Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
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Название: Mientras el cielo esté vacío

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9789587206760

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СКАЧАТЬ el dinero que tenía podía irse a Sincelejo donde vivía su primo, permanecer unos días en su casa y hacer averiguaciones. A pesar de sus dudas, allí o en cualquier otro lugar seguiría buscando a sus hijos en las calles, en las listas de los secuestrados de la guerrilla, de fosa común en fosa común, en el borde fétido de toda excavación, en los caminos inciertos de rumores crecientes. Seguiría, pues desde que habían desaparecido sus hijos, ya no tenía lugar en la tierra.

      Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de la mujer que había hablado en nombre del grupo:

      —Buenas. Me llamo Carlota García, soy de San Juan Nepomuceno. Allí mataron a mi hijo y a mi nuera, solo me quedó esta nieta, María Clara. Estamos muy cansados, pero después de la comida tenemos que decidir qué vamos a hacer. No creo que debamos irnos mañana. Pedimos que vinieran el defensor del pueblo y los periodistas.

      Una vez comieron, se reunieron todos en torno al fuego, Carlota dijo:

      —Algunos de ustedes me han dicho que con el poco dinero que lograron salvar, se irán mañana. Pero entonces nos dispersaremos y lo que vivimos quedará enterrado y cubierto por nuestro propio silencio. Les pido que nos quedemos hasta que lleguen las autoridades y los representantes de Derechos Humanos. Luego de que demos nuestro testimonio y los nombres de todos los desaparecidos figuren como asesinados por los paras, nos podremos ir.

      Un señor carraspeó nerviosamente y dijo:

      —Me llamo Juan Carrizales, vengo de Ovejas. Toda mi familia fue masacrada. Menos mal que mi esposa ya había muerto, pues no hubiera soportado ese horror; nunca mis ojos ya viejos vieron algo semejante; ni en la época de La Violencia se asesinó a la gente de manera tan brutal y con tanto odio y sevicia. Esas serán las imágenes que me lleve a la tumba. Entre ahogos incontenibles se puso a llorar. Yo me quedo para decir los nombres de mis hijos y de mis nietos por última vez.

      Las mujeres que estaban a su lado afirmaron que también se quedarían. Otra alzó la voz con ira y desesperación:

      —No soy de por aquí, vengo de Cartagena. Llevaba tres días en El Salado visitando a mi hermano y a su familia, cuando entraron los paramilitares matando y degollando a los que se encontraban en el camino, y ya en el pueblo, cortaron la luz, separaron a los hombres de las mujeres y los niños y comenzaron a rifar la muerte. No puedo decir lo que vi, eso era el infierno. Estuvieron allí varios días, no más que torturando hasta matarlos a todos.

      Cuando Elena escuchó el nombre del pueblo, se tensionó y de sus ojos negros y profundos fijos en la mujer, brotaron lágrimas. Noemi supo entonces de dónde venía Elena y sospechó que sus padres habían sido asesinados. La rodeó con sus brazos. No se dijeron nada, nada había para decir entre ellas; un lenguaje de gestos y lazos de ternura y comprensión, se abrían paso entre los corazones, pues el dolor despertaba el acogimiento sin narraciones, sin palabras, y ante aquellas lágrimas que hacían correr las de Noemi, surgía una amorosa relación. Permanecieron así unos minutos hasta que el llanto cesó.

      —Nos mataron a todos. Yo también me quedo –dijo alguien más–, exijo que esto se sepa, que atrapen a esas bestias y se haga justicia.

      Temprano en la mañana, apenas el sol despuntaba, un ruido sordo y seco y gritos amenazantes, los despertaron.

      —¡Levántense, tienen que irse! Arreglen la escuela y pongan las mesas en su lugar.

      Los militares empujaban a la gente, la pateaban. Todos se levantaron y aquella brutalidad volvía a hundirlos en el estupor y el miedo. Carlota y varias mujeres más, se acercaron a ellos y los increparon:

      —Ustedes vienen a tratarnos como si los brutos asesinos fuéramos nosotros. ¡Qué vaina! Díganle al alcalde que no nos iremos hasta que no lleguen el defensor del pueblo y los periodistas.

