Los novios. Alessandro Manzoni
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Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ Dios! —exclamó también Inés corriendo detrás de la otra.

      Aún no habían andado cuatro pasos, cuando el esquilón empezó sus toques, que hubieran sido espuelas, si de ellas hubiesen necesitado.

      Perpetua llegó como unos dos pasos antes, y al echar la mano a la puerta para empujarla, la abrieron de par en par por dentro, y se encontró en el umbral con Antoñuelo, Gervasio, Lorenzo y Lucía, los cuales habían dado con la escalera, la bajaron a brincos, y oyendo luego aquel tocar a rebato, corrían a todo correr para escaparse.

      —¿Qué hay?, ¿qué hay? —preguntó Perpetua jadeando a los dos hermanos, que contestaron con un empellón, y se escurrieron—. ¿Y vosotros? ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí vosotros? —preguntó luego a la otra pareja, así que vio quiénes eran; pero ellos también salieron sin contestar palabra.

      Para acudir Perpetua a lo más urgente, no trató de hacer mayores indagaciones, sino que entró apresuradamente en el zaguán, dirigiéndose a tientas a la escalera.

      Los dos novios medio desposados se encontraron con Inés, que fatigada y afanosa, acababa de llegar.

      —¡Ah!, ¿aquí estáis? —dijo sacando con trabajo las palabras—... ¿Cómo habéis salido? ¿Y qué es eso de la campana? Me parece haber oído...

      —A casa, a casa —interrumpió Lorenzo—, antes que se reúna gente.

      En esto llega Mingo, los conoce, se para delante de ellos, y todavía temblando, con voz casi apagada, dijo:

      —¿Adónde van ustedes? Vuélvanse aprisa y al convento.

      —¿Eres tú? —dijo Inés—; ¿qué hay? —preguntó Lorenzo—; y llena de te— rror, Lucía temblaba sin hablar palabra.

      —Que los demonios andan en casa —contestó Mingo jadeando—; yo mismo los he visto; me quisieron matar. Lo ha dicho el padre Cristóbal y ha dicho que usted, Lorenzo, vaya también al punto: y luego yo los he visto. Fortuna que los encuentro a ustedes aquí. Ya lo diré todo cuando estemos más lejos.

      Lorenzo, que era el que estaba más en su acuerdo, juzgó que por un lado o por otro convenía irse al instante antes que llegase gente: que lo más acertado sería hacer lo que aconsejaba, o por mejor decir mandaba Mingo con toda la fuerza de un espantado, y que luego por el camino, y fuera de todo peligro, se podría saber por menor del muchacho lo que pasaba.

      —Con efecto —le dijo—, vete delante; y vámonos con él —dijo a las muJeres.

      Y los cuatro volvieron atrás. Tomando aprisa hacia la iglesia, atravesaron su plazuela, donde por fortuna no había aún alma viviente; entraron en una callejuela que atravesaba entre la iglesia y la casa de don Abundo, se metieron por el primer atajo, y siguieron su camino por medio de los campos.

      No habían andado cincuenta pasos cuando empezó a acudir gente, aumentándose por momentos; mirábanse unos a otros; cada uno tenía cien preguntas que hacer, y ninguna respuesta que dar. Los que llegaron primero, corrieron a la puerta de la iglesia, y la encontraron cerrada; se dirigieron entonces al campanario, y uno de ellos acercó la boca a una especie de tronera, diciendo:

      —¿Qué diablos hay?

      Cuando Ambrosio oyó voz conocida, soltó la cuerda de la campana, y notando por el murmullo que se había juntado mucha gente:

      —Voy a abrir —contestó.

      Púsose de cualquier manera los calzones, que hasta entonces había tenido debajo del brazo, y por la parte de adentro abrió la puerta de la iglesia.

      —¿Qué alboroto es éste? —preguntaron muchos—; ¿qué hay?, ¿qué ha sucedido?

