Название: Mientras el cielo esté vacío
Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789587206760
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Se observaba en el vidrio y del silencio brotaba su historia encerrada. Tenía sensaciones que asimilaba a paisajes, olores, a tardes de tormenta, al sabor de una fruta, al canto de un pájaro, mas no a las palabras que solo le habían mentido, se habían vaciado de significado. Vivía en el límite, en el final de sí misma. Se decía “yo” y cuanto surgía de esa palabra era la mirada empañada y el paisaje borroso. Quizá ese yo podría adquirir una existencia verdadera si ella se aliara al odio y a la venganza, pensaba. Entonces sería posible que descubriera un yo inmenso, sin límites, que se expandiera como se expanden los egos de los asesinos que habitan el mundo como si fueran sus dueños. “El mío es un yo pequeño, tímido, un yo pobre, sin las admiradas hazañas del mal y por eso el mundo me puede ignorar o destruir como lo ha hecho con mis hijos y con los miles de asesinados y desaparecidos”, se dijo.
Ella tendría que renunciar a sí misma, acercarse a los horrores vividos, a esa violencia ininterrumpida y alimentarse de eso, volver una y otra vez sobre sus recuerdos, darles la carne y la sangre de su cuerpo para que el odio surja y la rabia y la venganza. Debía permanecer en la tensión de esas vivencias, en el fuego que inician, en el furor que hacen emerger, como en arena movediza en la que se hundiría cada vez más.
No podía regodearse en el dolor y dejar que la rabia corriera por sus venas. No quería. Había sentido la vida estremecerse entre sus muslos y crecer y temblar. Aunque lo que sentía no era odio, acaso tampoco amor, la poseía un dolor que nada tenía que ver con el deseo ni con sus mentidas esperanzas, era la visión aterradora de la vida en agonía. Entonces se dijo: “Nunca más permitiré la derrota que crece desde mi misma y me abate y me ensombrece”.
El movimiento del pueblo la trajo de nuevo a la realidad. Tenía que decidir si buscaban a su pariente o continuaban el viaje hacia Sahagún, lejos de las tierras arrasadas. Sabía que allí en Sincelejo, se encontraba muy activo el paramilitarismo, pero ¿dónde no? Pronto estarían en la terminal de autobuses, en medio del bullicio y de la gritería.
Caminaban entre esas fronteras extrañas, lugares amorfos e inciertos, de amores rápidos y ebriedades violentas, de marginales y hampones, a donde llegan los viajeros, los desterrados convertidos en mendigos o en prostitutas empujadas a catres sucios para amores tristes y humillantes. Elena escrutaba el rostro de Noemi y miraba esas pensiones donde mueren los sueños y las esperanzas, veía a las mujeres con niños barrigones y calvos, a los campesinos con sus camisetas raídas, sus tres puntá gastadas, sus sombreros vueltiaos y la vergüenza en sus rostros al tender las manos mendigantes. Entonces Noemi le devolvía la mirada y Elena regresaba a las escenas callejeras. No se decían nada, en esos trayectos de huida y miedo habían desarrollado una lengua donde el desasosiego, la duda y la desconfianza se trasmitían sin palabras.
Esa desconfianza las apartaba de todo y de todos; Noemi miraba los rostros de las personas y ninguno le generaba simpatía. Rostros amargos como el café negro que se estaba tomando. Y en medio de esa baraúnda alcanzó a leer los encabezados de periódicos: “Sangrientas masacres en los Montes de María, semanas de horror”, “Cientos de desplazados en Los Montes de María por masacres de los paramilitares”. Otros titulares, en cambio, explicaban el desplazamiento por los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla: “Cientos de bajas en la guerrilla”. Al leer esto, sintió que la sangre se le convertía en fuego. Caminaba presa de una honda desazón, con ganas de gritar, de destruir aquellos puestos de cachivaches, y tan rápido que obligaba a Elena a correr detrás de ella. Las calles no tenían el más mínimo espacio. Todo le parecía compacto, era imposible sentirse libre del contacto físico, sin presión, sin miradas sobre su cuerpo. Sentía que respiraba pasteles, bollos, alegrías, que el aire estaba lleno de raspados de hielo, camisetas de equipos de fútbol, herramientas chinas “todo a mil pesos”, de minutos para celulares y de susurros de cuerpos en venta: “Barato papacito que hoy no he desayunado, venga mi amor para que se relaje”, el aire la asfixiaba y le llenaba los pulmones de humo de fritanga, y los ojos se obnubilaban con las miradas derrotadas y los cuerpos arrancados de la humanidad, asediados por la ignorancia y el hambre.
