La suerte de Omensetter. William H. Gass
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Читать онлайн книгу La suerte de Omensetter - William H. Gass страница 13

Название: La suerte de Omensetter

Автор: William H. Gass

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788412305975

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СКАЧАТЬ su tez; tendían su naturaleza como una ofrenda de frutas; y se sumaban a lo que tocaban, ampliándolo, como ríos que afluyen y aumentan sus caudales. Vadeando. Divertido, Henry volvió a dar forma a la palabra, y se permitió observar cómo todo se inundaba de árboles. Encolando cometas, dijo Furber. Rodando aros. Voceando en plena la calle. Fur-berr (respondió ahora Henry como tendría que haberlo hecho entonces), Fur-berr, estás hecho una vieja… sí, una vieja con encajes. Pero el atardecer había inundado también a Furber, y a su intensidad feroz y puritana. Henry lo agradeció. Sabía que jamás se acostumbraría a aquel ardiente y oscuro hombrecito de cara blanca, siempre y rara vez el mismo, que aseguró un domingo que Dios lo había hecho pequeño y que le había entregado sus vestiduras para que en el púlpito pudiese representar ante todos la oquedad interior de sus cuerpos. No, apenas una vieja de encaje. Todos somos unos negros aquí, por dentro, había gritado. Os ha dado un retortijón, había dicho, doblándose, anudándose los brazos alrededor de las rodillas, y yo soy su sombra. Antes yo medía dos metros y medio casi, había exclamado, pero Dios me hizo pequeño para este propósito. ¿Qué clase de lenguaje era aquel?… oquedades corporales ennegrecidas. Jesús, pensó Henry, como la columna del pozo. ¿Y si se hubiese caído él?

      Ding Dong Dang,

      Pimber en el pozo está.

      Henry intentó apremiar a su caballo hasta el galope, pero en un camino con tanto bache, con una luz tan pobre, este se negó. Maldijo durante un momento, y desistió.

      ¿Quién lo empujó ahí?

      El pequeño Henry Pim.

      El propio Omensetter no era mejor que un animal. Eso era cierto. Y Henry se preguntó qué era lo que amaba, pues creía saber lo que odiaba.

      ¿Quién lo sacará?

      Nadie, claro está.

      Cuanto Omensetter hacía lo hacía con tal sencillez que parecía un milagro. Afloraba de él con soltura, su vida lo hacía, como la línea amplia y suave a carboncillo del hombre que dibujaba tu caricatura en las ferias. Tenía una soltura imposible de imitar, pues en el momento en que eras consciente, en el instante en que tratabas de…

      Menuda travesura esa,

      Encerrar al pequeño Pimber allá,

      Que ningún daño hizo jamás,

      Pero…

      O se movía con tanta soltura porque, pese a su tamaño, por dentro no era gordo; no había apretujado el pasado alrededor de sus huesos, ni metido el alma en manteca. Henry había visto los grabados –los del baile de los esqueletos–. Era, no obstante, un baile… ¿y si uno tuviera que morir para bailar…? ¿Qué posibilidades tenía el zorro? El zorro, sentía él, nunca había visto su pasado desprenderse cual salto de agua. Nunca había medido su día en momentos: otro… otro… otro. Pero ahora, arrojado tan al fondo de sí mismo, a la oscuridad del pozo, sorprendido por el dolor y el hambre, ¿no podría quizás retornar a un estado previo, recobrar capacidades que anteriormente le eran inútiles, pasar de animal a Henry, volverse humano en su prisión, X sus días, contar, esperar, quedar a la escucha de otro… otro… otro… otro?

      Al llegar a casa su mujer le preguntó enseguida si tenía el alquiler y cuánto era, pero él atravesó la casa ofuscado, furioso y frenético, y salió de nuevo con su escopeta sin contestar, así que ella tuvo que gritarle a su espalda: ¿qué estupidez te traes entre manos?; pero ya lo vería, pensó él, observando con amargura que no había pensado que fuese a matar o a cazar sino que era un estúpido enrocado en su estupidez; y en la parte de atrás de la casa de Omensetter, sin molestar a nadie, le disparó al zorro ambos cartuchos. El disparo retumbó en los laterales del pozo y un perdigón salió volando y a través de la chaqueta le dio en el brazo con tanta fuerza que se le incrustó; pero, con gran esfuerzo, pues las frías estrellas vigilaban, hizo caso omiso a su herida, oyendo al zorro revolverse hasta quedar inmóvil. Además lo voy a sellar mañana mismo, pensó.

