Los novios. Alessandro Manzoni
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Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ extenuación. Los labios, aunque apenas teñidos de un levísimo color de rosa, sobresalían en la palidez del semblante, y sus movimientos, iguales a los de los ojos, eran vivos, prontos y llenos de una expresión misteriosa. El continente de su persona, alta y bien formada, desmerecía algún tanto por cierto descuido y abandono habitual, o chocaba por varios movimientos repentinos, irregulares, impropios, no sólo de una religiosa, sino de cualquiera mujer; y hasta en su modo de vestir se echaba de ver por una parte mucho estudio, y por otra no poco desaliño, lo que manifestaba una monja de un carácter original.

      Llevaba la túnica con afectación secular, y dejaba salir por entre la toca la extremidad de un negro rizo en la sien, que indicaba olvido, o acaso desprecio de la regla que prescribía tener siempre bien rapado el pelo, como quedaba en la ceremonia de la profesión.

      Nada de esto notaron las dos mujeres, que no sabían distinguir monja de monja; y el padre guardián, que no era la primera vez que veía a la señora, estaba ya acostumbrado, como otros muchos, a aquella irregularidad de su hábito y modales.

      Estaba entonces, como acabamos de decir, de pie cerca de la reja, apoyada lánguidamente en ella con la mano, cruzando por las aberturas sus candidísimos dedos, y con la cara inclinada para ver a los que entraban.

      —Madre reverenda e ilustre señora —dijo el padre guardián con la cabeza baja y una mano en el pecho—, ésta es la pobre joven, por quien no creo haber implorado en balde su protección, y ésta es su madre.

      Las dos no cesaban de hacer grandes reverencias, hasta que la señora, haciéndolas señas de que bastaba, se volvió al padre, diciendo:

      —Tengo mucha satisfacción en poder servir a nuestros buenos amigos los padres capuchinos; pero sírvase usted contarme por menor d caso de esca joven para ver mejor lo que podré hacer por ella.

      Lucía se puso colorada y bajó la cabeza.

      —Ha de saber usted, madre reverenda... —empezó a decir Inés.

      Pero el padre le cortó la palabra con una mirada, y contestó de esta manera:

      —A esta joven me la encomienda, como ya he dicho, uno de mis hermanos. Ha tenido que salir de oculto de su país, por librarse de graves peligros, y necesita por algún tiempo de un asilo en que pueda vivir sin que se sepa su paradero, y en donde nadie se atreva a venir a molestarla, aun cuando...

      —¿Y qué peligros son ésos? —interrumpió la señora—. Perdone usted, padre guardián: no me diga las cosas can enigmáticamente; ya sabe usted que las monjas somos curiosas, y deseamos saber las historias con codos sus pelos y señales.

      —Son peligros —contestó el guardián— que a los castos oídos de la reverenda madre deben indicarse apenas...

      —Cierto, cierto —dijo apresuradamente la monja poniéndose algún poco colorada.

      ¿Efecto acaso de rubor? El que hubiese visto la rápida expresión de despecho que acompañó a aquella alteración, cal vez lo hubiera dudado, y mucho más, comparándole con el que de cuando en cuando coloreaba la cara de Lucía.

      —Bastará decir —prosiguió el guardián— que un caballero prepotente... No todos los grandes de este mundo emplean los bienes que Dios les ha concedido en honra y gloria suya y en utilidad del prójimo, como lo hace la señora... Un caballero prepotente, después de haber perseguido largo tiempo a esta infeliz, para seducirla, viendo por último que todo era inútil, tuvo valor de perseguirla abiertamente por medios violentos, de manera que la pobre se ha visto precisada a huir de su casa.

      —Acércate, niña —dijo la señora a Lucía, haciéndola señas con el dedo—. Sé que el padre guardián es la boca de la verdad; pero nadie mejor que tú puede estar al corriente de este negocio. Tú, pues, debes ahora decirnos si efectivamente aquel caballero era para ti un perseguidor odioso.

