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parece que se introduce en el ánimo una fuerza misteriosa, que excita, embellece y aviva todas las inclinaciones, todas las ideas, y a veces las transforma y las hace tomar un curso enteramente imprevisto. Lo que hasta aquí había lisonjeado más a Gertrudis en sus sueños de un estado futuro, había sido el fausto y la pompa exterior; y un cierto no sé qué de tierno y afectuoso, que al principio era como niebla imperceptible en su imaginación, empezó entonces a desenvolverse y a ocupar el primer lugar en su fantasía. Habíase formado allá en lo más recóndito de su mente una especie de brillante retiro, donde, apartándose de los objetos presentes, se acogía con frecuencia, y recorriendo confusas memorias de su infancia, de lo poco que pudo ver en sus primeros años, y de lo que había oído a sus compañeras, se fraguaba ciertos personajes ideales y a su manera. Con ellos conversaba, preguntaba y se respondía, daba órdenes y recibía obsequios. De cuando en cuando llegaban a turbar tan lisonjeras imágenes pensamientos de religión; pero la religión, según se la habían enseñado a la infeliz, lejos de proscribir el orgullo, lo santificaba, proponiéndole como un medio para ser feliz en la tierra. Despojada de esta manera de su esencia, ya no era la religión sino una ilusión como las demás. En los intervalos de esta ilusión que ocupaba el primer lugar y dominaba en la imaginación de Gertrudis, acosada la infeliz de oscuros temores, y agitada por una idea confusa de sus obligaciones, se figuraba que su repugnancia al claustro y la resistencia a sus mayores con respeto a la elección de estado, eran culpas, y se proponía en su interior expiarlas encerrándose voluntariamente en el convento. Era ley que ninguna joven pudiese recibirse en calidad de monja sin haberla examinado antes su vicario, u otro eclesiástico nombrado al intento, para que constase su vocación, y este examen no podía verificarse sino un año después de haber expuesto en un escrito en forma sus deseos. Aquellas monjas que habían admitido el triste encargo de hacer que Gertrudis se ligase para siempre con el menor conocimiento posible de lo que hacía, se aprovecharon de uno de aquellos instantes que acabamos de describir, para hacerle copiar y firmar semejante solicitud. Y para inducirla con más facilidad, no dejaron de decirle e insistir en lo que realmente era cierto; esto es, que aquélla por fin no era sino una mera formalidad, que no tenía efecto si no la acompañaban otros actos posteriores que dependían absolutamente de su albedrío.
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