Los novios. Alessandro Manzoni
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Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ Paró el carretero en un mesón y como práctico del país y conocido del mesonero, hizo disponer un cuarto para los nuevos huéspedes, y los acompañó a él. Después de darle Lorenzo las gracias, trató de recompensarle; pero aquél, lo mismo que el barquero, se negó a recibir recompensa alguna. Contando con la del cielo, retiró la mano, y como huyendo, marchó a cuidar de su bestia.

      Después de una primera noche como la que hemos descrito y del resto de ella, como cualquiera puede figurarse, pasada en gran parte con pensamientos tristes, con temor continuo de algún acontecimiento desagradable en el silencio y oscuridad, y entre el violento traqueteo del incómodo carruaje, que sacudía a los viajeros en el momento en que empezaba a vencerlos el sueño, a la inclemencia de un fresco más que otoñal, les supo bien descansar en el banco de una pieza medianamente resguardada del aire. Aquí comieron alguna cosa correspondiente a la penuria de los tiempos, a los escasos medios en proporción de las urgentes necesidades, a un porvenir incierto y al poco apetito.

      Acordáronse todos sucesivamente del banquete que dos días antes esperaban tener, y cada uno a su vez dio un profundo suspiro. Lorenzo hubiera querido detenerse a lo menos todo aquel día, ver a las dos mujeres acomodadas, y asistirlas en aquellas primeras diligencias; pero el padre Cristóbal había encargado a las dos que le enviasen inmediatamente a su destino; alegaron de consiguiente dichas órdenes, con otras muchas razones, a saber, que la gente hablaría más de lo regular; que cuanto más tardase en irse, tanto mayor sería el sentimiento de todos al separarse, que podía volver presto a verlas, y en fin, tanto dijeron, que el joven determinó marcharse. Concertaron, pues, las cosas más por menor; Lucía no ocultó sus lágrimas; Lorenzo pudo apenas reprimir las suyas, y apretando las manos a Inés, dijo con voz ahogada: «¡Adiós!», y marchóse.

      Más empantanadas se hubieran hallado las dos mujeres, a no haber sido por aquel buen carretero que tenía orden de conducirlas al convento, dirigirlas y asistirlas en todo cuanto hubiesen necesitado. Guiadas por él se encaminaron, pues, al convento, que, como todos saben, dista de Monza un corto paseo. Llegados a la portería, el carretero tiró de la campanilla e hizo llamar al guardián, que no tardó en presentarse y recibir la carta.

      —¡Hola, fray Cristóbal! —dijo conociendo la letra.

      El tono de la voz y los movimientos de la cara indicaban claramente que pronunciaba el nombre de un grande amigo suyo.

      Es indudable que el padre Cristóbal en aquella carta recomendaría con mucho calor a las dos mujeres, y referiría circunstanciadamente su desgracia, porque el padre guardián daba de cuando en cuando muestras de sorpresa y de indignación, y levantando los ojos, miraba a las dos mujeres con expresión de lástima y de interés. Así que acabó de leer la carta, estuvo algún tiempo poco pensativo, y luego dijo para sí:

      —No hay sino la señora... como la señora tome sobre sí este empeño...

      Llamó luego a la madre algunos pasos aparte en el atrio del convento, le hizo algunas preguntas, a las que Inés satisfizo, y volviéndose después a Lucía, dijo a las dos:

      —Amigas mías, yo buscaré, y espero encontraros un asilo más que seguro y honesto, hasta que Dios disponga otra cosa mejor. ¿Queréis venir conmigo?

      Contestaron las dos respetuosamente que sí, y el padre continuó diciendo:

      —Vamos al convento de la señora; pero quedaos algunos pasos atrás, porque la gente se complace en murmurar de los religiosos, y quién sabe los cuentos que forjarían si viesen al padre guardián por la calle con una muchacha hermosa, quiero decir, con mujeres.

      Con esto marchó delante. Lucía se puso colorada, y el carretero se sonrió mirando a Inés, a quien también se le escapó una ligera sonrisa, y en cuanto estuvo el padre a cierta distancia, los tres echaron a andar, siguiéndole con unos diez pasos de su separación. Preguntaron entonces las mujeres al carretero lo que no habían osado preguntar al guardián: quién era la señora.

