Название: Desconocida Buenos Aires
Автор: Leandro Vesco
Издательство: Bookwire
Жанр: Путеводители
Серия: Desconocida Buenos Aires
isbn: 9789500210713
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La estancia de la familia Tornquist fue el lugar en donde se desarrolló; aquí tuvo a sus hijos y el campo le dio todo. “Una vez vendí un Chevrolet y me dieron diez hectáreas, al menos tuve algo mío”, dice, enternecido por su recuerdo. Entonces el trabajo era de sol a sol y en el puesto su familia creció feliz. Nunca les faltó nada, y la vida serrana lo llevó por huellas insospechadas. Anudando el alma bordeaba por los cerros, llevando ganado, atravesando horizontes, durmiendo por las noches bajo el manto celestial. Por esto dice que no entiende a la gente que vive en la ciudad. Porque recuerda los días en que las jornadas se contaban por las leguas que podía hacer un caballo. “Antes no había maldad en la gente, en la estancia el mayordomo estaba atento a todo, cuando estaba por nacer un hijo, la llevaban a tu mujer y unos días después aparecía con el hijo. El mayordomo se encargaba de todo, y uno se tenía que quedar trabajando”.
Mira a Gregoria, que asiente estoica, segura y orgullosa de haber pasado esa vida con este hombre en aquellas condiciones. “Había mucha libertad, era todo muy lindo”, rememora. Barragán ceba unos mates amargos y con una mirada cómplice le ofrece uno a su compañera. Esta clase de amor tiene raíz en las infinitas noches en las que la Luna baja a mojar su resplandor en los arroyos de aguas mansas y cristalinas.
Las vueltas de la vida lo llevaron a hacer circo en Azul junto con un joven actor que prometía: Norman Briski. De grande supo que la mujer a la que toda la vida había llamado mamá no lo era: su verdadera madre murió a los pocos meses de que él naciera. “Las cosas sucedieron así, cómo voy a enojarme si me dieron tanto amor”. Barragán parece una estatua viviente de la criollez, la horma con la que fueron hechos estos hombres ya no existe más. Ameno y humilde, su mirada se pierde en el recuerdo de aquellos años de andar por los caminos. La vida le ha dado un regalo: uno de sus hijos trabaja en la misma estancia y en el mismo puesto en el que se desempeñó. “Extraño andar a caballo; un día de estos monto y Dios dirá”, dice. Al despedirnos, susurra un secreto: “Sueño con que las sierras se arrimen”. Acaso para oír nuevamente ese lenguaje encantado y suave con el que se comunican, mientras tanto, en Cura Malal, que está a pocos kilómetros de aquellas, sus ojos de gaucho curtido se contentan con ver las siluetas ondulantes que se dibujan en el horizonte. Todo lo que ama lo tiene cerca.
Faro Segunda Barranca
La sombra del faro Segunda Barranca se proyecta en el mar, cuando la marea sube y cae la tarde en este rincón olvidado del mapa del sur bonaerense. Rodeado de un abismo de pampa y salitrales, aquí viven tres torreros que están pendientes de que la luz del faro sea una señal luminosa que guíe a los navegantes que se animan a surcar los mares del fin del mundo. Alejada de todo, la centenaria torre desafía el ventarrón y abre la carta náutica de una región que alguna vez fue llamada Incógnita, y hoy es nuestra Patagonia.
Para llegar al faro hay que atravesar toda la provincia de Buenos Aires, en un viaje que va preparando al cuerpo para la soledad, ya que está situado en el partido de Patagones, a mil kilómetros de la capital. Hay muchas maneras de perderse y pocas certezas. José Luis Larrañaga, suboficial primero del faro, pasa a buscarme por Carmen de Patagones. “Por acá no entra nadie, hay que pasar una Y, y luego doblar a la derecha por una T”; con estas coordenadas y ya en el camino rural, la realidad y el mundo moderno comienzan a despedirse. La Ruta Nacional 3 quedó atrás. Cruzamos Cardenal Cagliero, un pequeño pueblo con algunos silos y una estación de tren, todo abandonado. No vemos a nadie. Aquí el ser humano es una especie en extinción, y el camino, una postal agreste que crece hacia una soledad absoluta, solo intervenida por cuadrillas de ñandúes, peludos y liebres. A un costado del camino ubicamos el Salitral del Inglés y luego, el Grande. La sequía agrieta el suelo, el rastrojo seco del trigo es una alfombra que tapiza este mapa en silencio. “Antes había puestos, pero se los tragó la tierra. Queda una escuela, con muy pocos alumnos, pero es lo único”, explica José Luis. Con desolación y todo, anida aquí una belleza franca. Más allá, el horizonte se hace meduloso. “Estamos cerca del mar”, se tranquiliza. “Allá está”, mira hacia adelante en complicidad. Una columna sobresale en el horizonte.
