La suerte de Omensetter. William H. Gass
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Читать онлайн книгу La suerte de Omensetter - William H. Gass страница 14

Название: La suerte de Omensetter

Автор: William H. Gass

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788412305975

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СКАЧАТЬ No te desilusiones, Brackett. Olus Knox tiene tres, dijo Henry. Cada vez que su mujer quedaba encinta él abrigaba las mismas esperanzas que tú, y tiene tres. Se le hace difícil no tener un chico, con tres quién va a llevar su apellido ahora que a ella se le ha pasado el arroz. A ti podría ocurrirte lo mismo. Espero que no… pero podría ocurrirte justo lo mismo. No deberías contar demasiado con lo que vaya a salir de ella este otoño ni figurarte nada por lo fuerte que dé patadas el bebé ni por lo alto que se coloque. Omensetter rio sin embargo. Dijo que él sabía. Que había interpretado las señales.

      Al principio la herida tan solo le dolía y luego el brazo se le quedó rígido. Ve a buscar al doctor Orcutt, por el amor de dios, dijo Henry, y se escabulló a la cama. Entonces la rigidez se le extendió al cuello. Lucy supo en Gilean que Orcutt estaba con Decius Clark en lo profundo del condado. Cuando Watson y Omensetter llegaron, Henry había parado de hablar y la cara se le tensó mientras lo vigilaban. ¿Una herida de escopeta? Extracto de olmo entonces, me parece, dijo Mat. Lucy lloraba, corriendo de habitación en habitación con telas en los brazos hechas una bola. Los labios se le apartaban de los dientes, los párpados se le caían, opio, me parece, dijo Mat. Se le dobló el cuerpo. La habitación tendría que estar a oscuras, me parece, dijo Mat. Lucy subía y bajaba a tropezones las escaleras y por último la mandíbula se le agarrotó del todo. Los resuellos atrajeron a Lucy y cuando Omensetter le preguntó: ¿tienes remolachas?, los trapos le rodaron de los brazos de ella. El reverendo Jethro Furber, su figura retorcida igual que un cordel anudado, murmuraba, sepúltalo, cúralo o sepúltalo, o algo así, si estuviera de verdad en el rincón igual que un perchero, ¿estaba?, ¿ese era Watson donde las paredes se henchían? Matthew arrastró a Lucy a otra habitación. Con qué facilidad los vio. La deidad le ocultaba Su sagrada farsa. Sepúltalo, murmuraba Furber, cúralo o sepúltalo. A través de la pared que agostaba vio que ella intentó besarlo cuando él la ayudó a tenderse en la cama; le tiró salvajemente de la ropa. Un pelín de suerte y lograremos que ese tétanos te suelte, ¿quién ha dicho eso? Entonces Mat salió de puntillas hacia los bramidos del pasillo y se encerró en el armario más grande. A su alrededor ropa de cama, toallas y prendas de mujer en estanterías.

      Omensetter hizo un emplasto de remolacha cruda machacada y lo ató con trapos a la herida y a las palmas de las manos. Henry notó que le fallaba la vista mientras los labios se le abrían y trabajosamente el aire se hacía hueco por entre sus dientes. Mat los observaba desde el umbral, en apariencia tranquilo; pero parecía llevar roto un botón de la camisa y un desgarrón en la manga. Entonces su cuerpo se ablandó. Ahora es entre Henry y el tétanos, dijo Omensetter; nada más que entre ellos. Me quedaré, dijo Mat, necesita compañía. Pero igual que unas cortinas Furber colgaba manifestándose, su oquedad, todos pudieron verla, hinchiéndose apenas, la pared de gasa, y titilando las leyes de Dios. Omensetter tenía en las manos manchas de remolacha. Le da lo mismo, dijo, menguando también su cuerpo. Le has aflojado las ropas a Lucy, estupendo, Henry oyó decir a Omensetter mientras sus pisadas se perdían en las escaleras, ahora está dormida. Mat cogió a Henry de la mano mientras Henry silbaba sin pausa como vapor.

      Orcutt llegó al caer la tarde, arrancó el emplasto de la herida, le dio opio y acónito, le metió a la fuerza lobelia y pimiento en la boca, contempló las palmas vendadas pero no tocó las envolturas, esperó los vómitos. Watson dijo más tarde a Henry que en su opinión la mandíbula ya había empezado a aflojarse, y no se sorprendió cuando comenzaron los vómitos. Habría jurado que era un caso perdido, dijo el doctor Orcutt. El reverendo Jethro Furber vino a rezar y por la mañana la mandíbula se había aflojado. Edna Hoxie, la matrona, descarada, le pidió a Omensetter la receta y presumió ante todos de la facilidad con que la había conseguido.