      Conduciendo despacio hacia su casa, evaporándose su júbilo hasta dejarlo solo con miedo y frío, Henry recordó cómo, de niño, había esperado arriba de las escaleras del sótano a que su padre apareciera, y cómo, cuando tuvo la cintura de su padre a la altura de sus ojos, sin motivo ni ningún tipo de emoción reconocible, le había dado en el estómago un puñetazo terrible, vaciándole los pulmones de aire y forzándolo a doblarse bruscamente, a que su rostro sorprendido descendiera hasta tenerlo cerca. Henry se había llenado la boca de saliva; la base de la lengua le había hormigueado; había cogido aire. Pero gracias a dios había salido corriendo, llorando en su lugar. La saliva le anegó los dientes al huir. Recordó también el sonido de las manzanas al caer lentamente por las escaleras. Sus piernas habían sido lo primero en quedar paralizadas. Se habían derrumbado como estacas.

      Matar al zorro le había proporcionado el mismo feroz y negligente tipo de júbilo, se recostó en la calesa, sin atender a las riendas, débil, a la espera de su castigo. Desde luego se sentía extraño. Había percibido su pasado con demasiada viveza. Su cabeza rodaba con el camino. Sabía, claro está, que era a Omensetter a quién había dado. Le traía sin cuidado sus vidas, a ese hombre. Una suerte como la suya no llega de un modo natural. Había que merecerla. La rabia empezó a removerse de nuevo en su interior muy ligeramente, y alcanzó a estabilizar la cabeza. Pero se había ennegrecido la noche, la luna y las estrellas quedaban ahora bajo las nubes, el mundo se había borrado en torno a él. Fatigado se hundió en sus ropas y dejó que la cabeza le oscilara libremente en el círculo del cuello de la camisa.

      Henry Pimber descansó en la playa, pasándose de mano en mano cinco piedras minuciosamente reunidas. No alcanzaba a ver en las aguas dónde había caído su rostro. En su cabeza la casa a oscuras de Omensetter se alzaba en mitad de la hierba recortada. Le golpeó el relente frío y el sonido de las aguas al anochecer, suave y lejano, como pasos lentos que llegan en sueños, lo poseyó. Ese hombre era algo más que un modelo. Era un sueño al que podrías entrar. Del pozo, en un sueño como aquel, podías sacar con facilidad dos cubos rebosantes. En aquella agua una imagen de la fuerza de tus brazos echaría a volar como la alondra hacia su canto. Dichas aves, en dicho sueño, correrían como corre tu espíritu por su cuerpo, en el cual, a imitación del aire, la carne se ha tornado prado. Los guijarros cayeron, uno a uno, sobre la arena. Henry luchó contra las ganas de volver la cabeza. En vez de eso se agachó y cogió los guijarros. Apareció la luna. Los guijarros eran las perlas más suaves –como los dientes de los más golosos–. Y el farol de Lucy atravesó la casa y subió las escaleras. Arrojó las piedras. Formaron un círculo, atrapando la luz. Una se hundió en la orilla; una dio contra una piedra más grande; una encontró la arena; otra rozó la maleza del pantano. La última yacía a sus pies como una polilla muerta. Condujo despacio ante una luna rodeada de bruma.

      A Henry le encantaba hablar de todo lo que veía cuando pasaba frente a la casa de Omensetter, aunque respecto al zorro se mantuvo cobarde y en silencio, y ni él ni su audiencia pensaron nunca en cuán extraño resultaba que se tomaran tanto interés por la cosa más nimia que hiciera su reciente vecino, pues Omensetter atraía el interés como en verano atrae la sombra. Era como si, al saber cuándo añadía las judías o cuándo cortaba leña para la colada, usaba la azada, o paseaba sin más por la mañana en el bosque de robles y arces como un árbol entre otros árboles, uno pudiese conocer su secreto, cualquiera que fuese su secreto, ya que de alguna manera debía ser la suma de aquellas cosas nimias puestas todas juntas, pues como al doctor Orcutt le gustaba remarcar, todo sarampión era síntoma de enfermedad, o como decía Mat Watson, cada giro del viento o barranco o nube era una parcela de la extensión de los elementos.

      Henry le preguntó cómo sabía que era un niño, pues era sabido, dijo, que también las niñas daban patadas, y Edna Hoxie, lo bastante flaca, decía ella misma, СКАЧАТЬ