La suerte de Omensetter. William H. Gass
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La suerte de Omensetter - William H. Gass страница 12

Название: La suerte de Omensetter

Автор: William H. Gass

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788412305975

isbn:

СКАЧАТЬ Estaba mareado de haber estado de rodillas y al abrigo de Omensetter le faltaba un botón. Nuestro zorro está en nuestro pozo, nuestro zorro está en nuestro pozo, vacía tenía la tripa nuestro pozo, ahora nuestro zorro está en nuestro pozo, cantaban las niñas, dando vueltas aún más rápido.

      Id con cuidado, dijo, esos tablones están podridos y falta uno. Tendrían que haber reparado la cubierta.

      En realidad el pozo era suyo, y al acordarse guardó silencio. Intentó una cautelosa sonrisa de disculpa. Pensó que podría tratarse del zorro que ha estado robándole las gallinas a Knox. Propio de la suerte de Omensetter, desde luego, que el zorro se hubiese apoderado de la gallina más agria, se hubiese atragantado con ella conforme huía y que después el suelo se lo hubiese tragado de la manera más estúpida. Qué cosa tan horrible: que la tierra se abra para engullirte casi a la vez que coges la gallina con la quijada. Y morir en un conducto. Henry descubrió que no era capaz de apretar el puño. En el mejor de los casos, el zorro debe de estar herido de gravedad, terriblemente apretujado, con el hocico pegado al muro húmedo del pozo. Ahora tendría el pelaje apelmazado y el rabo enredado, y su oscuridad se extendería hasta las estrellas nacientes. Un perro se desangraría las patas y se rompería los dientes contra los lados y después se reventaría el cuerpo saltando una y otra vez. Por la mañana, el hambre, y el sedal del sol descendiendo por el muro, los olores fétidos, el amargo agotamiento del espíritu. Con razón ardía de malicia.

      ¿Sabéis lo que son esos ojos? Son los ojos de un gigante.

      Las niñas chillaron.

      Sin duda, ese agujero llega hasta el país de los gigantes.

      Omensetter le dio a Henry un buen golpe en la espalda.

      De niño Henry no había sido capaz de sacar del pozo un cubo rebosante de agua; no era capaz de usar con fuerza la pala ni la azada, ni de usar el arado; no era capaz de serrar ni de blandir un hacha barbuda. Daba tumbos cuando corría; cuando saltaba, resbalaba; y cuando hacía equilibrios en un leño, se caía. Odiaba la caza. Le sangraba la nariz. Bailaba, aunque nunca fue capaz de aprender a pescar. No montaba a caballo, le disgustaba nadar; se enfurruñaba. Llegaba el último colina arriba, se quedaba en casa durante las caminatas, siempre era «ese». A sus hermanas les encantaba fastidiarlo, a sus hermanos avasallarlo. Y ahora no era capaz ni de apretar el puño.

      En serio, ¿qué piensas hacer?

      Omensetter se contoneaba felizmente alrededor del pozo con las niñas, sus cuerpos arrojaban una sombra débil sobre la hierba amarillenta.

      Naaa-da, cantaban, naaa-da.

      Omensetter debe percibir la crueldad de su humor, pensó Henry, ¿o estaba también libre de eso? Mudada la piel de la culpabilidad, ¿quién no bailaría?

      No puedes no hacer nada, por supuesto, dijo; tendrás que sacarlo. Se va a morir de hambre ahí abajo.

      Tendrá que quedarse donde lo ha puesto la gallina, dijo Omensetter con firmeza. El manantial lo hará flotar hasta la superficie.

      ¿A ese pobre animal?, no puedes hacer eso. Además es peligroso.

      Pero Henry pensó en cómo saldría parado si la tierra contara sus crímenes. Imagina que al instante de pronunciar una palabra cortante, te sangrara la mejilla.

      En cualquier caso, tendrás que sellarlo con tablones… las niñas, dijo.

      Imagina que la lengua se te hendiera al mentir.

      Este pozo es, por decirlo de alguna manera… mío. Lo olvidé del todo, la existencia de…

      Suspiró. Un asesinato sería también un suicidio.

      Te ayudaré a taparlo, dijo.