El faro Segunda Barranca es una torre troncopiramidal de 34 metros de altura, con franjas blancas y negras, a 70 kilómetros de la ruta. Entró en servicio el 10 de junio de 1914 y tiene ese nombre por el accidente geográfico en el que se encuentra, bautizado por un navegante español en 1795. La torre impone respeto, su presencia se siente como una vibración, 143 escalones de una escalera caracol separan la torre vidriada del suelo. El faro se presenta en un predio de 10 hectáreas al lado del mar, rodeado de una barrera de tamariscos. Un conjunto de construcciones lo contienen: sala de máquinas, taller de carpintería, garaje. Sale a recibirnos la otra parte de la “tripulación”: el cabo primero Fabián Copa y el segundo, Cristián Zuleta. Estos tres hombres tienen una estadía de quince días, luego se rotan y vuelven al faro por el mismo lapso; es una prueba de supervivencia. “Dependemos de muchas cosas, del clima; cuando llueve, el camino no se puede transitar y quedamos aislados”, reconoce José Luis. Para que cada cual regrese a sus casas deberán organizarse todas las fuerzas naturales que gobiernan este mundo.
Mientras el Sol recorre el cielo austral, la vida en el faro se desarrolla en tranquilidad. La charla tiene como fondo el sonido del viento que produce un silbido al pasar por el faro y el atronador golpe de las olas en esta costa desolada. “Uno de nosotros queda de guardia, a las 6.45 se apaga el faro y luego desayunamos. Tomamos mate y vemos las actividades del día. El predio demanda mucho trabajo: cortamos el pasto, tamariscos, hacemos algunos trabajos de albañilería”, afirma José Luis. El principal trabajo es el mantenimiento de los generadores que alimentan de energía eléctrica al faro, el cual se enciende minutos antes de la caída del Sol. Los torreros, así se llaman los que tripulan un faro, viven en un conjunto de tres casas unidas a un costado de la torre. Aquí la luz llega cuando la lámpara del faro se enciende, y el agua es un bien que se valora como el oro. “La traemos de Carmen de Patagones, son 8000 litros que tienen que alcanzar para 20 o 25 días”, cuenta Fabián. Todo en el faro se racionaliza. El motor del generador consume un litro de gasoil por hora. “Tenemos combustible de reserva para quince días”, mira en lontananza José Luis. Siempre está el miedo de permanecer aislados. “Tenemos un torrero que se quedó 58 días, es el récord”, reconoce Fabián. Una televisión con conexión satelital es la única diversión y el lazo que los une al mundo.
Uno de los secretos de la vida de un torrero es mantenerse ocupado la mayor parte del día para que el sueño llegue rápido por la noche. “Acá le escapamos a la siesta”, advierte José Luis. Tener el control de la mente y mantener al grupo ocupado son los mayores objetivos a cumplir y los principales desafíos a superar. “El tema es que la mente no trabaje tanto, la soledad comienza a pesar si te quedás tres semanas. A veces uno se levanta con el ánimo caído y entre todos nos damos fuerzas. Nadie escapa a esto”, reconoce José Juis, quien tiene su familia en Puerto Madryn y le faltan cinco años para el pase a retiro. Fabián, con su casa en Jujuy, tiene que hacer un viaje de 36 horas para llegar al faro. “La mente a veces te traiciona, porque todos los días salimos y estamos en el mismo lugar, viendo las mismas plantas y la misma playa”, confiesa. En esos días hay que buscar alguna ocupación, “organizamos tornillos, separamos arandelas, pintamos algo”, agrega. Los torreros dentro de su rutina tienen asignados dos días a la semana para practicar deporte. Hacen atletismo, “porque campo sobra, y en verano nadamos en el mar”. La cocina es un pasatiempo ideal. Cristian, el menor de los tres y con su casa en Punta Alta, hace un año que está en el Segunda Barranca. “Las empanadas y las salsas son su especialidad”, afirman sus compañeros.
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