Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
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Название: Mientras el cielo esté vacío

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9789587206760

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СКАЧАТЬ aburridos y ensimismados frente a sus tazas de café, entre nubes de humo de tabaco. Noemi se preguntaba cuántos de esos hombres habían sido desplazados de sus pueblos y de sus tierras, cuántas de esas mujeres, jugando a la vulgaridad y al desafío, habían sido violadas como ella, cuántos de esos seres lisiados escaparon de una matanza y agonizaron entre matorrales; y de todos esos locos, cuántos habían perdido la razón, al ser testigos del desmembramiento en vida de sus seres queridos. Entonces, sintió que el deseo de huir de allí implicaba una negación. ¿Qué hacían abandonando a quienes como ellas eran perseguidos y asediados por la necesidad y conducidos a la margen oscura de un mundo que los ignoraba y les quitaba la dignidad?

      Sabía que ellas no se encontraban aun en esas orillas del vértigo, que todavía no clavaban sus uñas en la tierra, garras ya las manos, ni se defendían como animales para no ser lanzadas a la sima de la completa pérdida de la vida. Sin embargo, aquello era su futuro más probable, pues eso hace la violencia: lanza a los hombres a esos límites donde mandan los instintos. No, ella no huiría de aquellos que le señalaban su porvenir. Y el de Elena.

      —Este mote de queso me recuerda a mi mamá –dijo Elena.

      Esas palabras subieron por su garganta trayendo recuerdos que la ensordecieron con gritos: “Corre, Elena, huye de aquí”, y sintió nuevamente la mano sobre su brazo. De nuevo, como entonces, comenzó el batir acelerado de la huida. Sumida en el silencio y con el sabor amargo de las palabras pronunciadas sin pensar, quiso empujar su memoria. ¿Qué había pasado luego? ¿Quién había sido aquella persona empeñada en salvarla? Parecía estar ante una pared que ocultaba lo ocurrido después de los gritos de su madre; esa voz que quizá no volvería a oír nunca de sus labios y sin embargo, escucharía siempre como una letanía.

      Apretó los párpados para no llorar, cerró los puños y dijo tres veces el nombre de su madre: una a su cuerpo cuando la cargaba y la llevaba a la cama, otra a su corazón que palpitaba cuando ella la abrazaba y otra a su alma que la llenaba de imágenes cuando le contaba cuentos. Pedía con todas sus fuerzas, que su rostro no se borrara jamás, que el amor fuera como las ceibas bongas, altas y robustas; pedía y se prometía que nunca dejaría de proteger su memoria. Mientras tanto, Noemi miraba los titulares de los periódicos sin atreverse a leer el contenido, le disgustaba enfrentarse a esa voluntad de ocultar la realidad, de disfrazarla con la gramática de las mentiras.

      Caminaron para alejarse de aquel hervidero. En cada recodo había un mendigo con el rostro deformado, un paralítico o un hombre exhibiendo una herida, y las miradas de quienes se les acercaban ofreciéndoles algo pasaban de la inocencia fingida a la malicia y al engaño. Allí cohabitaban la desesperación y la lucha más intensa por recoger algunas monedas. Aquello parecía una feria de seres acorralados en cárceles invisibles, despojados de toda dignidad. El desamparo latía en los cuerpos y una ira contenida palpitaba entre las palabras que usaban para pedir, vender o amenazar. La violencia vivida los había conducido hasta allí.

      —Voy a llamar a mi primo para que me mande la plata a Sahagún y nos podemos quedar allá un tiempo mientras averiguo dónde van a abrir fosas –dijo Noemi.

      Y pensó: “Aunque no sé cómo voy a reconocer a mis hijos si no tenían ninguna seña y jamás habían ido al dentista; era don Tomás, el barbero del pueblo, quien les sacaba las muelas cuando les dolían y él no llevaba registros. ¿Todavía tendrán las cadenitas de plata con sus nombres y fechas de nacimiento? ¿Nada más? No. Tengo que confiar en lo que diga mi cuerpo”.

      Cuando el autobús tomó la carretera hacia Sahagún, Noemi dijo:

      —Esta es una ciudad sin perros.

      La luz del atardecer perfilaba el contorno de los árboles donde los loros se refugiaban en medio de aleteos y alboroto. Elena amaba a esas aves. Producían en su alma infantil un efecto mágico. Sacaba la cabeza por la ventana y disfrutaba escuchando la algarabía. Todo parecía estar en su sitio justo.

