Название: El continente vacío
Автор: Eduardo Subirats
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia
isbn: 9786075475691
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Frente al continente vacío se levantaba la necesidad de formular y reformular un auténtico proyecto civilizador, siempre aplazado a lo largo de la dominación colonial y poscolonial. Es el viejo dilema, nunca resuelto, que ya planteaba Inca Garcilaso, y ahora lo dibujaba Bonfil Batalla siguiendo los pasos que ya había expuesto en su México profundo. Solo mencionaré algunas de las órdenes del día que pronunció con tímida franqueza en aquel encuentro: garantía territorial del indio y autonomía administrativa; acceso a medios técnicos y de información que permitieran una dinámica y un desarrollo culturales propios; medios adecuados de educación que posibiliten generar este auténtico desarrollo humano y una verdadera integración; redefinición del proyecto civilizador que llamamos modernidad en función de estas exigencias espirituales y económicas; reformulación del progreso sobre la base de las formas de vida y comunidades reales, y de sus valores autónomos relativos al valor económico y a los significados simbólicos de la naturaleza, la comunicación humana o la belleza. «Si el pasado nos fue impuesto, no podemos aceptar que el futuro también lo sea», concluyó Bonfil Batalla tratando de disimular retóricamente lo que la secuencia lógica de estos enunciados anticipaba fatalmente. El sueño maravilloso que brillaba en sus ojos estaba empañado por un terrible presagio.
Un aspecto debe subrayarse en esta crónica sobre la conquista espiritual y material de América quinientos años después: el problema de la mirada, la intención y el sentido de la mirada intelectual. En el seminario en cuestión se había dado cita a políticos, antropólogos, escritores. Todos ellos partían, de una manera u otra, de un concepto secular de la historia como un progreso cuyos sublimes ideales legitimaban en nombre de un tiempo futuro la amarga realidad del tiempo presente. Era diferente la conciencia histórica, política y poética de las voces indias que también habían sido invitadas. Estos no eran miembros de una comunidad virtual de promesas de felicidad. Se habían dado cita en aquel encuentro más bien como miembros de una comunidad histórica y religiosa fundada en memorias, saberes y formas éticas ancestrales. Ciertamente no hablaban desde el lugar privilegiado de una razón en la historia. Más bien representaban la conciencia de las injurias que esa razón histórica dejaba a su sangriento paso. En el pasado y en el presente, sus formas de vida han sido mil veces perseguidas, avasalladas, mutiladas y exterminadas. Hablaban de amenazas criminales constantes y expresaban frontalmente la angustia sobre su extinción. Pero no parecía existir entre ellos y su comunidad aquellas condiciones que permitieran abstraer un orden independiente de significantes. Los intelectuales indios tampoco se designaban como representantes. Hablaban siempre de un «nos-otros» y de «nuestros hermanos», y desde esta perspectiva lingüística nos llamaban «vos-otros» a nosotros, o sea, los otros.
—Para nosotros la tierra no tenía un valor económico. El valor económico se la impusieron los blancos. Troceando, desgajando la tierra, perforándola y parcelándola… Ellos, los blancos, no saben conservar la tierra… —pronunció Beatriz Ahiaba, una india de las sierras de Jujuy y Salta, con una voz tenue y dulcemente rítmica que nadie de los allí presentes podrá olvidar. En el hemiciclo del seminario se sentían las respiraciones entrecortadas por la emoción y el mudo reconocimiento de sus palabras. Había algo profundo en aquella voz femenina que quitaba el aliento. Hablaba de hoy, de la expulsión de sus tierras que todavía tienen que sufrir los indios bajo extenuantes condiciones de violencia y expoliación. En su voz hablaba una conciencia universal que veía la acelerada eliminación de culturas, la devastación de hábitats ecológicos y la concentración de una capacidad destructiva que ella no podía comprender. Era una voz incontemporánea, una voz fuera del tiempo, de ese tiempo gobernado por el espíritu apocalíptico del cristianismo y la razón de la historia de Occidente. Era una voz milenaria. Una voz mitológica. Se sentía la oscura presencia de concepciones cíclicas del cosmos, las que habían organizado las formas de vida a lo largo del continente americano. La conservación de la tierra que reivindicaba tenía por referencia una concepción sagrada del universo y una relación sagrada con la naturaleza. Su quejido era el testimonio de una violencia ininterrumpida desde la llegada de españoles a sus tierras hasta las multinacionales de hoy. Habitaba aquel llanto un dolor que nacía del choque de una concepción mitológica, mimética y mágica de la vida y la naturaleza, con la racionalidad instrumental bajo la que la civilización industrial define y contempla todo lo existente. Recordé a la filosofía de la naturaleza de Hölderlin, y la expresión poética de su dolor por una naturaleza dominada y muerta.
