Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
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Название: Mientras el cielo esté vacío

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789587206760

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СКАЧАТЬ un amor torturado, y todos llevan a sus muertos arropados con el silencio, la humillación y el desprecio por sí mismos.

      Algo falta: los perros curioseando y oliendo todo, moviendo sus rabos entre las piernas de sus amos o alejándose para perseguir algún ave hasta hacerla levantar el vuelo. Ningún perro los acompaña, los extrañan también a ellos. Cuando esas jaurías humanas ingresan a los pueblos, los perros son los primeros en ser degollados para que no alerten a los pobladores. Esos hombres llevan, además, la orden de matar a todos los jóvenes y dejar a los ancianos y a algunos niños vivos, a los unos para que narren el horror y a los otros para que lo guarden en su memoria. Tampoco van con sus vacas, burros o caballos, huyeron o se los robaron. Un pueblo sin animales es un pueblo medio muerto. Un ser humano sin un animal, un campesino sin un perro, está íngrimo en el mundo. Allá quedaron junto a los cuerpos destrozados, destrozados también ellos. Aquí caminan los cuerpos de almas desamparadas, sin siquiera un perro de compañía.

      Es una multitud arrancada de esa tierra que aun lleva entre las uñas mezclada con sangre, desplazada de las imágenes que asombraron sus ojos y de la música que animó sus cuerpos. Un pueblo extirpado de sus amores, de sus costumbres. Todo está roto, llevan la sombra a sus espaldas, que pronto obnubilará sus ojos ya sin amor, ya sin ninguna esperanza. Piensan en sus casas cerradas inútilmente, en sus animales huidos del espanto, perdidos, y en cuanto han abandonado. Les pesa una vida sin futuro y los dobla la enorme culpa, que sin razón, llevan en sus almas como furiosas Erinias, que los asedian con el olor de los cuerpos insepultos, alimento de los animales carroñeros. Son víctimas que se sienten culpables, ellos que no han hecho nada, ellos que no pudieron hacer nada, además de enterrar a algunos muertos, o lo que quedaba de ellos, almas errantes pegadas a la vergüenza de haber sobrevivido.

      Noemi y Elena caminaban también silenciosas. Desde el rancho que les había servido de refugio escucharon el sonido de pasos arrastrados, y luego, sobre el fondo del cerro, vieron a los errantes aparecer en la carretera. Se sumaron, temerosas de encontrar algún retén de los paramilitares o del regreso del helicóptero, caminaban en el extremo recostado sobre el cerro para poder escapar. Elena miraba los rostros con interés y se detenía a observar a los niños como buscando algo, e incluso, escrutaba algunas de las cosas que llevaban; nada le era familiar, ningún rostro le decía nada y ellos tampoco parecían reconocerla. Noemi la observaba, sabía que buscaba a alguien, y al no encontrarlo, desaceleraba el paso para dejar que otros desplazados se acercaran y entonces volver a empezar la misma pesquisa.

      Elena veía los rostros apretados por el dolor. Parecían de piedra, sus expresiones estaban congeladas, detenidas. Su presencia y su mirada, no les generaban ninguna reacción, no la veían, atrapados en otras visiones, caminaban empujados por una fuerza invisible que los arrastraba hacia adelante.

      Unos se detenían por momentos y se tiraban sobre la orilla a descansar, tomaban agua y comían algo; otros se quedaban tumbados y ya no querían levantarse. Casi siempre, con las manos en los ojos como si quisieran ocultar imágenes tatuadas, lloraban. A veces, alguna mujer echando de menos un rostro aprendido en la huida, desandaba el camino hasta encontrarlo, permanecía unos momentos a su lado y luego reemprendían juntos la marcha. Todos eran ya mayores, demasiado para aquel desplazamiento y solo había unos pocos niños que las mujeres llevaban a sus espaldas. No había ni mujeres ni hombres jóvenes.

      A medida que los sobrevivientes cruzaban los pueblos, otras personas se les sumaban; llegaban silenciosas y durante un tiempo permanecían aisladas, huyendo de la familiaridad del horror, de la cercanía carnal de los recuerdos; y en el camino que muchos no volverían a recorrer, vivían un quiebre más profundo que la herida de los cuchillos, una ruptura más honda que las perforaciones de las balas: aquella que el miedo, ese animal presuroso y urgente, abre entre los humanos.