      “Es maravilloso observar el mundo cuando me aleja de los temores, sin el cansancio de pensar que me roba el cuerpo –pensó Noemi–; quiero quedarme en este velo, en esta niebla que me detiene ante el paisaje como si solo existieran mi mirada, el rojo del horizonte y el aire caliente que me golpea el rostro. Sentirme una de esas loras en un mundo ordenado y preciso: caer del sol, correr del viento, volar hacia el sueño. Necesito abandonarme ante el paisaje y que los sonidos arranquen hasta el último dolor. Olvidar al menos por unas horas, permanecer vacía, salir de las aguas en las que siempre estoy al límite del ahogo. Cerrar los ojos y vagar. Lejos del mundo feroz, del temor de ese animal asustado que nada dentro de mí”.

      La invadía la sensación de dejar atrás el único material intocable e inmutable de su vida que la anclaba al pasado denso que odiaba, aunque a veces le enviara señales de ilusión y esperanza, signos de cambio y de lugares fecundos en el alma en los que no todo era violencia. “Pero camino con los pies atados a una piedra que me frena los pasos. A punto de emprender el vuelo hacia otros sueños, la realidad me ataja y regreso, atrapada, hacia la muerte. A veces me basta una palabra, a veces una mirada furtiva en la calle, a veces un sueño, a veces el asalto del miedo. Es estéril la vida naufragando en el desasosiego. No logro cambiar el rumbo de las imágenes ni las marcas sobre mi sexo saqueado. Atacado con el pretexto del amor –seguía pensando Noemi–. Muerte. La busco afuera, donde ella palpita, íngrima; la encuentro entre los cuerpos harapientos, en los ojos desamparados y suplicantes. Eso es la muerte. ¿Pero acaso la muerte, el asesinato, es solo el que destruye al animal y no la acción que saca a una persona del sentido y la deja náufraga en la superficie del mundo? ¿Por qué no puedo denunciar a aquellos hombres por haberme vaciado el alma, por haber robado mis esperanzas y haberme dejado en un mundo estéril donde solo permanece el animal que respira y tiembla? ¿Por qué ninguno de aquellos hombres será juzgado por haberme quitado la vida? ¿Y la vida? Es este olor a estiércol y leche cuajada; tocar el viento, la suavidad de la hierba, el calor de un animal”. Entonces apretó los puños, clavó las uñas en las palmas de las manos y contuvo el aire casi hasta el ahogo; y en ese instante preciso del ya no más, donde podía sentir la presión de la muerte, la bestia que latía en sus venas invadió su cuerpo y abrió sus manos al mismo tiempo que la obligaba a respirar. Sentía la vida.

      Noemi pensaba que el objetivo de la guerra no era el animal, sino reducir lo humano, humillarlo hasta despojarlo de su dignidad. Sospechaba que los guerreros habían comenzado la destrucción de la vida en la lucha contra las pulsaciones de lo vivo, expresada en risa, en ternura, en pensamiento. Para resistir era necesario recordar y sostener en la mirada el misterio que nos inquieta de otra mirada. Entendió que la memoria era lo único que podía sacarla del camino hacia el vacío al que la conducían aquellas muertes.

      Pasaban por caseríos que parecían pueblos fantasmas; solo las luces lánguidas los denunciaban en la sabana.

      —Sé de estos pueblos que eran alegres y parranderos y ahora enmudecen apenas cae la noche y las puertas de las casas se cierran con doble tranca con la falsa ilusión de detener a las jaurías de asesinos. No se escucha el hincharse del acordeón ni los sonidos opacos de las tamboras. Las gentes de esta región han sido siempre abiertas, dispuestas y simpáticas, curiosas del otro, de relaciones fáciles; pero todo eso se perdió, igual ocurre aquí, en el autobús: el miedo silencia las palabras espontáneas y arrebata la confianza. Lo reconozco en las miradas que huyen recelosas, esquivas, casi acusadoras –hablaba Noemi como para sí misma, en un tono tan bajo y monótono, que Elena no le prestaba atención.

      —Yo misma abandoné mi pueblo cuando se hizo invivible por la violencia más atroz e inimaginable. Luego de los asesinatos, no confiaba en nadie, y solo vivía para protegerme. Diariamente se esparcían rumores, prohibiciones, advertencias, amenazas entre las familias, entre hermanos, entre amigos entrañables de la infancia. Algunos muchachos habían ingresado en las autodefensas, otros a la guerrilla y muchos se mantenían en un equilibrio más mortal incluso, pues atraían las sospechas de todos. СКАЧАТЬ