Название: Los novios
Автор: Alessandro Manzoni
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ópera magna
isbn: 9788432152399
isbn:
—¡Qué cabecilla es la tal monja! —decía para sí en el camino—. ¡A la verdad que es rara! Pero el que sabe acomodarse a su genio hace de ella lo que quiere. Sin duda no se aguardará mi amigo fray Cristóbal que yo le haya servido tan presto. ¡Qué excelente religioso es! ¡Qué empeño toma siempre en hacer bien a los desgraciados! Ya verá él que aquí también nosotros valemos alguna cosa.
La monja, que delante de un anciano capuchino había estudiado todas las acciones y palabras, en cuanto se quedó mano a mano con una pobre aldeana, muchacha sin experiencia ni conocimiento del mundo, no puso ya el mayor cuidado en contenerse, y sus discusiones llegaron a ser al último tan extrañas, que en vez de trasladarlas, creemos más oportuno relatar sucintamente su historia, esto es, lo que basta para que se comprenda la razón de cierto carácter misterioso que hemos notado en ella, y los motivos de su conducta en los hechos que tendremos que referir en adelante.
Era ésta la hija menor del príncipe de***, magnate de Milán, y uno de los más ricos de aquella ciudad; pero por el exagerado concepto de su calidad, consideraba sus riquezas apenas suficientes para sostener el decoro de su casa, y su grande empeño era el de conservarlas perpetuamente reunidas en el estado en que se hallaban entonces. No consta por la historia cuántos hijos tenía; sólo resulta que había destinado al claustro a todos los segundos de ambos sexos, para que los bienes recayesen sin disminución en el primogénito que había de perpetuar el nombre de la familia, esto es, engendrar hijos para sacrificarlos luego de la misma manera con vocación o sin ella.
El hijo de que hablamos aún no había salido del vientre de su madre, cuando ya su suerte estaba echada para siempre; sólo faltaba decidir si sería fraile o monja, porque para esto se necesitaba su presencia. Cuando salió a luz, queriendo el príncipe su padre ponerle un nombre que despertase la idea del claustro y fuese de una santa de ilustre prosapia, la llamó Gertrudis. Los primeros juguetes que se pusieron en sus manos fueron muñecas vestidas de monjas, y estampas de monjas, encargándole siempre que las cuidase mucho. Cuando el príncipe, la princesa o el heredero, que era el único de los varones que se criaba en casa, querían alabar la bella presencia de la niña, no hallaban mejor modo de expresarse que el decir: «¡Qué hermosa abadesa!» Pero ninguno jamás le dijo: tú debes ser monja, porque era cosa ya decidida y tocada sólo por incidente todas las veces que se hablaba de su destino futuro. Si alguna vez la niña Gertrudis cometía algún acto de orgullo a que propendía su carácter dominante y altivo: «Eres todavía demasiado niña, le decían; cuando seas abadesa, entonces mandarás a zapatazos.» Cuando otras veces el príncipe la reprendía por ciertos modales algo libres, que igualmente solían ser de su gusto: «Ea, le decía, ésos no son modales de una niña de tu clase; si quieres que algún día te respeten como conviene, acostúmbrate desde ahora a guardar más decoro; acuérdate que en todos los casos debes ser siempre la primera del convento, porque la sangre debe distinguirse donde quiera.»
Palabras de esta clase imprimían en el cerebro de la niña la idea implícita de que debía ser monja; pero las que pronunciaba su padre hacían más efecto que todas las demás juntas. Los modales del príncipe eran habitualmente los de un amo severo; y cuando se trataba del estado futuro de sus hijos, se notaba en su rostro y en sus palabras una inflexibilidad de carácter, una ambición suspicaz de autoridad que infundía la idea de una absoluta obediencia.
A la edad de seis años, Gertrudis fue colocada, no sólo para su educación, sino también para encaminarla a la vocación que se le impuso, en el convento en que la hemos visto; y la elección no fue sin misterio.
