Название: Los niños escondidos
Автор: Diana Wang
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789873783944
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No tuve, como los niños de la Shoá más chicos, una infancia robada. Yo era mayor cuando empezó la guerra, ya un adolescente, y mi infancia fue muy buena. Lo que me robaron fue mi estudio –porque aunque estaba anotado para entrar a una escuela profesional, el comienzo de la guerra lo hizo imposible– y mi vida normal, mi idioma, mi país. Más profundamente quizá, el robo más esencial ha sido el del optimismo, me ha vuelto escéptico, dolorosamente escéptico sobre la Humanidad.
Micheline Wolanowski (1925, PARÍS, FRANCIA)
Mis padres habían venido de Polonia después de la guerra del 14 con la intención de asimilarse lo más rápido posible, modernizarse. Mi madre enseguida adoró París. Papá era confeccionista. Teníamos un taller de costura, con cinco máquinas, tres chicas que cosían a mano, un tío planchador y un primo maquinista, todos venidos de Polonia. Vivíamos en un departamento donde también estaba el taller.
No ocultábamos el ser judíos. Por otra parte, no era fácil ocultarse porque decían que nos reconocían, parece que se sabía por los ojos, ojos más profundos, o tal vez por la mirada triste. No tengo, sin embargo, recuerdos de antisemitismo, o tal vez nunca me di cuenta. La primera vez que me dijeron “judía de mierda” fue cuando llegamos al Uruguay después de la guerra. Llegué a entrar al liceo antes de que tuviéramos que escapar. No éramos ricos, pero todos los años íbamos de vacaciones. Mis padres hablaban en francés con nosotros y cuando querían que no entendiéramos hablaban en polaco o en idish. Debe haber sido por eso que aprendí a hablar idish, para entender lo que decían.
Tuve una vida muy feliz, normal, como la de cualquier chica de París, de clase media baja: linda, pizpireta, con sueños de amor y la cabeza llena de novelas e ilusiones.
Freda Ejdlic (1925, LODZ, POLONIA)
Éramos de clase media, mi padre tenía un negocio en sociedad con un tío mío. Mi madre era maestra, pero cuando nacieron los mellizos dejó de trabajar. Los tuvo cuando yo tenía cuatro años, una nena y un varón. La nena, Tusia, tuvo una infección y murió, me acuerdo que la habían puesto sobre la mesa porque venía el doctor a verla. A mí me mandaron a lo de mi abuela y cuando volví estaba mi madre sentada hamacando a mi hermanito, Marek. No se hablaba del tema. No sé si era por no angustiarme a mí o para no angustiarse ellos. La muerte no era un tema del que se hablara habitualmente en casa.
Mis padres querían que estudiáramos, tenían muchas ambiciones para nosotros. Nos mandaban a colegios judíos privados que les debían resultar caros, pero la educación estaba en primer lugar. Vivíamos en un departamento chico, teníamos una empleada que dormía en la cocina. Todos los veranos íbamos al campo, cerca de Lodz, donde alquilábamos una casita. Yo estaba bien vestida, mi mamá tomaba una vez al año una modista que hacía ropa para todos. Nunca me faltó nada, estaba muy cuidada. Éramos pobres pero muy dignos, muy orgullosos y siempre pensando en mejorar.
Mis padres no eran religiosos, mi abuela sí, usaba peluca, nunca comía en nuestra casa porque no respetábamos las reglas dietéticas judías. Para las vacaciones iba a su casa y los del pueblo sabían que llegaba la nieta de la señora Ejdlic. También tenía bisabuela y dos tíos jóvenes con quienes quería salir pero, por supuesto, no me daban bolilla. Todos hablábamos polaco, mis padres también hablaban idish, pero entre ellos. Mi papá era socialista, simpatizante del Bund.1 Como era habitual, la familia era muy grande: mi mamá era la menor de nueve hermanos y mi papá, el mayor de seis.
El verano anterior a que todo pasara habíamos ido a un campo a veranear. Me reunía con un grupo enorme de chicas y chicos y me enamoré de uno que se llamaba Mietek, como se llamó, casualmente, el que después fue mi marido. Cerca de la casa en la que estaba, había un café donde íbamos a bailar. Yo tenía el pelo largo, lindísimo, y les gustaba a los muchachos, no planchaba nunca en los bailes. Después vino un primo mío que estudiaba Medicina, el hijo del socio de papá, y se quedó en casa. Me gustaba mucho porque era mayor. Yo me sentía grande, ya tenía menstruación. Cuando estaba en primer año de la secundaria, el último año que fui al colegio, hicimos un viaje a Varsovia y antes de salir de casa me indispuse.
