Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
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Название: Mientras el cielo esté vacío

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789587206760

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СКАЧАТЬ los camiones. Elena seguía temblorosa, el militar, al partir, le dirigió una mirada escrutadora y pensativa. Entonces alguien gritó:

      —Vámonos antes de que regresen. No podemos permitir que nos encuentren de nuevo en este desierto.

      Comenzaron a caminar con paso apretado, con ritmo de huida. Elena, inmóvil, no lograba controlar el temblor, el miedo se le había metido como un animal desasosegado en el cuerpo. Noemi quiso abrazarla, pero ella la rechazó y rompió a llorar. Los demás se estaban alejando, lo que podía ser mortal para ellas. Sin contemplación le dijo:

      —Parece que ese hombre te ha reconocido por algo, tienes que moverte, no sea que regrese.

      Elena le dirigió una mirada iracunda y comenzó a caminar con pasos fuertes y decididos. Se alejaba de Noemi, se mezclaba entre la muchedumbre y escuchaba las conversaciones que se daban en los grupos que se habían formado durante el desplazamiento.

      —Uno de esos estuvo en mi pueblo con las autodefensas. Fue el que degolló a doña María Castaño al suplicar por su hijo cuando lo estaban ahogando con una bolsa, dizque porque era guerrillero –afirmó un anciano que iba con otras cuatro personas en su grupo.

      —El más joven era uno de los informantes encapuchados, lo reconocí por el anillo, lo llevaba cuando señalaba a los muchachos como guerrilleros. Decían que era del pueblo pero, ¿cómo alguien iba a entregar a los amigos?

      —¡Ah! Por eso se quedó a un lado, tenía miedo de que lo reconociéramos –dijo otra de las mujeres del grupo.

      —Debemos apurarnos para llegar a Los Palmitos. Le pediremos al cura que nos albergue en la iglesia. No creo que se atrevan a matarnos allí.

      —Nos matarán en cualquier parte –dijo otro.

      Si antes Elena miraba los rostros de los desplazados buscando a alguien de su pueblo, ahora no deseaba ser reconocida ni encontrar a nadie. Con cada paso quería aplastar el rostro siniestro del militar que parecía haberla reconocido, destruirlo, arruinarlo, cubrirlo con el murmullo de los desterrados que pasaba de la efervescencia a una letanía suave y moría entre los campos sumidos en la miseria. Ella no lo recordaba, pero el encuentro tenía que haber sido en El Salado, su pueblo, aquella noche de horror.

      A medida que recorrían la carretera, los paisajes eran como las almas tristes de aquellos errantes. Solo se escuchaba el sonido que hacían las hojas de los árboles azotados por la brisa que comenzaba a levantarse. Piensan una y otra vez en lo que pudieron haber hecho, cambian una historia que ya es de hierro, solo para sentir que el rostro de los verdugos es ahora su mismo rostro.

      A lo lejos se divisaban algunas casas. Los desterrados supieron que pronto llegarían, no lo pensaban con entusiasmo, sino como un adiós definitivo a sus muertos, a sus tierras, a sus lugares de pertenencia. Sabían que posiblemente no regresarían y que ya no habría tierra para ellos.

      La violencia se lo lleva todo, pensaba Noemi, dirigiendo su mirada sobre los campos solitarios, hundidos en la maleza pálida que tapaba la tierra. Un día los muertos serán desenterrados, cuando el arado de los tractores de quienes se apoderaron de las tierras destroce los esqueletos y los esparza. Entonces, esos restos partidos, como un día fue quebrada la vida, serán desaparecidos para siempre.

      La gente de Palmitos los sintió llegar y el miedo los encerró en las casas, amarró en sus bocas las palabras que acogen, y detuvo los brazos de ayuda y protección. El rechazo se sentía y se derramaba en indiferencia sobre las calles solitarias. La gente los vio entrar, acobardados, cargados con los objetos de un hogar perdido, de unos amores desechos, con los gestos del horror en sus rostros. Con aquel recibimiento, los desplazados supieron que no llegaron ni llegarían a ningún lugar, que ese pueblo tampoco sería el suyo; ellos ponían al descubierto el pánico que habitaba como bestia agazapada en el corazón de quienes desde las rendijas los miraban llegar. Unas pocas mujeres salieron de sus casas y les entregaron pan y algún refresco.

