Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco
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Название: Desconocida Buenos Aires

Автор: Leandro Vesco

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

Серия: Desconocida Buenos Aires

isbn: 9789500210713

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СКАЧАТЬ seis mil habitantes, pero no se habrían aburrido porque en su época de gloria supieron convivir cincuenta bares y cinco cabarets. “No te alcanzaba el día para ir a todos los boliches”, nos cuenta Julio, dueño de uno de los pocos que han quedado, El Pulpo. Su abuelo escapó de la Guerra Civil española y halló en Vela un lugar ideal para vivir. “Acá todos tenemos la costumbre del bar, todo se corta a las doce para tomar un aperitivo, pero a la noche es mayor la actividad”. Julio atiende a sus clientes con placer, nació para esto. Su padre fue don Tito Alegre, dueño del famoso bar adonde iba Soriano. Los autos paran y dejan el motor en marcha para pedirle a Julio un vermut al paso. Se siente una despreocupada sensación de que en el pueblo nadie está nervioso, la bohemia moviliza la comunidad. Uno de los clientes señala a un parroquiano, y cuenta que tiene un apodo: “Fórmula 1: tiene motor de cinco litros”. Algunos de atrás festejan la victoria de un equipo de fútbol local y hablan de un empleado de un comercio que atiende con algunas copas de más. El pueblo a la hora meridiana del almuerzo es un ir y venir de chistes y chismes, pero con buenas costumbres. Hay buena gente en Vela que se toma la vida con paciencia y contemplación.

      “Se hace costumbre vivir acá”, cuenta Julio. Son las dos de la tarde y ya no queda nadie en las calles. Parece un pueblo fantasma, pero hay un refugio adonde ir: este vecino nos lleva al único comedor abierto, que comete la insurgencia de atender durante la siesta. Se trata del Kiosko del Corcho. A simple viste es un lugar común con el mobiliario que distingue a estos comercios, surtidos de golosinas, galletitas y cigarrillos, pero detrás de una heladera exhibidora está el comedor. La contraseña es simple y se resuelve en un pequeño diálogo:

      –¿Qué hiciste?

      –Ravioles con estofado.

      –Dale.

      El comedor es un improvisado espacio entre el fondo del kiosko y el living de la casa del propio Corcho. Tiene cuatro mesas pequeñas con manteles de plástico con cuadrados rojos y blancos: parece un cuadro costumbrista. A un costado está la cocina de la casa, de donde sale un aroma majestuoso. En un rincón, una televisión muestra noticias capitalinas. Pudiendo ser un lugar sin estilo, no lo es; algo en este cubículo gastronómico nos devuelve la sospecha de que es uno de esos espacios en donde se cocina como antes. Corcho saluda como un verdadero maître criollo, vuelve a mencionarnos el menú. El aroma de la salsa podría detener hasta la guerra más sangrienta, es literalmente delicioso. Corchito, el hijo, nos trae los platos y se queda hasta que probamos. ¡Sin palabras! Una música de fondo acompaña. Julio se queda y cuenta los secretos e historias del pueblo, una lectura que se hace de la obra de Soriano en el bar Tito, la próxima Fiesta del Dulce de Leche y su cansancio de vivir de noche.

      Cuando Soriano escribía en el pueblo, era otro mundo. La gente que vivía aquí estaba aislada de las noticias porteñas, y sus personajes, más aquellos literarios, al igual que su realidad, eran poco conocidos. Por eso el Gordo tuvo tanta libertad para sentarse y pasar desapercibido. “Cuando nos dimos cuenta de quién era, estaba muerto”, reflexiona Corcho y resume de forma natural la costumbre argentina de reconocer a los escritores cuando ya no están entre nosotros.

      Nélido Merigge, el hombre más feliz de la Argentina

      La casa de Nélido es una muestra de su personalidad: el zaguán, el patio y la galería que conduce a su templo, como él lo llama y en donde se junta con sus amigos a comer sus babilónicos asados, están llenos de plantas, plantines, brotes, árboles y toda suerte de vegetación habida y por haber. Todo tiene un aroma nutriente y todo está florecido. Hay tanta vida en su casa que al aire se lo puede modelar con las manos y formar con él mil figuras alegres. “Si hablás mal de mí, van a hablar mal de vos”. Así se presenta este hombre que hace ochenta años que corta el pelo en Rivera, un pueblo bonaerense a metros de La Pampa, donde su presencia es tan necesaria como el agua o como los recuerdos que hacen a una comunidad, y donde sus conocidos lo reconocen como el hombre más feliz de la Argentina. Su rostro serio es una muestra de que para él la felicidad es algo que hay que tomar con compromiso y cierta marcial determinación. “No porque esté feliz tengo que estar riendo”, advierte.