      3

      Que Omensetter tenía un secreto ya nadie lo ponía en duda. El cotilleo no cesaba, la opinión se dividió, se politizó el ambiente. Cualquiera habría pensado que aquello era Francia. La propia salvación de Henry era el asunto central, y era frecuente que Henry se viera fastidiado hasta rozar el llanto, débil como todavía estaba, por los constantes interrogatorios, las ruidosas trifulcas, las alocadas conclusiones de sus amigos. Nada se les escapaba: la casualidad ahora se percibía como cálculo, las posibilidades remotas se llevaban a las bravas hasta lo probable, las hipótesis más endebles se hilaban hasta formar lanas para tapices, y cada conclusión era transmitida al pueblo igual que una enfermedad. Consignada al principio por casi todo el mundo a Dios y por tanto a la fe del reverendo Jethro Furber, y siempre por un grupo eso sí más reducido a la ciencia y de ahí a las habilidades del doctor Orcutt, la cura –salvo por unos pocos desperdigados que hicieron hincapié en la voluntad y la constitución del propio Henry– se adjudicaba ahora casi con unanimidad al emplasto de raíz de remolacha y a la suerte de Brackett Omensetter. ¿Pero a qué equivalía aquello? Aquello atribuía la cura a… ¿a qué? A Edna Hoxie le aumentó la clientela, Maggie Scalon sin embargo –soltera, enorme– se mofaba de la pregunta. Acaso no consigue siempre lo que quiere, dijo. Es feliz, a que sí, el hijodeperra. Dios, ojalá lo fuera yo.

      Para Henry su enfermedad era una dicha y una agonía que aún perduraba. Hubo días enteros de lluvia continuada y el agua rebosó de los recipientes. Se sentaba al sol con una manta sobre las rodillas y sentía la lluvia caer sobre las rígidas hojas estivales y volar desde los polvorientos canalones. Rogaba constantemente al zorro que lo perdonara, tan débil y postrado en su silla, tan desligado de su propia voluntad, como lo había estado durante los primeros días de su convalecencia. El brazo le salía disparado, apoderándose con el puño de un torrente de luz. Bueno, exclamaba con sorpresa, parece que sigue lloviendo. Lucy le chillaba, el sol le tamborileaba en el pecho. Su ojo todavía lo penetraba todo como una aguja –penetraba, se volteaba y luego emergía– y enhebradas en un cordel cual abalorios se colgaba al cuello las imágenes. Durante horas toqueteaba el aire de manera obscena, y cuando se movía, sentía que congeniaban. Le decía a su esposa: aquí está tu vulva, junto al hocico del beagle; o decía: aquí está tu sangre, negra como la corteza húmeda; o decía: aquí están las heces que moldean tus intestinos; y así continuó, hasta que ella le golpeó.

      La crueldad no le trajo alivio, como tampoco la vista, y aun así pensaba a veces que su dolor podría no ser más que el dolor de su muda, pues con frecuencia parecía que estaba mudando como una serpiente las pieles de todas sus estaciones; sus grasas blancas y su carne roja se perdían en una marejada luminosa. La luz del sol lo lamía, ascendía sobre él y enseguida pedazos de sí mismo iban alejándose –la cabeza cual sombrero, las piernas cual leños–. Luego secaba cuidadosamente sus huesos con una toalla hasta que relucían. Formaban un hermoso árbol; no estaban tan mal. Henry no estaba preparado para alguien como Omensetter. Se había contentado con creer que viviría por siempre con hombres normales en un mundo normal; pero todos estos años había vivido consigo mismo como un extraño, y con todos los demás. De manera que con aquellos relucientes armazones imaginó que moldeaba una nueva arcilla fina y lisa por medio de la cual la vida se elevaba con ansias como esa humedad a la que el calor agrada. La semejanza con Omensetter era inconfundible; Henry había renacido ahora en aquel cuerpo danzante; se había unido a él como nadando te unes a un río; sin duda Lucy debió de haber visto… pero no le importaba que así fuera. Las percepciones ya no le perforaban los ojos –que retornaran sus agujas–; en su lugar, él se desbordaba vertiginosamente.

      De aquel humor Henry pudo recordar la vez en que apiló una montaña en la carreta: las colchas y los cobertores, los juguetes, las herramientas y los utensilios, notar en la boca el sabor del metal. Las nubes vivían en el río; junto a él reposaba Gilean, el aire tan puro. Todas las casas a la vista eran dignas y todos los graneros estaban en bancales con arreglo al tiempo. Los árboles estaban preciosos y deshojados y las rodadas de las carretas relucían. En el camino cantaron Rose Aylmer. Luego contaron pájaros a ratos. Había anillos en el agua de los charcos al lado del camino y el aire estaba limpio como lo está tras la lluvia. Pensó que sería bueno para la salud del chico vivir junto al río, pescar peces y criar sapos, crecer con entusiasmo.

      Pero su mujer СКАЧАТЬ