Los novios. Alessandro Manzoni
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Читать онлайн книгу Los novios - Alessandro Manzoni страница 34

Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ tumultuosa; pero uno, que nunca se supo quién fue, esparció la voz de que Inés y Lucía se habían puesto a salvo en otra casa. Difundióse rápidamente la especie, y como adquiriese crédito, ya nadie volvió a hablar de perseguir a los fugitivos; con lo que se diseminó la turba, retirándose cada uno a su casa. Por todas partes se oía bullicio, llamar y abrir las puertas, parecer y desaparecer luces, mujeres a las ventanas preguntando, y gentes respondiendo desde las calles. Vueltas éstas a su antigua soledad, continuaron las conversaciones en las casas y murieron entre bostezos para empezar de nuevo al día siguiente; sin embargo, no hubo más hecho sino que aquella mañana, estando el cónsul en el campo, apoyado en su azadón, cavilando acerca de los acontecimientos de la noche anterior y discurriendo qué cosa en razón de sus atribuciones le tocaba hacer, vio venir hacia él dos hombres de gallarda presencia, ricamente puestos, aunque parecidos en lo demás a los que cinco días antes acometieron a don Abundo, cuando no fuesen los mismos; los cuales con menos ceremonia que entonces le intimaron que si deseaba morir de enfermedad, se guardase bien de dar parte al Podestá de lo ocurrido, de decir la verdad en el caso de que fuese preguntado y de tener habladurías y fomentarlas entre los aldeanos.

      Mucho tiempo caminaron aprisa y en silencio Lorenzo, Inés y Lucía, volviéndose ya uno, ya otro para ver si alguien los seguía, molestando a los tres la fatiga de la fuga, la incertidumbre en que se hallaban, el sentimiento del mal éxito de la empresa, y el temor confuso de un peligro aún no bien conocido. Afligíalos todavía más el toque contimio de la campana, que, disminuyéndose al paso que se alejaban, parecía más lúgubre y de peor agüero. Cesado por fin el campaneo, y hallándose nuestros fugitivos en paraje solitario y silencioso, acortaron el paso, y fue Inés la primera que, cobrando ánimo, rompió el silencio, preguntando a Lorenzo cómo había salido la cosa, y a Mingo, quién diablos eran los que había en su casa. Contó Lorenzo brevemente su historia; y vueltos luego los tres al muchacho, refirió éste circunstanciadamente el aviso del padre Cristóbal, y dio cuenta de lo que él mismo había visto y del riesgo que había corrido, lo que confirmaba demasiado aquel aviso. Comprendieron los oyentes más de lo que pudo decirles Mingo: estremeciéronse al oír aquella relación; se pararon un momento en medio del camino y se miraron unos a otros como espantados. Luego con unánime impulso acariciaron al muchacho, tanto para darle tácitamente las gracias por haber sido para ellos un ángel tutelar como para manifestarle la lástima que les causaba, y en cierto modo pedirle perdón de lo que por ellos había sufrido y del peligro en que se había visto.

      —Vuélvete, pues, a casa —le dijo Inés—, para que tus gentes no estén con cuidado.

      Y acordándose de la promesa de las dos monedas, le dio cuatro, añadiendo:

      —Vaya, pide a Dios que nos veamos presto.

      Lorenzo le dio también una berlinga, encargándole que nada dijese de la comisión del padre Cristóbal, y Lucía le acarició de nuevo, le saludó afectuosamente, y el muchacho enternecido se despidió de todos, tomando el camino de su casa. Los tres entonces prosiguieron pensativos el suyo, las dos mujeres adelante, y Lorenzo detrás como para escoltarlas. Iba Lucía agarrada del brazo de su madre, y evitaba con blandura el auxilio que el mozo le ofrecía en los malos pasos de aquel camino extraviado, avergonzándose entre sí, aun en medio de tales apuros, de haber permanecido tanto tiempo sola y tan familiarmente con él, cuando esperaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Pero disipando ya desgraciadamente aquel lisonjero sueño, se arrepentía de haberse excedido tanto; y entre los infinitos motivos de temor, temblaba también, no por efecto de aquel pudor que nace de la certeza del mal obrar, sino de ciertos recelos desconocidos semejanttcs al miedo del muchacho que tiembla en la oscuridad sin saber qué es lo que teme.

      —¿Y nuestra casa? —exclamó Inés de pronto.

