Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
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Название: Mientras el cielo esté vacío

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789587206760

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СКАЧАТЬ de la explanada. De manera automática, los desplazados cogieron sus cosas y comenzaron a caminar. Cuando finalmente llegaron a Corozal, narraron sus historias interrumpidas por largos silencios frente a lo que el pudor callaba. Cada uno, al terminar su relato ante al defensor del pueblo, algunos periodistas y los representantes de las organizaciones de derechos humanos, salía con el infierno en el alma y la sospecha de que un infierno peor anidaba en sus omisiones. Rumiando su soledad, tomaban rumbos inciertos, caminos hacia la dispersión que se llevaría para siempre la memoria. Algunos decían que se iban hacia el Norte, otros hacia el centro del país y muchos, que no sabían aun hacia dónde dirigirse, tomarían el primer autobús que los sacara de esa región.

      Cuando Noemi y Elena entraron a dar su versión de los hechos, les pidieron el nombre, un documento de identidad y les preguntaron si conocían a los responsables de la masacre.

      —Me llamo Noemi Álvarez Restrepo. Nací en Trujillo, Valle del Cauca.

      —¿Y ella? –preguntaron.

      —Elena Álvarez –se apresuró a contestar Elena–. Soy su hija –agregó.

      Visiblemente sorprendida, Noemi supo que Elena no declararía nada, entonces contó lo que había vivido en el Carmen de Bolívar.

      —¿Y usted, por qué fue al Carmen?

      —Porque me dijeron que allí se iban a abrir unas fosas comunes que la población había denunciado y yo estoy buscando a mis hijos desaparecidos.

      —Según usted, ¿quiénes perpetraron la masacre?

      —Fueron los paramilitares, llevaban el distintivo en el uniforme.

      —¿Y la niña, tiene algo que decir?

      —No –contestó Elena secamente. –Noemi firmó la declaración y salieron de allí.

      —No debiste haber dicho que eras mi hija. ¿Por qué lo hiciste?

      —No quiero hablar con ellos, además casi no recuerdo nada, solo los disparos, los gritos de mi mamá ordenándome que huyera y una mano como de hierro que me haló hacia el monte.

      —¿Tu papá?

      —Solo tengo mamá. Creo que la mataron. Ella tenía un novio, pero no era mi papá, el mío se fue y nunca supimos de él.

      —¿Tienes parientes en algún lugar?

      —No. todos están muertos. –Se sentó en un muro cerca de la plaza del pueblo y se puso a llorar–. No tengo a dónde ir –continuó– no tengo a nadie –decía entre sollozos y ahogo–. No me abandones ni me entregues a esos policías.

      Noemi se estremeció con un dolor que le recordaba el suyo propio, lanzada a la extrañeza del abandono en un mundo que desde entonces le había sido hostil, Elena, expectante, ahogada en la angustia, esperaba. Y Noemi, viendo el temblor mudo de sus labios, sabía de qué insondables e indecibles preguntas, estaba hecho aquel llanto. Entonces, la abrazó, y limpiándole la nariz con su camisa sucia, le prometió que continuarían juntas.

      —No tengo a nadie, solo te tengo a ti. Creo que a mi mamá la mataron.

      Noemi sintió aquel murmullo en su pecho, como un soplo a su aridecido corazón. Entonces no quiso indagar más acerca de lo que a Elena y a su madre les había ocurrido.

      Permanecieron un buen rato mirando las golondrinas volar y posarse sobre los alambres de la luz. El sol declinaba y el atardecer iluminaba sus rostros tostados durante el largo camino de la huida. Se dirigieron hacia el parque central tomadas de la mano, en una cercanía que aquella mentira había posibilitado, una complicidad secreta que venía tejiéndose desde el momento en el que Noemi la había encontrado a punto de desfallecer.