      En cuanto a acercarse, obedeció Lucía inmediatamente; mas por lo que toca a responder, ya era otra cosa. Una pregunta de aquella naturaleza la hubiera puesto en confusión, aun cuando se la hubiera hecho una persona igual a ella; pero hecha por aquella señora, y con cierto tonillo como de duda, la dejó enteramente sin ánimo para responder.

      —Señora... Madre reverenda... —dijo con voz trémula.

      Y como daba indicio de no poder proseguir, Inés, que seguramente, después de su hija, era la que mejor debía estar impuesta, se creyó autorizada para ayudarla, por lo cual tomó la palabra diciendo:

      —Señora, yo puedo asegurar en mi alma que mi hija odia a aquel caballero más que el diablo al agua bendita; quiero decir que él era el diablo. Vuestra señoría me perdonará si hablo mal, porque nosotras somos gente como Dios nos ha hecho. El caso es que esta pobre muchacha estaba para casarse con un mozo, igual nuestro, hombre de bien, timorato, y bastante acomodado; y si el señor cura hubiese sido un hombre como yo me entiendo... Sé que hablo de un sacerdote, pero el padre Cristóbal, amigo del padre guardián, también es sacerdote como él; y es un hombre muy caritativo, y si estuviera aquí, pudiera decir...

      —Muy pronta estáis para hablar sin que os pregunten —interrumpió la señora con cierto tono de autoridad orgullosa, y un ceño que la hizo parecer fea—. Callad: yo sé que a los padres nunca les faltan excusas para disculpar a sus hijos.

      Abochornada Inés, dio una mirada a su hija como diciéndole: Mira lo que padezco por no saber tú hablar; también el padre guardián indicaba a Lucía con la cabeza y los ojos que aquélla era la ocasión de animarse, y no dejar fea a su pobre madre.

      —Reverenda señora —dijo entonces Lucía— , cuanto ha dicho mi madre es la pura verdad. El mozo que me pretendía (aquí se puso como la grana), era un joven con quien yo me casaba a gusto. Perdone vuestra señoría si hablo con este descoco: lo hago para que no piense mal de mi madre; y por lo que toca a aquel señor (¡Dios le perdone!), quisiera morir mil veces antes que caer en sus manos; y si vuestra señoría hace la buena obra de ponernos en salvo, ya que nos vemos en la triste precisión de mendigar un abrigo y molestar a las personas caritativas (pero hágase la voluntad del Señor), puede vuestra señoría estar segura de que nadie pedirá a Dios con más fervor por vuestra señoría que nosotras.

      —A vos os creo —dijo la monja con menos aspereza—, sin embargo, tendré gusto en oíros a solas no porque necesite —añadió volviéndose con estudiada cortesía al religioso— de otras averiguaciones ni de otros motivos para servir al padre guardián; antes por lo contrario he pensado en ello, y he aquí lo mejor que por ahora se me ha ocurrido. Hace pocos días que la demandadera del convento ha casado la última de sus hijas: estas mujeres podrán ocupar el cuarto que con semejante motivo ha quedado vacío, y suplir la falta de aquella muchacha en los pequeños cargos que ella desempeñaba. A la verdad (aquí hizo señas al padre guardián para que se acercase a la reja), a la verdad que atendida la carestía de los tiempos, se pensaba en no poner a nadie en su lugar; pero yo hablaré a la madre abadesa, y una palabra mía... luego un empeño del padre guardián... En fin, doy la cosa casi por hecha.

      Quiso el padre guardián darle las gracias; pero la señora le interrum­pió diciendo:

      —Dejémonos de cumplimientos; yo también, en caso de necesitarlo, me valdría del favor de los padres capuchinos; al cabo —continuó con una sonrisa equívoca—, ¿no somos nosotros hermanos y hermanas?

      Con esto llamó a una de sus criadas legas, pues por un privilegio especial se le concedían dos, y le mandó que diese noticia de todo a la madre abadesa, y que llamando después a la demandadera, acordase con ella y con Inés las medidas correspondientes. СКАЧАТЬ