      —La señora —contestó el buen hombre— es una monja; pero no una monja así como quiera, no porque sea abadesa o priora, pues al contrario, según dicen, es de las más jóvenes, sino porque es de la costilla de Adán, y sus abuelos eran grandes personajes que vinieron de España, de donde son los que nos mandan ahora. La llaman la señora para dar a entender que es una señorona, y en todo el país no la conocen por otro nombre, porque dicen que en este convento nunca ha habido una persona de tanta nobleza, y sus parientes de ahora allá en Milán pueden mucho, y son de los que siempre tienen razón, y todavía más en Monza; porque aunque el padre no vive aquí, es el más poderoso de todos; de forma que ella puede en el monasterio revolverlo todo de arriba abajo. También las gentes de fuera la respetan mucho, y como tome un empeño, se puede apostar a que se sale con la suya. Si ese buen padre que va allí consigue poner a ustedes en sus manos y ella las admite, estarán ustedes tan seguras como en un sagrario.

      Llegado el padre guardián a la puerta de la población, flanqueada en aquel tiempo por un torreón antiguo, y un trozo de castillo derribado, que quizá más de diez de mis lectores se acordarán haber visto casi entero, se paró volviendo la cabeza por ver si le seguían: entró después, y se dirigió al convento. Así que llegó, se paró de nuevo en el umbral, aguardando a las viajeras. Rogó al carretero que diese una vuelta por el convento a recoger la respuesta; quedó en ello el buen hombre, y se despidió de las dos mujeres, que le encargaron diese las más expresivas gracias al padre Cristóbal manifestándole su agradecimiento.

      Hizo el padre guardián que Inés y Lucía entrasen en el patio del monasterio, las encomendó a la demandadera, y entró solo a hacer la solicitud. Volvió al cabo de pocos minutos muy contento a decirlas que entrasen con él; y su presencia fue muy oportuna, porque la madre y la hija no sabían cómo librarse de las preguntas impertinentes de la demandadera. Atravesando otro segundo patio, las instruyó el padre guardián acerca del modo cómo debían conducirse con la señora.

      —Está bien dispuesta —dijo— en favor vuestro, y puede haceros muchísimo bien. Habladle con humildad y respeto; respondedle con sencillez a las preguntas que tuviere a bien haceros, y cuando no os pregunte, dejadme hablar a mí.

      Entraron en un cuarto bajo, de donde se pasaba al locutorio, y antes de entrar en él, dijo el padre en voz baja señalando la puerta: «aquí está», como para recordar a las dos mujeres las advertencias que acababa de hacerles. Lucía, que nunca había visto un convento, así que puso el pie en el locutorio, miró a todas partes, y no viendo persona alguna quedó como alelada. Advirtiendo que el padre se dirigía a un punto, y que Inés le seguía, volvió los ojos a aquel paraje, y vio un agujero cuadrado a manera de media ventana con dos rejas muy gruesas, distantes una de otra como cosa de un palmo, y detrás de ellas una monja en pie. Su aspecto representaba una mujer de unos veinticinco años, que podía llamarse hermosa; pero de una hermosura abatida y casi ajada. Ceñíale la cabeza un velo negro que caía a derecha e izquierda separado algún tanto de la cara. Debajo del velo, una toca de blanquísimo lienzo cubría hasta la mitad su frente, que era de distinta, mas no de inferior blancura, y bajaba rodeándole el rostro con menudos pliegues hasta dar vuelta por bajo de la barba, extendiéndose por el pecho lo suficiente para cubrir el escote de una túnica negra. Pefo aquella frente denotaba de cuando en cuando en sus arrugas cierta contracción dolorosa y entonces dos negrísimas cejas se acercaban entre sí con rápido movimiento.

      A veces sus ojos, también negrísimos, se fijaban imperiosamente como para escudriñar los pensamientos de la persona a quien se dirigían, y otras, se bajaban de pronto como para ocultar los suyos. En algunos instantes, un observador experimentado hubiera creído que solicitaban afecto, correspondencia, compasión, y otras, se hubiera figurado descubrir en ellos señales de un odio inveterado y reprimido, y aun ciertos indicios de ferocidad. Cuando estaban parados, porque ella no fijase la atención en cosa alguna, denotaban cierto desdén orgulloso, la preocupación de un sentimiento СКАЧАТЬ