      Nació el 7 de junio de 1929 en Alta Italia, un lejano pueblo en la inmensa llanura pampeana, cuando el país se estaba haciendo y eran pocos los que hablaban español. El trabajo era el idioma que hermanaba, y la mirada clavada en el horizonte invitaba a forjar sueños. Nélido Merigge viene de ese tiempo. “Llegamos en el '34. Rivera era Israel. A cada colono se le daban 80 hectáreas, y había que trabajar. Pero mirá que sufrieron los pobres rusos, porque acá vino gente formada, que en su vida había trabajado la tierra, y de un día para el otro tuvo que sembrar, ordeñar y hacerse de abajo”, relata la historia de aquellos que hicieron nuestro país.

      Nélido parece un joven con cuerpo de viejo. Contagia vitalidad y optimismo. Desafía a la muerte constantemente. “Cuando ya no quede nadie, yo voy a estar”, amenaza mientras ordena unas brasas. Su afición por el asado y el ritual que él conlleva tienen en su vida la misma importancia que una religión. “Me di cuenta de que lo único que importa en la vida es disfrutar con los amigos, comer asados y tomar unos vinos, aunque mucha verdura y fruta espanta la sepultura”. Hace cuarenta años que todos los 28 de diciembre se juntan con un grupo de amigos para comer un asado ritual, evento que tiene olor a logia y que se produce en silencio. “Cada año asa uno diferente y esa noche elegimos al asador del año siguiente y nadie más habla del tema hasta unos días antes del 28”. Su casa, por lo demás, está abierta a quien desee entrar y compartir con Nélido un almuerzo o una cena. En la vereda tiene estacionada su bicicleta, que desde 1965 es la misma y en la que acostumbra a salir por el pueblo.

      “Me jodí de la cintura y mis amigos, para que siguiera haciendo carne, me fabricaron una parrilla especial”, dice y muestra el artefacto en el que está asando, mezcla entre parrilla y grúa. Hasta hace quince años llevaba en un libro de actas el registro de todos los asados que había hecho. La cifra cerró en 2000. “Contando los asados tradicionales, sin tener en cuenta los que hago los días de semana, ya nos hemos comido una jaula y media de hacienda”. Cada 28 de diciembre, al terminar la tenida, les dice a los iniciados: “En un año yo voy a estar, procuren estar ustedes”. “También manejo la lluvia –asegura con naturalidad–. Jamás llovió el día de mi cumpleaños, el 7 de junio”.

      Cuando tenía ocho años agarró una tijera y comenzó a cortar pelo. Ocho décadas después, su peluquería es un centro social en donde se junta todo el pueblo. Siempre tiene las puertas abiertas. Hincha del Club Atlético Independiente de Rivera, las llaves de la institución están en la peluquería, aunque también tiene devoción por San Lorenzo y los banderines del club del barrio porteño de Boedo decoran todas las paredes.

      Mientras sirve riñón de cordero, el sol baña su rostro con una luz epifánica, impregnada de la pampa y su plegaria de caldenes en silencio. Nélido entra y se sienta a un costado de la parrilla. “Mi papá nos daba un vasito con soda y vino y decía ‘tome, hijo, esto es vida’, y cuando me preguntaba qué quería, yo le decía: ‘¡Más vida, padre!’”. Su esposa murió en 1989, y desde entonces ha visto con claridad el secreto de la vida. “Es simple: tenemos asado, tenemos este fondo y este cielo, y los amigos que no fallan. Soy el hombre más feliz del país”. La logia de los 28 de diciembre ya le está organizando una tenida especial para sus cien años. “Yo voy a estar, procuren estar ustedes”, desafía.

      Martín Fierro está vivo

      “No entiendo a la gente que vive en la ciudad”, reflexiona Raúl Felipe Barragán, desde su guarida feliz de Cura Malal, partido de Coronel Suárez, un pueblo con cien habitantes. Barragán está casado hace cincuenta años con Gregoria Feliciana Silvera. Tuvieron el primero de sus once hijos en tiempos cuando era posible alzar la mirada y abrazar una esperanza. Se conocieron en un baile y enseguida el amor los unió. El cielo sureño les guiñó el ojo. “Estábamos separados arroyo de por medio”, cuenta don Raúl СКАЧАТЬ