      Entraron en la plaza y se sentaron sobre los adoquines tibios. Al poco tiempo llegó el alcalde acompañado por el cura. Las gentes del pueblo observaban atentas lo que ocurría.

      —¿Quiénes comandan este desplazamiento? –preguntó el alcalde.

      —Nadie –respondió la mujer que horas antes había hablado a los militares en la carretera.

      —Entonces les hablaré a todos. Aquí no tenemos dónde alojarlos; no tenemos víveres, ni las cosas mínimas para que puedan pasar la noche. Hemos pedido apoyo al gobierno sabiendo que se desplazaban hacia acá, pero aún no ha llegado nada y el ejército se encuentra combatiendo con la guerrilla que atacó a sus pueblos, por eso no los pueden escoltar para que continúen su camino y no tengo permiso para que se alojen en el batallón. Quizá puedan dormir en las afueras y reanudar la marcha mañana temprano. Aquí no pueden quedarse.

      El silencio era general, ninguno de los desplazados decía nada, los gestos de desconcierto y confusión eran visibles. La voz de la mujer se volvió a escuchar llena de asombro y rabia contenida.

      —No fuimos atacados por la guerrilla, fueron los paramilitares que durante semanas masacraron, violaron y saquearon en los pueblos. Nosotros pedimos ayuda: llamamos a las autoridades y al ejército, pero ninguno vino y allí ya no queda nadie vivo, nos abandonaron a su odio y de todos esos pueblos solo quedamos nosotros que no sabemos cómo hemos sacado fuerzas para llegar hasta aquí. Nos iremos cuando llegue el defensor del pueblo con los jueces y los periodistas; todo el mundo debe saber lo que pasó.

      —¿No se dan cuenta de que solo hay mujeres y hombres mayores y niños? Que se alojen en la escuela o en la iglesia. No podemos echarlos, tenemos que ayudarlos. –Gritó una mujer desde un balcón.

      —Que se queden aquí; ¿Dónde está la caridad cristiana? Recojamos comida de nuestras casas, y que la alcaldía y la iglesia ayuden. –Afirmó otra.

      —¡Alójalos en tu casa! Son un peligro, los atacaron por guerrilleros y ahora vendrán a matarnos a nosotros por acogerlos. –Se escuchó una voz desde una casa cerrada.

      —No somos guerrilleros, gritaron al unísono los desplazados como si ya no tuvieran nada que perder.

      —Que se queden en la iglesia o en la escuela –apoyaron otras voces, mientras el cura y el alcalde permanecían en silencio y se miraban interrogándose.

      —Ustedes son un peligro para esta población –dijo el alcalde–, y mi deber es protegerla, sin embargo, pueden dormir esta noche en la escuela y mañana tienen que salir muy temprano. No quiero problemas aquí.

      Caminaron en silencio hacia las afueras del pueblo donde estaba ubicada la escuela. Una bandera de Colombia ondeaba en lo que debía ser una cancha de fútbol en cuyo margen se encontraban los rudimentarios salones. Allí comenzaron a disponer las cosas que traían. Un poco más tarde llegaron las mujeres del pueblo con ollas, plátano, yuca, ñame y una gallina ya lista para ser cocinada. Armaron un fogón de leña y pusieron a hacer la comida. El cielo estaba luminoso y transparente, cientos de estrellas titilaban y la brisa corría sobre sus rostros. La gente yacía tendida sobre la grama cálida y algunos comentaban con amargura la actitud del alcalde y del cura, dejando sentir un profundo resentimiento en sus palabras. Otros, sumidos en el silencio, escrutaban el firmamento y otras más, las mujeres, hacían la comida y buscaban utensilios para repartirla. Noemi y Elena escuchaban las conversaciones sin prestarles atención, hundida cada una en sus cavilaciones.

      Noemi, que de mil maneras había sufrido el rechazo de la gente hacia quienes perdiéndolo todo huyen de la violencia, se sentía furiosa y desanimada. Se preguntaba СКАЧАТЬ