“¡Necesito un trago!”, se dijo. Entró al primer bar que encontró abierto y su corazón volvió a volcarse y la sangre palpitó más fuerte en sus sienes. En una mesa estaban unos hombres tomando ron; vociferaban, dueños del mundo y de la vida, autoritarios, seguros, libres. Llevaban los adornos de oro que siempre exhiben con orgullo, pues saben que allí, todos conocen la gramática de la ostentación que expresan en sus gestos y en la actitud de sus cuerpos en la que puede leerse el desprecio por la vida y la resolución inquebrantable de destruirla. Esos hombres llevaban la marca de la muerte en el tono despótico de sus voces, en sus piernas abiertas y en el modo como se dirigían a la mujer que los atendía. Son los señores de la muerte, lo sabe también Elena, lo saben todos en aquel bar.
Noemi retrocedió y en actitud desafiante, los miró. Acostumbrados a que su presencia intimidara, le sostuvieron la mirada hasta que uno de ellos dijo:
—¡No lo mate! Se lo suplico, no es guerrillero, es cultivador de tabaco. –Y soltaron unas carcajadas delirantes, llenas de soberbia.
Otro, sacando la lengua obscenamente, agregó:
—¡A que les hubiera gustado verla con ese cactus en la boca y los chorros de sangre resbalándole por los labios! –Y volvieron a reír mientras brindaban con sus copas.
Noemi y Elena se paralizaron al oír aquellas palabras, esos rostros serían inolvidables. Salieron de allí, giraron en la esquina y los perdieron de vista. Desoladas, caminaban sin rumbo. Ya Noemi no tenía deseos de llamar a su primo, y aunque debía pedirle su plata, solo quería tomarse un ron y huir de esa ciudad cuyos malos augurios la aplastaban. Necesitaba pensar con lucidez y no movida por aquellas emociones.
Entraron en un restaurante, Elena miraba la carta: mote de queso, empanada de huevo, bollos de yuca y jugos, Noemi pidió un ron doble y cigarrillos. No tenían nada que decirse, y el silencio creaba entre ellas un espacio vasto para las imágenes y esos rostros que las golpeaban repetidamente, en un eco que crecía. Cuando Noemi sintió que iba a gritar hundida en la impotencia y la desesperación, aspiró una bocanada de humo que la contuvo, y dirigiéndose a Elena, dijo con resolución:
—¡Nos vamos! No podemos estar cerca de esos asesinos, aquí se ve la muerte tatuada en los rostros. Siento que una cosa oscura crece dentro de mí y la detesto, es como una marea que arremete contra la esperanza y me llena de rabia.
La mirada asombrada y temerosa de Elena la interrumpió. Trató de cambiar el tono pero no pudo. Callar sus pensamientos era continuar con el engaño, sumarse al artificio, y no estaba dispuesta, así que le dijo sosteniendo su mirada.
—Sí. Odio todo esto y no voy a callarlo aunque seas una niña. Ya te robaron la infancia, la vida fue asaltada en ti cuando apenas comenzabas a vivir. Has visto y vivido tantas cosas que podrías tener mi edad, y no voy a protegerte ahora.
—¿Escuchaste lo que dijeron? Me parece que hablaban de una mujer a la que seguro mataron. Tengo mucho miedo. También me quiero ir, pero cómo vamos a llegar a la terminal sin pasar por donde ellos están.
—Esperemos aquí hasta que esos hombres se hayan ido. Más tarde vamos a comprar los pasajes.
—¿Crees que estuvieron en El Salado? Allá se cultiva tabaco.
—Eso no lo sé, pero no me queda duda de que son paramilitares. La vida para ellos es un campo de batalla y de una manera u otra, siempre están destruyendo o humillando СКАЧАТЬ