      —Aquí tenemos varios camiones. Los llevaremos hasta Corozal. El alcalde ya se puso de acuerdo con la Defensoría del Pueblo y ellos van a estar allí esperándolos, junto con personas de la fiscalía. ¡Apúrense! Los tenemos que custodiar hasta allá.

      Recogieron sus cosas y se subieron a los camiones. Nadie estaba seguro de que el alcalde hubiera concertado la cita. Apeñuscados, arriados como animales, tratados como indeseables, salieron del pueblo. Tenían miedo, sabían que posiblemente iban hacia una trampa ineludible: si no los asesinaban los militares que los conducían, podrían ser víctimas de sus cómplices, los paramilitares, y si estos los dejaban vivir, entonces serían atacados por la guerrilla, acusados de ser colaboradores. La situación era tan paradójica que posiblemente los mismos que los escoltaban, habían participado en las masacres de los pueblos de Los Montes de María.

      Mientras el paisaje trasmitía una armonía extraña, casi mágica, ellos llevaban el duelo y la congoja en su corazón, cobijados por la sospecha en aquel convoy que los conducía. Sorpresivamente, en medio de la carretera desierta, los camiones se detuvieron y los militares los obligaron a bajarse en medio de insultos y malos tratos.

      —¡Aquí se quedan! Corozal está a pocos kilómetros, acaben de llegar a pie. ¡Bájense! –Gritaban, mientras les tiraban las cosas al suelo y los halaban para hacerlos descender.

      Nadie protestó, el miedo de que los mataran los convirtió en un único organismo. Se bajaron. El temor aumentó cuando vieron varias casas cerradas, abandonadas y con los muros visiblemente dañados por las balas y los morteros. Escucharon en sus mentes ráfagas de metralleta, gritos, sus propios gritos y los de aquellos hombres como perros enfermos de rabia. Oyeron de nuevo las voces casi apagadas que gemían y pedían auxilio y vieron a mujeres heridas arrastrándose sobre la tierra para alcanzar el último suspiro junto a sus seres queridos ya asesinados. Las balas silbaban sobre sus cabezas y entre los pasos acelerados de quienes encontraban la muerte de frente al toparse con los asesinos que venían en la retaguardia. Los camiones regresaron y ellos, con sus pocas pertenencias regadas sobre el pavimento, se quedaron mirando hacia el caserío.

      La confusión reinaba otra vez en sus corazones, era el mismo sentimiento desesperado que padecieron al asistir al asesinato de su gente. De nuevo volvían a sentir el impulso de escapar venido de cada músculo, de cada fibra de sus cuerpos, y aunque aquel mandato carnal era la orden perentoria del animal, también lo era la parálisis que el miedo les producía. Muchos habían encontrado así la muerte, atrapados entre la exigencia imperiosa de huir y la férrea inmovilidad del pánico. Era casi imposible salir vivos de la maraña de odio que los atrapaba, y tarde o temprano caerían en sus redes de fuego, sangre y cólera.

      Frente a aquellas imágenes que eran las suyas y que revivían el horror, se preguntaban por la salida de lo que ya sin duda alguna consideraban una trampa mortal en ese camino. El poblado en ruinas los objetos tirados, la desolación de las casas y la soledad, hacían pensar que ellos eran los únicos que habían sobrevivido en aquellas tierras. La tristeza que sentían, arrancados de todos y de todo, los hacía vulnerables y presas fáciles de esas bestias. Haber salvado sus vidas había sido la prolongación del horror. Lo que ahora estaban viviendo era apenas un leve anticipo de los sobresaltos y las humillaciones que vivirían durante su eterno destierro.

      Algunos recordaban el inicio del asalto a su pueblo, otros precisaban el lugar donde los habían ubicado para matarlos uno por uno; otros más veían el rostro asesino y aterrorizados bajaban los ojos. Pero los recuerdos que anidaban en sus mentes no eran continuos. Ninguno tenía una comprensión completa de los hechos, su memoria también estaba rota por el dolor que mantenía algunos momentos hundidos en la oscuridad.

      Un sonido agudo, chillón, creó una conmoción entre los desplazados, cruzó como un cuchillo y fijó la alerta sobre sus rostros, en un principio no supieron de qué se trataba hasta que uno de los hombres señaló hacia el cielo СКАЧАТЬ