      Pero por muy justo que fuese el cuidado que arrancaba aquella exclamación, nadie contestó, porque nadie podía darle una respuesta satisfactoria. De esta manera continuaron en silencio su camino, hasta que por fin desembocaron en una plazuela, delante de la iglesia del convento.

      Acercóse Lorenzo a la puerta, y habiéndola empujado suavemente, se abrió, iluminando los rayos de la luna que penetraban en ella la cara pálida y la barba blanca del padre Cristóbal, que los estaba aguardando cuidadoso. Viendo que nadie faltaba:

      —¡Gracias a Dios! —exclamó.

      Y les hizo señas de que entrasen. Estaba al lado del religioso otro capuchino, y era el sacristán lego, que cediendo a las súplicas y razones del padre Cristóbal, se había prestado a velar con él, a dejar entornada la puerta, y a quedar de centinela para acoger a aquellos desgraciados.

      Y a la verdad era necesaria toda la autoridad de fray Cristóbal y su opinión de santo, para determinar al lego a una condescendencia, sobre incómoda, irregular y peligrosa. Así que entraron, entornó el padre Cristóbal otra vez la puerta, y entonces fue cuando no pudiendo resistir ya el sacristán, le llamó aparte susurrándole al oído:

      —¡Pero, padre, de noche! ¡En la iglesia! ¡Con mujeres!... ¡Cerrar la puerta!... ¿Y la regla?... ¡Pero, padre! (diciendo esto meneaba la cabeza).

      Mientras pronunciaba con dificultad estas palabras, el padre Cristóbal estaba pensando que si hubiese sido un asesino, perseguido por la justicia, fray Fado no le hubiera puesto dificultad ni embarazo, y ¡a una pobre inocente que huía de las garras del lobo!... «Omnia munda mundis», dijo luego volviéndose de repente a fray Fado, sin acordarse que no entendía latín; pero semejante olvido fue justamente lo que produjo su efecto; porque si el padre Cristóbal se hubiera puesto a argüir con raciocinios, no le hubieran faltado a fray Fado razones que oponer, y sabe Dios hasta cuándo hubiera durado la disputa; pero al oír aquellas palabras, para él misteriosas, y pronunciadas con tanta resolución, se le figuró que debían contener la solución de todos sus escrúpulos. Tranquilizóse, pues, y dijo:

      —Está bien; usted sabe más que yo.

      —Fíese usted de mí —contestó el padre Cristóbal.

      Y a la luz lánguida que ardía delante del altar, se acercó a sus protegidos, que perplejos estaban aguardando, y les dijo:

      —Hijos míos, dad gracias al Señor que os ha librado de un peligro... Quizá en este momento...

      Y aquí se extendió explicándoles lo que les había mandado a decir por el muchacho, pues no sospechaba que tuviesen más noticias que él, y suponía que Mingo los había encontrado tranquilos en su casa antes que llegasen los bandoleros. Ninguno le desengañó, ni tampoco Lucía, a quien sin embargo le acusaba la conciencia por semejante simulación con un hombre de su clase; pero aquélla era la noche de los enredos y de las ficciones.

      —Ya veis —prosiguió el religioso— que en esta tierra no hay seguridad para vosotros. Éste es vuestro país; habéis nacido en él; no habéis hecho daño a nadie; pero Dios lo quiere. Es una prueba, hijos míos; soportadla con paciencia, con fe, sin resentimiento, y no dudéis que llegará un tiempo en que os alegréis de lo que ahora os está pasando. Yo he pensado ya en buscaros un refugio por estos primeros momentos, pues espero que presto podréis volver a vuestra casa. De todos modos, Dios proveerá para vuestro provecho, y yo procuraré corresponder a la gracia que me hace, eligiéndome como ministro suyo para consolaros en vuestras tribulaciones. Vosotras —continuó dirigiéndose a las mujeres—, iréis a***, allí estaréis fuera de peligro, y al mismo tiempo no lejos de vuestra casa. Buscaréis nuestro convento, y preguntando por el padre guardián, le entregaréis esta carta. Él será para vosotras otro fray Cristóbal. Y tú también, Lorenzo mío, debes por ahora sustraerte a la ira ajena y a la tuya. Lleva, pues, esta otra carta al padre Buenaventura de Lodi en nuestro convento de la puerta oriental de Milán: este religioso te servirá de padre, te acomodará y te buscará dónde trabajar hasta que puedas volver a vivir aquí tranquilamente. Iréis todos a la orilla del lago СКАЧАТЬ