulas de Suecia, casi siem­pre era ella quien había ob­te­ni­do los me­jo­res re­sul­ta­dos. Pero le mo­les­ta­ba te­rri­ble­men­te oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las me­ji­llas au­to­má­ti­ca­men­te. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocu­rría in­clu­so antes de que re­par­t­ie­ran los exá­me­nes: se son­ro­ja­ba solo de pensar que pronto iba a po­ner­se roja.

      En el salón de Vic­to­r­ia, todos mi­ra­ron a Jenny. Los pen­sa­m­ien­tos se le arre­mo­li­na­ron en la cabeza. Se sintió pre­s­io­na­da y ner­v­io­sa. De modo que, na­tu­ral­men­te, se ru­bo­ri­zó.

      —¿Qué qu­ie­res decir? —pre­gun­tó.

      Peter sonrió.

      —Bueno, piensa en 1787. Y trata de pr­o­yec­tar una imagen que aso­c­ies a este año.

      Jenny dudó, pero se sentía obli­ga­da a res­pon­der.

      —Mu­je­res con ves­ti­dos bo­ni­tos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.

      —Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?

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