El buen carretero que condujo a Lucía y a su madre a Monza, dijo que el padre de la señora era el primer personaje de aquella ciudad, y combinando esta aserción, valga por lo que valiere, con algunas indicaciones que de cuando en cuando se le escapan por descuido a nuestro anónimo, podemos inferir que era el señor feudal de aquel territorio. Como quiera que sea, su autoridad allí era muy grande; y así creyó sin duda que en aquella ciudad, mejor que en otra parte, tratarían a su hija con toda la distinción y las atenciones que pudiesen lisonjeada, cuando eligió aquel convento para su perpetua morada. Con efecto, no se equivocó. La abadesa de entonces, y algunas monjas de las que, como se suele decir, tenían la sartén por el mango, hallándose enredadas en ciertas contiendas con otro convento y con varias familias del país, tuvieron a gran suerte que se les proporcionase semejante apoyo; recibieron con gratitud la honra que se les hacía, y correspondieron en todo a las intenciones que el príncipe dejó traslucir con respecto a la colocación de su hija, intenciones que, por otra parte, estaban en grande armonía con el interés de las mismas monjas. Apenas entró Gertrudis en el convento, se llamó por antonomasia la Señorita, y se le señaló lugar distinguido en la mesa y en el dormitorio. Proponían además su conducta a sus compañeras como por norma, se la regalaba con dulces y caricias sin término, acompañándolo todo con aquella familiaridad respetuosa que tanto engríe a los niños cuando ven que la gastan con ellos aquellas personas que tratan a los niños con tono habitual de autoridad. Sin embargo, no todas las monjas se ocupaban en hacer caer en el lazo a la pobrecilla. Muchas había muy sencillas y ajenas de toda trama, las cuales se hubieran horrorizado sólo con pensar que podían ser capaces de sacrificar a una muchacha por miras de interés; pero de éstas, unas se ocupaban únicamente en sus negocios particulares, otras no advertían semejantes manejos, otras no conocían la gravedad del delito, otras se abstenían de discurrir sobre ello, y otras callaban por no dar escándalo inútilmente.
Alguna había también que, acordándose de haber sido seducida del mismo modo para que hiciese una cosa de que se arrepintió, se lastimaba de aquella pobre inocente, y se desahogaba con hacer melancólicas caricias, estando muy lejos Gertrudis de sospechar que en aquéllas había un misterio. Entretanto, la trama iba adelante, y quizá hubiera continuado de la misma manera hasta el fin, si no hubiera habido más muchachas que Gertrudis en el convento. Pero entre sus compañeras de educación, algunas había destinadas a casarse. Gertrudis, criada en las ideas de superioridad, hablaba con énfasis de su futuro destino de abadesa, esto es, de princesa del convento; en una palabra, quería a toda costa ser objeto de envidia para las demás, y se admiraba y sentía que algunas no se la tuviesen ni poco ni mucho. A las imágenes majestuosas, pero limitadas y lánguidas, que puede suministrar la primacía en un convento, contraponían las otras las imágenes extensas y brillantes de esposo, de banquetes, de tertulias, de ciudades, de justas, de vestidos, de galas, de coches, etc. Estas imágenes produjeron en el cerebro de Gertrudis aquel movimiento y deseo que excitaría un canastillo de flores frescas colocadas en un rincón. Sus padres y sus maestros habían fomentado y aumentado en ella su vanidad natural, contrayéndola al claustro, pero en cuanto estimularon esta pasión ideas más análogas a su carácter, se entregó muy presto a ellas con ardor más vivo y más espontáneo. Para no ser menos que sus compañeras, o para ceder al mismo tiempo a sus nuevas inclinaciones, respondía que en resumidas cuentas nadie podía ponerle la toca sin su consentimiento; que ella también podía tener un marido, vivir en un palacio, y disfrutar de las diversiones del siglo mejor que todas ellas; que podía hacerlo siempre que quisiere, que quizá querría, y realmente la inquietaba el deseo. La idea de la necesidad de su consentimiento, que hasta entonces había estado como aletargada en su mente, se desenvolvió manifestándose en toda su fuerza. A cada instante la llamaba Gertrudis en su auxilio, para recrearse tranquilamente en la perspectiva de futuros placeres; pero detrás de esta idea venía siempre la de que era preciso negar aquel consentimiento al príncipe su padre, que ya contaba con él, o a lo menos lo aparentaba, y con esta idea el ánimo de la hija estaba muy lejos de tener aquella seguridad que ostentaban sus palabras. Comparábase entonces con sus compañeras, cuya suerte no era dudosa, y entonces experimentaba aquella envidia que pensó excitar en ellas. Envidiándolas las odiaba; a veces el odio se evaporaba en desaires, groserías y sarcasmos; otras le adormecía la conformidad de inclinaciones y esperanzas, y de aquí resultaba una aparente y lisonjera intimidad.
Otra veces, queriendo gozar entretanto de alguna cosa real y presente, se saboreaba con las distinciones que le hacían, procurando herir el amor propio de las demás con tal superioridad; СКАЧАТЬ