Название: Los novios
Автор: Alessandro Manzoni
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ópera magna
isbn: 9788432152399
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—Extrañará el señor cura que haya venido tan tarde —dijo Antoñuelo inclinando el cuerpo, como también lo hizo aunque chabacanamente Gervasio.
—Cierto que es ya muy tarde, bajo todos aspectos. ¿No sabes que es toy malo?
—Lo siento mucho.
—Bien lo habrás oído decir... Y no sé cuándo podré salir a la calle... pero ¿por qué te has traído a la cola a ese... a ese mozuelo?
—Para que me acompañara, señor cura.
—Vaya, pues, vamos.
—Son veinticinco belingas nuevas de las que tienen un San Ambrosio a caballo —dijo Antoñuelo sacando del bolsillo un atadito.
—Veamos —replicó con Abundo.
Y tomando el atadito, se plantó otra vez los anteojos, le desenvolvió, sacó las belingas, les dio mil vueltas, las contó y recontó, y las halló corrientes.
—Ahora, señor cura, me hará usted el favor de volverme el collarcito de mi Tecla.
—Es muy justo —respondió don Abundo.
Y se dirigió a un armario, sacó la llave, miró alrededor como para apartar a los circunstantes, abrió sólo una hoja, ocupó con el cuerpo todo el hueco, metió la cabeza para ver lo que hacía, y un brazo para tomar la prenda: la sacó, cerró el armario, desenvolvió el papelillo, y dijo: «Ésta es; doblóle otra vez, y se la entregó a Antoñuelo.
—Ahora, pues —dijo éste—, sírvase usted hacerme en un papel dos garabatos.
—¿También eso?... —dijo don Abundo—, ¡y lo que saben estos palurdos! ¡Cómo está el mundo en el día! ¿Conque no te fías de mí?
—¿Cómo, señor cura?, muchísimo; pero como mi nombre está puesto allí en su librote, en la hoja de las deudas... puesto que se tomó usted el trabajo de escribir entonces... En fin, somos mortales...
—¡Bien, bien! —interrumpió don Abundo.
Y refunfuñando tiró de un cajoncito de la mesa, sacó papel, pluma y tintero, y se puso a escribir, repitiendo en alta voz las palabras a medida que salían de la pluma. Antoñuelo, entretanto, y a una señal suya su hermano, se colocaron delante de la mesa para quitar que se viera la puerta, y, como por ociosidad, estregaban los pies en el suelo, tanto para avisar a los que estaban afuera, como para que no se oyese el ruido de las pisadas.
Embebecido don Abundo en lo que escribía, en nada reparaba. Al estregar de los cuatro pies, Lorenzo cogió de un brazo a Lucía, y apretándoselo para infundirla ánimo, echó a andar trayéndola toda trémula tras sí, pues sola no hubiera podido dar un paso. Entraron los dos de puntillas, y reprimiendo el resuello, se pusieron detrás de los dos hermanos. En esto, habiendo don Abundo acabado de escribir, leyó el papel sin levantar la vista, y le dobló, diciendo: «¿Estás contento ahora?» Y quitándose con una mano los anteojos, alargó con la otra el papel a Antoñuelo, levantando la cabeza. Tendiendo éste la mano para tomarle, se apartó a un lado, y Gervasio a otro, y he aquí que a manera de una decoración teatral, aparecieron en el medio Lorenzo y Lucía. Parecióle a don Abundo un sueño, quedó absorto, y todo esto en el tiempo que empleó Lorenzo en pronunciar las palabras: «Señor cura, protesto en presencia de estos dos testigos, que ésta es mi mujer.» Aún no había acabado de pronunciar la última palabra, cuando don Abundo había ya dejado caer el recibo, cogido con la mano izquierda el velón, y arrastrado con la derecha el tapete de la mesa, tirando al suelo libro, tintero y salvadera, y saltando entre el sillón y la mesa, se acercó a Lucía. Apenas la pobrecilla con blanda y trémula voz había pronunciado la palabra: «Y este...», cuando don Abundo le echó groseramente sobre la cabeza el tapete para impedirle que concluyese la fórmula, y dejando caer luego la luz que traía en la otra mano, se ocupó con ambas en apretarle el tapete a la cara, en términos que casi la ahogaba, gritando al mismo tiempo con toda su fuerza: «¡Perpetua!, ¡Perpetua!, ¡traición!, ¿quién me socorre?» La luz moribunda en el suelo reflejaba un resplandor pálido e intermitente sobre Lucía, la cual enteramente desalentada, ni siquiera trataba de desenvolverse, por manera que podía compararse con una estatua modelada en barro, sobre la cual hubiese echado el artífice un paño humedecido.