      Oh, ellas lo disfrutan, dijo Omensetter. Si lo cubro se pondrán a llorar.

      Las niñas tiraban con regocijo de los brazos de su padre. Él se puso a dar vueltas como un poste festoneado.

      ¿Cuánto… creéis que… aguantarán… esos ojos de gigante?

      Henry se sujetó inestable a un árbol joven.

      Podrías dispararle, supongo. Tienes una escopeta.

      El pozo lo quiere… igual se escapa… ooh… niñas, está oscureciendo… no… fiiuuu… parad.

      Entonces lo haré yo, dijo Henry, e imaginó la bala saltando desde el cañón de su escopeta y dirigiéndose contra el zorro.

      Lámparas iluminadas en la casa. Mientras se alejaba hacia la calesa Henry midió las murallas de su cielo. No se había hundido todavía, pero pronto no habría nada a lo que apuntar, pues la oscuridad silenciaría los ojos del zorro. La hierba había empezado a espejear. Los animales sentían dolor, según tenía entendido, pero pena nunca. Eso parecía cierto. Henry podía aplastarse un dedo, aun así no permitiría que la herida le ocasionara mayor preocupación que una guerra en un país lejano, tal era el miedo con que vivía; pero el zorro era una criatura que colmaba los límites de su cuerpo como un lago que el disparo motearía al penetrarlo. Uno podía sobresaltar a un animal, pero sorprenderlo jamás. Los asientos de la calesa estaban resbaladizos, el rocío era abundante. Pensó que en alguna parte debía de tener un trapo, un trozo de felpa. Había murciélagos por encima. Sí, aquí estaba. Henry se puso a secar un asiento para sí. Revoloteando igual que hojas, los murciélagos volaban sobre seguro. ¿Y se sorprenderían las estrellas, alzando la vista, al descubrir al zorro ardiendo en sus tempranos cielos?

      Ya está, has sido bastante precavido, has evitado que se te moje el trasero.

      Henry hablaba con enfado y el carruaje empezó a hacerlo rebotar.

      Así que el pozo llega hasta el país de los gigantes. ¿Por qué no? ¿Debería apartarse de aquello, de aquella insensibilidad y aquel romance, volverse hacia la firme y remilgada boca de la señora de Henry Pimber?, ¿sus manos que alegres se desasen?

      Omensetter es un político nato, había dicho Olus Knox; es lo que llaman un tipo carismático. Qué inadecuada era esa imagen, pensó Henry, cuando era capaz de arrancarte el corazón del sitio. Jethro Furber se había puesto dramático, como siempre, dándose dolorosos pellizcos en ambas manos. Ese hombre, declaró, vive igual que un gato dormido en un sillón. Mat sonrió con dulzura: una visión llena de caridad, dijo; pero Tott reía al ver a Furber manteniéndose de una sola pieza en realidad mientras trataba de condenar lo que en Omensetter no eran más que armonía y ligereza, tal como Henry supuso, con una imagen tan sosegada. Aun así, ¿cómo podía soportar Omensetter aquel par de ojos? Desde… desde luego, tartamudeó Furber. Un gato es algo hermoso, desde luego. ¿Pero cuán hermoso un hombre? ¿Resulta atractivo en un hombre pasarse la vida durmiendo?, ¿cuidarse cual vaca?, ¿rechazar cualquier gramo de responsabilidad? Tott se encogió de hombros. El gato es un egoísta redomado, una bestia perezosa, esclavo de sus placeres. No hace falta que sermonees, dijo Tott, irritado; idolatraba a los gatos. Yo lo he visto, Furber giró en redondo para atraer cada mirada, yo lo he visto… vadeando. El recuerdo hizo sonreír a Henry, que refrenó la calesa. ¿Vadeando? Visualizó a Jethro de pie en un charco, con los pantalones remangados. Tott afirmó más tarde que Furber llenaba una silla como un saco de patatas que gotea. No, no, un inestable montón de paquetes, una torre tambaleante, un agarre incierto, sí, una silla llena de paquetes que peligran, o, en suma: un hatajo de hatillos desatados. ¿Y dormir?, ¿dormir? Dormir es como Siam –jamás había estado allí–. Era verdad, pensó Henry, ambos eran totalmente СКАЧАТЬ