Lo que más me gustaba era tener amigos, bailar y patinar en el hielo. No sabía en ese momento lo feliz que era. Cómo me gustaría volver por un instante y decírmelo a mí misma para disfrutar cada minuto de esa vida.
Liza Zajac / Lea (1926, POLONIA)
Nací en un pueblo chico, cerca de Bialystok. Cuando era chica nos fuimos a vivir a Jalowka, el pueblo de mis abuelos maternos. De allí son los primeros recuerdos de mis años felices con mis padres, mi hermana y mi hermanito.
Pertenecí a una familia muy numerosa, mis abuelos habían tenido cinco hijas mujeres y varios varones. Cuando mi abuela hablaba de alguna rama de sus parientes, resultaban ser siempre más de ochenta entre hermanos y primos. Pienso en ese mundo, en toda esa gente que pobló mis primeros años, la mayoría masacrada por los nazis. Yo tenía una hermana un año y cuatro meses menor. Mi hermanito nació diez años después. Ninguno quedó vivo.
Jalowka era un pueblito de veraneo. Mi abuelo tenía una gran zapatería y una casa enorme con cinco o seis habitaciones frente a la plaza. En la zapatería trabajaban varios obreros que no eran judíos pero que hablaban idish porque era el idioma que se hablaba en casa. Siempre íbamos al bosque, que era el lugar de veraneo, por eso no me gustan las ciudades. A mis abuelos paternos nunca los conocí, porque mi padre era el último de doce hermanos y ya era huérfano cuando se casó. Nunca conocí tampoco a los muchos hermanos de mi papá, pero tengo a su familia en mi nombre. Yo me llamo Lea, porque todos los de la familia de mi papá a una de sus hijas la llamaban así, dado que era el nombre de mi abuela paterna.
En casa se hablaba solo idish porque en los pueblos chicos se empezaba a hablar polaco recién cuando se entraba al colegio. En ese pueblo había muchos bielorrusos, por eso mi abuelo hablaba más bielorruso que polaco, pero mi abuela hablaba solo polaco. La mayoría de la gente del pueblo era judía, había dos sinagogas.
Mi familia no era religiosa aunque mis abuelos sí, pero religiosos normales, no eran como esos fanáticos de las ciudades. Mi padre era muy de izquierda. Con los pogroms2 rusos era lógico que mi padre tuviera esas ideas y predicara y enarbolara los 1o de mayo una bandera roja. Todos los jóvenes soñaban con la igualdad en el mundo, criados entre el antisemitismo y la desigualdad social, vivían con la esperanza de que el comunismo emparejara las injusticias. A papá más de una vez, en víspera del 1o de mayo, lo llevaron preso. En invierno había que enviarle comida a la cárcel, entonces mi abuela la preparaba y contrataba a un hombre para que la llevara en un trineo tirado por dos caballos. Caminaba junto al trineo los 15 kilómetros para que mi papá pudiera comer.
A mi mamá siempre le gustó el teatro y quería que yo fuera muy educada. Tuve una infancia llena de amor. Los momentos más lindos de mi vida fueron en la casa de mis abuelos maternos, era un amor severo pero entrañable. Mi abuela hacía pan negro en su horno de barro y solo los sábados se comía jalá blanco, el delicioso pan trenzado del Shabat.3 Uno de los momentos que recuerdo con más felicidad era cuando mi abuelo sentaba a los doce nietos a la mesa y todos esperábamos nuestra porción de jalá.
Cuando empecé primer grado nos mudamos a Hajnowka, donde mamá puso un almacén. El colegio era del Estado y mixto. Yo era muy buena alumna. Aunque era común que se denigrara a los chicos judíos que no sabían polaco, a mí no me pasó porque yo ya lo hablaba bien. Tomábamos como natural que los vecinos insultaran a los judíos.
Siempre me pregunté en qué era distinta a las demás chicas. Me gustaba estudiar, era muy soñadora y sensible; lloraba, por ejemplo, cuando en la primavera se derretía la nieve y aparecían, en una ceremonia СКАЧАТЬ