Las manifestaciones y comentarios de estos intelectuales indios, siempre sucintos y poéticos, resultaban muchas veces hirientes. Se presentaban siempre como lo particular, como una realidad cultural cerrada, como una partícula ínfima y carente de importancia, frente al universal y sempiterno vosotros, que éramos, al fin y al cabo, quienes les escuchábamos. Eran los testimonios vivos de un amenazado orden cósmico, frente la cantinela de los manuales para doctrineros del siglo XVI que también prometían un mañana mejor. El propio Las Casas, o precisamente el gran teólogo de la colonización Las Casas, ya había adulterado esta conciencia al mismo tiempo afirmativa y negativa, al mismo tiempo mitológica y crítica, exaltándola retóricamente como la actitud servil, humilde, dulce y pacífica de sus indios, como si se trataran de súbditos cristianos en estado de naturaleza. La misma retórica la definía ahora el protocolo de aquel encuentro.
Pero algo poderosamente hiriente habitaba aquel constante lamento. Era una apelación a la particularidad que, al mismo tiempo, no se inclinaba humildemente frente a la representación de lo universal que la ha oprimido, sino que la denunciaba como falsa.
Jacinto Arias, uno de los líderes indios que parecía estar dotado de un mayor entrenamiento político, pronunció: «Nosotros mismos comenzamos ahora a tomar nuestras responsabilidades». Palabras que llagaban con su cortante luminosidad todas las pretensiones de Occidente de haber llevado una civilización a los habitantes de aquel continente, cuando a cinco siglos de la primera evangelización todavía no habían aprendido, o más bien no habían podido gozar de las condiciones políticas, intelectuales y religiosas que les permitiesen pronunciar un yo junto a un nosotros. «Qué diferente hubiesen sido las cosas en América —añadió— si los indios nos hubiésemos podido desarrollar con libertad, desde el primer día en que llegaron los europeos.» Todos los presentes hubieran debido de recordar las olvidadas reivindicaciones de Inca Garcilaso en nombre de un mutuo descubrimiento y un verdadero diálogo entre las culturas europeas y americanas.
Entre los extremos de una naturaleza destruida y una identidad escindida, entre un nosotros solidario y miserable, y un vosotros impostor y opresor, aquellas voces indias expusieron una antigua concepción del mundo radicalmente contemporánea, más lírica y más universal que los dobleces de nuestros discursos de derechos humanos, modernidad y progreso. Era una visión de la historia como sucesión de cataclismos, y del progreso como una acumulación de ruinas. Era una memoria de la resistencia contra la destrucción de la vida y las culturas de los pueblos. ¿No era esta visión de la historia como paisaje de ruinas y acumulación de dolor, y del sujeto de la historia como un ángel caído del orden mitológico del progreso, una concepción dominante en el pensamiento filosófico más esclarecedor de nuestra era?
Esta mirada del indio es privilegiada, aunque tenga que pagarla al precio de la continua destrucción de sus pueblos. Es privilegiada en la misma medida en que contempla la violencia de la moderna civilización industrial desde un real afuera. Es la mirada que reconoce el proceso colonizador y civilizador, lo que se ha llamado aculturación y conquista espiritual, como un ininterrumpido proceso de avasallamiento y exilio. A esta condición de extraterritorialidad, por la cual las culturas oriundas de América han estado sometidas bajo el poder de los misioneros cristianos y los líderes políticos de Occidente, se añade otra circunstancia no menos significativa: nunca tuvieron los indios americanos acceso a las СКАЧАТЬ