      Comieron en un restaurante casero y salieron a buscar un lugar donde pasar la noche. Noemi quería estar en las afueras del pueblo, pues desde allí era más fácil escapar en caso de un ataque. En la calle se encontraron con Carlota y su nieta, se saludaron y ésta les dijo:

      —Nos hemos dispersado. A los que no tienen dinero los van a acomodar en una escuela hasta que lleguen recursos del gobierno y puedan ir a un lugar de acogida; esperarán en vano. Los demás han salido; algunos tomaron el último bus hacia Sincelejo. Voy a quedarme durante unos días más, quiero saber qué van a hacer las autoridades, pues si todos nos vamos, es seguro que no harán nada y son capaces de desaparecer nuestros testimonios. Veremos si aparece algo en los periódicos.

      —No creo que hagan algo, ellos despistan, mienten, cambian pruebas o las esconden y se protegen unos a otros. Las víctimas no les importamos. Quieren nuestras tierras. ¿Cuántas masacres ha habido y cuántos han sido juzgados por ellas? ¿Quiere que se lo diga y que le diga a dónde vamos los que hemos sobrevivido?

      Noemi hablaba con rabia.

      —¿Cómo te llamas? La interrumpió abruptamente Carlota.

      —Noemi.

      —Noemi, no quiero que hablemos aquí; conozco la pensión de una amiga donde podemos pasar la noche. Está en la última calle del fondo, es un lugar tranquilo, la dueña está sola en el mundo y un poco loca. La noche cuesta diez mil pesos, sin comida y no recibe ni a viciosos ni a borrachos. ¿Quieres que vayamos allí?

      Las últimas luces del sol agonizaban; una luna creciente cabalgaba sobre los techos de las casas y agigantaba en sombras los objetos. Aún no habían encendido las luces eléctricas del pueblo y las llamas de las lámparas temblaban sobre las paredes. A veces se topaban con otras personas y cada encuentro en la penumbra era un sobresalto. Noemi había observado que la gente las miraba con desconfianza y sospecha, y cuando pasaban a su lado, el volumen de su voz descendía. No le extrañaba que esas personas estuvieran hurañas y desconfiadas.

      Llegaron a la pensión. La dueña era una señora delgada de unos sesenta años, de tez morena. Cuando vio a Carlota corrió hacia ella y la abrazó con fuerza y alegría.

      —¡Ay! Estás viva ¡Siquiera! Cuánto he sufrido durante estos días preguntándome si te habían matado. Nos enteramos de las masacres, pero no pudimos hacer nada, pusieron retenes del ejército que impedían ir hasta Los Montes, con la excusa de que había combates con la guerrilla, pero hace una semana, unas personas que lograron salir de Ovejas dijeron que los paramilitares, el ejército y la infantería de marina estaban masacrando en todos los pueblos. No los volvimos a ver, desaparecieron, estarán tirados en alguna ciénaga. Desde el principio sabíamos que no era la guerrilla. Son muchos los muertos y desaparecidos, dicen que se cuentan por cientos. ¿Esta es tu nieta?

      —Sí, es María Clara. Solo le quedé yo. Sobrevivimos unos pocos de chepa. Sabían lo que pasaba y aun así las autoridades no hicieron nada, nunca hacen nada, qué van a hacer si son ellos mismos. Mira, te presento a Noemi y a Elena, que llegaron conmigo, dijo Carlota.

      —Mucho gusto. Soy Altagracia Hernández. ¿Se van a quedar? Voy a arreglarles los cuartos.

      —Sí, y también queremos comer, creo que todas, como yo, nos morimos de hambre, contestó Carlota mientras caminaban hacia las habitaciones.

      Veo que no pudieron salvar casi nada, tengo alguna ropa que he recogido para casos de necesidad. La voy a traer para que se la midan antes del baño –dijo Altagracia y mandó a organizar la comida.

      —Estaba diciéndole a Noemi que los desplazados debíamos quedarnos juntos СКАЧАТЬ