      Se apartaban más, pese a que ya estaban separados por la obscenidad de la violencia, huían los unos de los otros, huían de sí mismos, quebrados, avergonzados. Entonces comenzaban el desplazamiento aterrorizado, querían dejar en sus pueblos la pérdida de sus amores, de sus amigos, pero los gestos de quienes habían muerto estaban tallados en sus corazones, y se hallaban también en cada objeto recuperado; permanecerían por siempre en los rituales cotidianos de sus costumbres.

      Todos tenían las mismas historias, similares imágenes percutían una y otra vez detrás de sus párpados, pero no eran los mismos que se habían apretado como ganado en el matadero, silenciosos y acobardados, arrinconados en el límite de su humanidad cuando padecieron la puesta en escena de la tortura y el asesinato de los suyos.

      Desde la primera incursión, habían logrado comunicarse con otras poblaciones para denunciar lo que estaba ocurriendo y pedir ayuda, sin embargo, durante más de una semana fueron atacados indiscriminadamente y nadie vino en su auxilio; los pocos que lograron salvarse llevaban varios días caminando y no habían encontrado hasta el momento a ningún grupo del ejército, ningún batallón de la armada de marina, nadie. Al mediodía buscaron la sombra de los árboles y allí se tendieron. Se dirigían al sur, atrás habían quedado los pueblos de San Juan Nepomuceno, Carmen de Bolívar, El Floral, Flor del Monte, El Salado, Ovejas, Palmas de Vino, atacados todos. Se acercaban a Los Palmitos donde esperaban refugiarse.

      Cuando se disponían a reanudar la marcha, llegaron dos camiones con ejército, uno de los militares que parecía estar al mando gritó.

      —¿Dónde está la guerrilla? –nadie contestó, nadie se movió de su sitio. Era el silencio, era la quietud del terror. Entonces, de forma autoritaria y amenazante, les pidió los papeles de identificación.

      —Pídaselos a los que nos han masacrado, a los paramilitares que nos atacaron, mataron a muchos y robaron el ganado. Allá están los papeles, se quedaron en los pueblos incendiados con los cadáveres que están tirados por todas partes –les dijo en tono fuerte una mujer mayor que tenía a una niña pequeña recostada sobre su pecho.

      Todos se sorprendieron con sus palabras, no esperaban más que el silencio y la obediencia.

      —¿De dónde vienen? –preguntó el militar.

      —Venimos de todos los pueblos de por aquí. Allí solo quedaron los muertos, las casas destruidas y el olor a podredumbre. –Volvió a responder la misma mujer.

      Entre tanto, los hombres del ejército se dispersaron y comenzaron a inspeccionar a las personas. Uno de ellos pasó junto a Elena y la miró con una intensidad insaciable que la hizo estremecer. El oficial se le acercó más, le levantó la barbilla y le dijo.

      —Me recuerdas a alguien.

      Noemi lo miraba fijamente, quería conservar ese rostro en la memoria, que no se le olvidara nunca; vio en él unos ojos irrigados por el desprecio y una fuerza contenida en la forma de sostener el fusil como si quisiera disparar; entonces comprendió el terror de Elena. “Es posible que la haya reconocido y ella a él –pensó–. Estos hombres deben ser los que masacraron los pueblos”. De nuevo, el militar que ahora se encontraba inspeccionando a los demás, volvió su rostro sobre Elena, la miró pensativamente y ordenó:

      —Vamos a tomar los testimonios, que cada uno tenga su cédula en la mano. Hay que hacer la denuncia, si no, esos bandidos quedarán libres. –Se empeñaban en que los culpables eran los guerrilleros.

      Sospecharon entonces que esos hombres eran cómplices de los paramilitares. Tomarían los datos y los nombres, pero no iban a hacer nada por ayudarlos, por el contrario, seguramente luego los buscarían para matarlos, pues era posible también que tuvieran miedo de ser reconocidos.

      —Daremos nuestro testimonio en Los Palmitos –dijo de nuevo la misma mujer–. Busquen a los asesinos que no fueron guerrilleros. Mientras ustedes pierden el tiempo con nosotros, ellos ya deben estar lejos. No les diremos nada –afirmó.

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