      —¿Cómo qué hay?—dijo Ambrosio teniendo con una mano una hoja de la puerta, y sosteniéndose con la otra los calzones—. ¿Cómo?, ¿no lo saben ustedes? Hay gente en casa del señor cura. ¡Ánimo, muchachos, a ellos!

      Todos se dirigieron entonces a casa de don Abundo: miran, se acercan en tropel, vuelven a mirar, aplican el oído, y no hallan novedad alguna . Otros van a la puerta de la calle, y la encuentran cerrada y atrancada; miran arriba, y no ven ventana alguna abierta ni oyen el menor ruido.

      —¡Hola! ¿Quién está ahí dentro? —gritan—; ¡señor cura!, ¡señor cura!

      Don Abundo que, vista la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana, y acababa de cerrarla, estaba en aquel momento batallando en voz baja con Perpetua por haberle dejado solo en aquel peligro; cuando oyó que el pueblo le llamaba, tuvo que asomarse de nuevo a la ventana; y viendo tanta concurrencia, se arrepintió de haberla provocado.

      Mil voces a la vez gritaban diciendo:

      —¿Qué ha sido? ¿Qué le han hecho a usted? ¿Adónde están? ¿Quiénes son?

      —Ya no hay nadie: os doy las gracias; volveos a vuestras casas. Ya no hay nada: gracias, hijos, gracias por vuestra atención.

      Aquí empezaron algunos a refunfuñar, otros a burlarse, otros a votar, otros a encogerse de hombros, y ya todos se marchaban, cuando llegó uno tan agitado, que apenas podía echar el aliento. Vivía éste casi en frente de la casa de Inés, y habiéndose asomado a la ventana al oír el ruido, había visto en el corral aquella confusión de los bravos cuando el Canoso trabajaba para reunirlos. Recobrando el aliento, gritó:

      —¿Qué hacéis aquí, muchachos? El diablo no está en este sitio sino al último de la calle, en casa de Inés Mondella. Hay gente armada dentro; parece que quieren matar a un peregrino. ¿Quién sabe qué diablos hay allí?

      —¿Qué dices?, ¿qué es eso? —preguntan algunos.

      Y principia una consulta tumultuosa.

      —Conviene ir, es necesario ver. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos son ellos? ¿Cuántos son?... ¿El cónsul? ¿Dónde está el cónsul?

      —Aquí estoy—contesta el cónsul en medio de la turba—, aquí estoy: es preciso que me ayudéis, y sobre todo que me obedezcáis. Pronto, ¿adónde está el sacristán? ¡La campana!, ¡la campana! Que uno vaya corriendo a Lecco para pedir auxilio. Venid aquí todos.

      Unos se presentaron; otros, deslizándose entre la muchedumbre, tomaron soleta. El alboroto era grande, cuando llegó otro que los había visto huir, y también él a su vez gritaba:

      —Corred, muchachos; son ladrones o bandoleros que huyeron con un peregrino. Ya están fuera del pueblo, ¡a ellos!, ¡a ellos!

      A este aviso, sin aguardar más orden, echan a andar todos de tropel hacia la salida del pueblo, y a medida que el ejército se adelanta, muchos de la vanguardia acortan el paso y se van quedando atrás, o se confunden con los del centro. Los últimos avanzan, y por fin llega el enjambre confuso al paraje indicado. Recientes y claras estaban las señales de la invasión; las puertas abiertas, los cerrojos arrancados; pero los invasores habían desaparecido. Entra la turba en el corral, llega a la puerta del piso bajo, y la halla también desquiciada. Unos llaman a Inés, otros a Lucía, y otros al peregrino. «Sin duda Esteban lo habrá soñado dicen algunos. —No por cierto, responden otros, que los vieron también Carlos y Andrés.» Vuelven a llamar al peregrino, a Inés y a Lucía; y como nadie responde, se persuaden de que se las han llevado. Hubo entonces varios que levantando la voz, propusieron que se siguiese СКАЧАТЬ