Apagada del todo la luz, dejó don Abundo su presa, buscando a tientas la puerta que conducía a otro cuarto, y habiéndola encontrado, entró en él y se cerró por dentro sin dejar de gritar: «¡Perpetua!, ¡tradición!, ¿quién me socorre? ¡Fuera, fuera de casa!» En el otro cuarto todo era confusión. Lorenzo trataba de agarrar al cura, buscándole con los brazos tendidos para adelante, como si jugara a la gallina ciega, llegó a la puerta, y dando golpes en ella, decía: «¡Abra, usted!, ¡abra usted!, ¡no alborote!» Lucía llamaba con voz desfallecida a Lorenzo, y decía en tono de súplica: «¡Vámonos, por amor de Dios!» Antoñuelo andaba a gatas barriendo con las manos el suelo para encontrar su recibo, y Gervasio, dado al diablo, gritaba buscando la puerta de la escalera para ponerse en salvo.
En medio de semejante gresca, no podemos menos de detenernos un momento para hacer una reflexión.
Lorenzo alborotando de noche en casa ajena, adonde se había introducido furtivamente, y sitiando al dueño en un cuarto, tenía toda la apariencia de un opresor, y sin embargo, era en realidad el oprimido. Don Abundo sorprendido, puesto en fuga y atemorizado mientras se ocupaba sosegadamente en sus negocios, pudiera parecer una víctima; con todo, examinado bien el asunto, él era quien faltaba a su deber. Así van las cosas en este mundo... Quiero decir que así iban en el siglo decimoséptimo.
Viendo el sitiado que el enemigo no pensaba en levantar el sitio, abrió una ventana que caía delante de la iglesia, gritando a gañote tendido: «¡Favor al cura!, ¡favor al cura!» Había la luna más hermosa del mundo; la sombra de la iglesia, y más adelante la larga y aguda de la torre se extendían inmóviles y limpias en el herboso suelo de la plazuela: todos los objetos casi podían distinguirse como de día; sin embargo no parecía alma viviente en todo cuanto alcanzaba la vista. Pero cerca de la pared lateral de la iglesia, y justamente por el lado que miraba a la casa parroquial, había una reducida covacha en que dormía el sacristán, quien, despertándose a las desaforadas voces de don Abundo, saltó de la cama, abrió una hoja de su ventanilla, sacando la cabeza con las pestañas todavía pegadas, y dijo:
—¿Qué sucede?
—Corra usted, Ambrosio —gritó don Abundo—. Socórrame usted; hay gente en casa.
—Voy al momento —contestó el sacristán.
Entróse de nuevo, cerró la ventanilla, y medio dormido y más que medio espantado, encontró al punto un expediente para dar más auxilio del que le pedían, sin meterse en la zambra, cualquiera que fuera. Cogió los calzones que tenía sobre la cama, se los puso debajo del brazo, y bajando a brincos una escalerilla de madera, corrió al campanario, echó mano a la cuerda de la mayor de las campanas, y empezó a tocar a rebato.
Al dan dan de la campana, se sientan en la cama los aldeanos, y los mozos que duermen en los pajares aplican el oído y se levantan: «¿Qué será esto?, tocan a rebato. ¿Si será fuego? ¿Si serán ladrones? ¿Si serán forajidos?» Muchas mujeres aconsejan y piden a sus maridos que no se muevan y dejen que vayan otros; algunos se levantan y se asoman a la ventana; los cobardes, como si cediesen a las súplicas, se acurrucan debajo de la colcha; los más curiosos y los más animosos acuden a coger horquillas y escopetas, y otros se quedan a la expectativa.
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